Un justo reconocimiento ha tenido este año Verónica Zondek, traductora clave para el público lector de nuestra lengua, además de una notable poeta. Por su trabajo en El mundo es redondo (Bisturí 10) de Gertrude Stein, recibió las medallas Colibrí 2021 y la de la lista de honor, ambas de IBBY Chile. A ella le solicitamos esta página de taller, para reconstruir su experiencia en la traducción, uno de los aspectos más dinámicos de la literatura independiente chilena actual.
Documentos políticos. Eso fue lo que traduje por primera vez. En Londres, año 74 o 75 del siglo XX. Ese primer traslado verbal de un mundo a otro, se convirtió en ‘cuerpo cierto’ para mí recién el año 1978, cuando ya en Jerusalén, entendí que la traducción podía ser mi recurso auto-gestionado para no inscribir en un jardín infantil a mi hijo, antes de que él hablara. Este guiño del mundo práctico y circunstancial, hizo que abandonara mi trabajo en el Museo de Arte y terminó con mis ganas de continuar con mis estudios en la Universidad. Así fue como de ‘un algo para hacer por mientras’, el acto de traducir pasó a convertirse en una de mis experiencias vitales fundamentales.
Aunque comencé traduciendo textos no siempre de mi interés, me di cuenta muy pronto del placer que me daba el paladear esas palabras en mi boca. Me di cuenta también de cómo esas búsquedas obsesivas, actuaban como un viento caliente que me empujaba a cruzar fronteras y a deambular por territorios desconocidos. Algo así como andar con la marca del nomadismo a flor de piel. El sólo hecho de rozar lo diverso y exponerme a la seducción sensorial e intelectual de esa extraña cosquilla, me ancló para siempre en esa bahía. De alguna forma, algo en mí reconoció en el acto de traducir un lugar imaginario en movimiento, semejante a un hogar que, transido por la excitación, me ha mantenido alerta y expectante hasta hoy. Por lo mismo, puedo decir, que la traducción es para mí una experiencia vital no sólo corporal e intelectual sino también epicúrea. Es ella también, la que, en parte, da forma a mi modo de pensar y politizar el mundo.
Vuelvo al pedido de este escrito. La primera vez que traduje en serio, yo tenía veintiún años y nada me hacía pensar que la escritura y la traducción se convertirían en mi forma de ser y estar en la vida. Hace casi cincuenta años, traducir era una tarea compleja y dinámica. La materialidad y temporalidad del trabajo eran muy distintas a las actuales y por lo mismo, el compromiso físico que implicaban, era imponente. Cerca de los veintiséis años, la traducción se convirtió en un trabajo más o menos constante para mí. Me refiero a ocupar una silla frente a mi máquina de escribir, a tener un texto por traducir al lado de ella y a mis diccionarios abiertos sobre la cama. Mi dormitorio y mi escritorio eran la única guarida posible, ya que se trataba de traducir mientras mi hijo dormía, durante las siestas o la noche. Por lo que el escritorio, la cama y las dormidas de mi hijo, eran los espacio-tiempos de los que disponía. Consultar una palabra, significaba levantarme de la silla y asediar los diccionarios hasta encontrarla o, todo lo contrario. Es decir, olvidar la palabra que buscaba y enamorarme a primera vista de otra, que, por supuesto, nunca antes tuve en mente pero que hacía que navegase por las ramas. Este proceso abierto al amor y a los encuentros fortuitos, es, desde entonces, el encantamiento profundo que me llevó a encuentros palabrísticos no planificados y que, por ende, me alejó del deber. Como cualquier cruce, me ensartó felicidad y angustia en la garganta, y también, la intuición cierta de haber encontrado una llave oculta o perdida. Desde entonces sé que las búsquedas no son unívocas, ni los tiempos son eficientes. No mido la travesía por cuán rápido llego a ese puerto precario. El viaje de la traducción entonces, resultó ser de una latencia o preñez inacabable y me asedió por todos mis costados, por lo que siempre he tenido muy a mano, libretas y libretitas.
