La vida literaria es una especie de imán de libros. No, en mi caso, de cualquiera: puedo pasar sin conmoverme por las vidrieras de la novedad, con la certeza de no hallar nada que me interese, por más que sonría al ver de reojo ediciones independientes ganando espacios constantemente en esos anaqueles. Al contrario, los busco con énfasis en pequeñas comunas alejadas del centro, donde el agua es un problema, para saber cómo existen más allá de la zona donde sigue circulando la prensa.
Así estuve otra vez en Ovalle. Nuevamente encontré en la plaza el extenso puesto de libros. Dos años habían pasado y algunos libros seguían en ese lugar: autoediciones de Eugenio Lira Masi, ediciones de Babel de María Geel. Justamente esas, las más valiosas, parecían más agusanadas de lo que estaban la vez pasada. Solo el gusano se movía. No pude evitar llevarme una. Tampoco pensar que quizá en dos años venga por otra y tipo 2030 termine con todo. Deseo, eso sí, todo lo contrario.
Escondido tras el mercado un bus, decía Barraza. Lo tomamos y el bus llevaba tanta gente como bolsas y cajas de mercadería para las distintas estaciones del camino que buscaban otras personas en las paradas de la carretera. Tras una larga vuelta entramos a las calles de tierra del pueblo, a su antigua parroquia de siglos atrás. Allí había libros de cuentas de pecados y las actas de inscripción de los habitantes de la época desde el siglo XVII. Hoy es visitado el cura para pedirle certificados que servirán para acreditar ser parte diaguita, para los distintos beneficios que se dan. Mulatos libres llevan el apellido mismo del pueblo y de otros lugares. La caligrafía va cambiando con los libros, letra enrollada que da tiempo para pensar, no como este golpecito automático que doy en el teclado.
Al momento de despedirnos, le preguntamos al cura cómo volver a Ovalle. Nos informó que la locomoción colectiva ya no corría. Decidió llevarnos de vuelta. Antes lo acompañamos a bautizar un niño. Llegamos algo tarde a la ceremonia por el tránsito de los animales. Pasamos después por otros pueblos donde vimos niños cazando, sus lugares preferidos de los treintaisiete pueblos que cuidaba.
Busqué el domingo en la mañana en la feria libre frente al cementerio libros, pero nada había para mí. Una llamada alertó mi imán: unos días atrás habíamos preguntado por Tulahuén —ningún bus para allá— y Sergio Larraín, de rebote esta pregunta le llegó a un maestro ovallino que decidió regalarnos los libros autoeditados del fotógrafo. Nos mostró una carta de puño y letra que remataba: «extiéndalo entre los posibles», y nos cuenta que a la muerte del fotógrafo fue una de las decenas de personas que recibieron paquetes con estos libros.
No son libros perfectos. La tapa parece escrita a mano. Partes del escrito a máquina que se reproduce tiene rayones. Recuerdo esta cita de Mario Levrero: «Se me ocurre que todos los autores debieran (o debieran poder) ser sus editores, para plasmar sus sueños hasta en los últimos detalles –los cuales suelen ser descuidados y marchanteados por la generalidad de los editores».
Estos volúmenes son parte de ese sueño. Las marcas son el modo en que cambia el tiempo encima de una autoría borrada, por más que esta desee separarse del ego. La perfección siempre está más adelante que la imprenta. Ahora en mi mano tengo estos tres libros únicos. Se los muestro al fotógrafo de estas páginas, los detesta; se los muestro al colega que más escribe en estas siguientes páginas, los ama. El flash es un sartori también, y les comparto uno de esos momentos de iluminación:
LA META,
es llegar
a ser
uno
con
LA REALIDAD,
(…)
VOLVER
A SER
UNO
CON EL
TODO.