ALBERTO LAISECA (1941-2016): «Si yo fuese a las Islas Marianas, o al Togo o a Katanga, todo el mundo me pediría autógrafos»

Togo o Katanga pueden estar tan lejos como nuestro país. Me contaron en un asado que una editorial insigne de la literatura independiente había comprado en 100 o 200 dólares los derechos de Aventuras de un novelista atonal (1981). Dicen que Laiseca celebró tanto que se rompió la cadera. Esa edición nunca se hizo.  

Esta anécdota podría estar fuera de la literatura y no: existe un maltrato de la edición a los autores y esta anécdota es parte de esa conducta, por cierto. Pero no es lo único a considerar: Laiseca sabía que la literatura en sí no bastaba, como lo sabían algunos de sus contemporáneos más notables, César Aira y Fogwill. Este último lo insertó como personaje en uno de sus relatos más inolvidables y perturbadores, «Help a él» (1983): 

Miré el papel: la prosa era impecable, y abundaba en ese truco de Adolfo que yo había señalado en sus novela: un uso anómalo de ciertos giros coloquiales, como si yo ahora escribiese que en ciertos párrafos él «enchufaba» palabras de un léxico legítimo, pero inesperado en el contexto del relato. Ese uso irruptivo y exagerado del giro coloquial distorsionaba toda alusión realista, creando un clima de alteración mayor que el que la improbabilidad de esos componentes del lenguaje llevaría a pensar. 

Este acto publicitario, escondido en una pequeña edición de dos cuentos de Fogwill publicada por RiL en Chile, abría un misterio que lejos de los libros se solucionaba en el cable. Solo, con un cigarro que continuaría tiñendo sus bigotazos y una luz baja, Laiseca contaba cuentos de terror en I-Sat. Caminando encontré el libro que refería Fogwill, Matando enanos a garrotazos (1982).  

Matando… ambienta cuentos interconectados en tiempos históricos de los cuales Laiseca era un gran lector, metiéndose en zonas traumáticas, de grandes dolores para la humanidad. Es, sobre todo, una indagación de las posibilidades de la crueldad y de la fantasía y el vínculo que establece de manera continua con su monumental saga Los Soria. Su gesto territorial es desplazar ficciones de las grandes épocas a su provincia, a la que sueña con salida al mar, y en rebeldía frente al líder que lleva los destinos de los hombres: el Monitor.  

Compadecidos por los demás ante su boca huérfana de piezas dentales, se decidieron por pura filantropía a ponerle una dentadura allí mismo sin falta. Así, comenzaron por atarla con alambres de púa a un poste, y luego, sin prestar la menor atención a los rugidos triunfantes de la maliciosa y detestable vieja, procedieron a meterle en cada encía –donde antes hubo dientes o muelas- un clavo a martillazos. Dichos trebejos estaban calentados al rojo; pero no para hacer sufrir a aquella aviesa pécora, vieja malévola e insolente, sino por su propio bien; ya que en esa forma, las heridas cicatrizaban de inmediato.  

El dolor y el placer son materiales que al chocar generan literatura y placer. Algunas antologías lo insertaban pese a la mirada dislocada de su prosa. «Checoslovaco», extraído de Matando… brilla en la exquisita selección Buenos Aires (Anagrama, 1992) de Juan Forn, sin amilanarse frente a Ricardo Piglia, Guillermo Saccomanno o el propio antologador. En «el» intento por zanjar la apatía del lector español por la narrativa argentina post boom, que no resulta. Laiseca narra la yuxtaposición de un modelo de belleza europeo frente al argentino, con un final efectivamente delirante, adjetivo que es imposible de evadir, autoasignado, incluso. El modelo de belleza se traslada a la operación del lenguaje de la traducción del habla cotidiana, a la trasposición de una vida supuestamente traducida. Ese es también el miedo sudamericano, provincianos de una realidad mundial.  

Gloria sabía que él tenía dificultades idiomáticas; pero comprendía muy bien que la pésima sintaxis de la frase había sido exagerada a propósito. En estos casos había que oírlo hasta el final si se quería comprender el sentido completo de la oración, que no era revelado salvo la última palabra. Nótese la expresión «ella de mano cae», en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, así absurdas y troglodíticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical arbitrarias, dislocadas, tenían toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer.  

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En el prólogo de la antología Cuentos de terror (Interzona, 2003), Laiseca escribe acerca de las historias de terror que se contaban durante las noches en su pueblo, como ocurrirá al anochecer en tantas provincias sudamericanas perdidas del Google Maps, zonas fuera de la literatura como la conocemos, entregadas al relato oral. Es solo cosa de escuchar a las viejas, parece. Pero se desvía adrede, se permite contar historias clásicas de terror con una puntuación calma, antes de entregarnos su propia selección. Cuentos de terror considera autores como Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Bram Stoker, Saki y Horacio Quiroga, entre otros. El relato final es suyo, «Cuentos de la negra Tomasa». Frente a la tradición elegida, escoge para sí un relato que tenga que ver exclusivamente con los bordes de las ciudades, pobreza, hambre, casas hacinadas. Es su plus, el propio escenario de terror dispuesto a conectar con la introducción hecha al libro, también de su autoría. Las viejas satánicas vuelven para pegarnos más duro en el centro del miedo.  

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Porque como te dije no era la mamá. Esa figura toda de blanco era un maléfico. Un espíritu malo que se lo quería llevar a la muerte. El chico, como te dije, sintió que se hundía. Empezó a los gritos. ¿Pero quién lo iba a escuchar? «¡Mamita! ¡Mamita!» Manoteando en la desesperación estaba todo oscuro sintió un objeto duro que había y que flotaba. Se agarró desesperadamente. Estuvo toda la noche así. Agarrado a esa cosa que flotaba. Al otro día, cuando lo encontraron el padre y los peones, vieron que el nene había pasado la noche entera abrazado a un chancho todo podrido.   

Ese niño podría haber sido él, quién dice que no, en la autoficción que es la vida de algunos escritores. Sobre En sueños he llorado (La Página, 2004), el narrador Juan Sasturain señala en su prólogo: «En estos cuentos todo es desmesurado e incuestionable a la vez». Si en el conjunto de cuentos anterior la pulsión era la crueldad, ahora agrega la del sexo. El ánimo lo acerca a Sade, al Loto dorado, porque son historias que alteran lo heternormado en el placer. Habría que leer En sueños he llorado colgando de unas sogas: 

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María Antonieta murió a los treinta y ocho años y tenía senos firmes y largos. El Comité de Salud Pública decidió que cortarle la cabeza a la austríaca era demasiado poco. Por lo tanto ordenó construir una guillotina especial que, además de cortarle la cabeza, le rebanara las dos tetas. El ayudante del verdugo logró robar uno de esos hermosos pechos, luego diremos cómo. El rufián, ya en su casa, metió la teta en un frasco de boca ancha que llenó con rhon. Cada tanto la sacaba para acariciarla al tiempo que decía: «Mi amada, mi reina, mi diosa». Esto era peligrosísimo, porque si lo pescaban lo hubieran guillotinado a él también por aristocratizante. Un día no aguantó más y, en un frenesí amoroso, se la comió. Pero todo esto vino después.  

Vuelvo al asado, a la cadera rota; Laiseca debe entretenerse en la noche eterna contando historias que hacen arder con más fuerza las llamas del infierno, donde se asa carne que proviene de articulaciones rotas que flotan en un muelle negro al amanecer. Esa carne son las páginas que nunca cruzarán fronteras, que solo queda ir a buscar a lo más profundo de la noche.  

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