Retomo. Una vez terminada la primera versión mecanografiada de una traducción, abordaba su corrección borroneando, tachando y dibujando flechas y signos varios para indicar los cambios espaciales y las dudas respecto a ciertas palabras, etc… Todo esto, para volver a pasar el texto en limpio tecleando por días en la máquina con el fin de poder leer en limpio y voz alta, lo que aparentemente sólo en mi cabeza tenía sentido. Esta segunda versión, era nuevamente tajeada cuchillo en mano hasta que me parecía que ahora sí, esta vez sí iba a ser la última vez que la mecanografiaba. Y el sueño de que esta sí sería la última versión, es decir, esa donde sólo me faltaba corregir con el pincel del frasco de tipex una letra o varias palabras, esperar que se seque para acomodar la página corregida bajo el rodillo y teclear sobre ella los signos necesarios y finales, no siempre se cumplía. Lo que era inevitable, eran las rumas de papel, los dedos agotados, el cuello agarrotado, los cafés al boleo para resistir las trasnochadas; el hambre en crescendo por los diccionarios y el tecleo que pauteaba el ritmo de la noche. Toda una actividad material que aterrizaba ideas y formas en tierra firme. Muy material. Mirado desde la posible y eficiente factura de la tarea traductora del hoy, parece algo demencial. Pero fue mi entrada y mi quedada. Nunca pude abandonar ese bosque lleno de sorpresas, tentaciones y conocimientos. Nunca quise hacerle el quite a los pasos legales e ilegales de esas fronteras letradas que crucé sin remordimientos y con el cuerpo hambriento. Nunca desdeñé la posibilidad de recibir lo ajeno y masticarlo hasta transformarlo en propio. Años tecleando tres y a veces cuatro versiones de libros enormes antes de pasar a la máquina eléctrica que en algo aminoró mis dolores de espalda y facilitó el uso del tipex porque esas máquinas venían con una cinta incluida que permitía borrar una letra o palabra apretando dos teclas. Años después, aún con la idea de que la máquina eléctrica era lo máximo, llegó el computador y defenestró, rápida y eficientemente, toda una vida de máquinas que acompañaban el ritmo de la escritura y la traducción y que podíamos reparar si se echaban a perder. Algo tenía ese teclear, que enganchaba con el ritmo de mi pensamiento. En fin, que el computador no sólo apuró el trabajo con la suavidad de sus teclas, con la facilidad para borrar errores y con su cortar y pegar, sino que nos agregó miles de diccionarios en línea y nos puso el mundo de google frente a nuestros ojos reemplazándonos de un zuácate la cabeza lenta por la cabeza apurada y los papeles por la pantalla. Sin embargo, para nosotras las más viejas, este súper acceso a la información, no siempre nos apura. A mí, muchas veces me ‘bien demora’, porque me encuentro, como antes, con cosas que no buscaba y me abren el apetito y se me va la mañana en la inutilidad de lo encontrado y no buscado y me deja el trabajo esperando en la pantalla. Lo interesante de esto para mí son dos cosas: primero, que lo que cuento aquí, es un modo muy mío de entender que, lo que aparentemente tranca una puerta, resulta ser la llave de otra que nunca sospeché que existía y que el dejarme ‘fluir en’ y ‘alimentar por’ ese misterio ajeno, me resulta apasionante; y segundo, que la tecnología puede modificar ciertas formas mías de trabajar, pero no modifica mis dinámicas de acceso a la experiencia, el gozo y el conocimiento.
No estoy segura, pero creo que ese antañazo que he descrito hasta aquí, ese estar en complicidad con los diccionarios, forjó y enraizó en mí, el amor y el deseo por la palabra. Con ella he recorrido mundos desconocidos, despertado a sensaciones atrapadas en medio de sonidos y silencios que alojan en algún lugar entre los dedos y el pensamiento. Una divagación que pretende saber dónde va, pero que siempre termina por sorprenderme.
Hoy, después de tanta travesía y tanta puerta, traduzco lo que me da la gana. Sé que traducir y escribir son maneras de pensar y de tramar miradas; de encontrar hilos propios y ajenos que llevan a tejer y destejer. Sé que en esas telarañas se palpa la materia que duerme en el lenguaje del mundo. Sé que ahí es posible intercambiar señas y rutas de geografías desglosadas y ajenas. Sé que es un modo de forzar los cerrojos de la diferencia; de permitir que el naipe se baraje y se abra la mano.
Valdivia, septiembre-octubre 2021