Hace algunos años subí dos veces con Raúl Goycoolea a hacer un breve taller de escritura a la cárcel de Valparaíso, al final de la ciudad, al final de Playa Ancha, el cerro más grande de este puerto.
En la fila reconocí gente que esperaba para sus visitas. Traían bolsas con alimentos. El sol que entibiaba desaparecía en la entrada al edificio. Había frío. El frío de las iglesias y los colegios y los hospitales. Al entrar me quitaron el celular, y algunas otras cosas las guardaron.
Entre los edificios atravesamos y llegamos a un patio. Fuera de los bloques que contenían las celdas, las palomas caminan por él. Se sabe, en nuestras ciudades no hay palomas blancas. Todos estamos manchados, el asfalto se adhirió a nosotros con sus códigos. Ya no se veía el mar.
Solo allí podría estar la maquinaria del encierro, fuera de todo, negándolo todo. Lo que fue la cárcel anterior, por estar arriba de un lugar central, fue convertida en un mall de la cultura, y cambió su nombre. Una forma de olvidar.
Nuestro fotógrafo hacía visitas semanales en el contexto de algo más grande, sin que le pagaran nada. Él se ganó la aparente confianza del grupo, que a su vez iba a ganar puntos para salir. Así los retrató. Tras el crimen contra Ámbar, vendió unos retratos de Hugo Bustamante y halló varios escritos de él entre sus archivos.
La mayoría eran parte de las escrituras del taller que él daba con otras personas que evitaremos nombrar, para no darles responsabilidad alguna. Eran escritos correctos, hechos para generar una buena impresión. En un espacio así los gendarmes también están dentro de la sala. No creemos que diste mucho en general de muchos talleres literarios dados en contextos similares. Nuestra propia experiencia como talleristas así lo indica. El gendarme es el crítico, el profesor, el otro, la corrección, el miedo. Revelar nuestro yo tiene un precio.
Pero había otra cosa, este documento que reproducimos a continuación. Raúl entregó estos escritos también a la prensa hegemónica, pero no fueron publicados ni analizados por grafólogos como alcanzamos a especular. Y queda preguntarse por el valor de la escritura en estos casos. Suponemos que no les importa.
Importa el crimen. Importa exhibir el rostro del imputado por el delito y el de la menor de edad asesinada. Muchas veces, para acompañar los desayunos y las noches. Para provocar pesadillas útiles a la seguridad. Para mirar por la ventana palomas, gatos, perros y ratas en las veredas de estos tiempos pandémicos.
En un matinal alguien dijo: «No me extrañaría que él, en los once años que estuvo detenido, haya leído también literatura de asesinos en serie». Para la realidad la literatura es una anécdota. Un relleno del matinal sin nombres de autores.
Pero la escritura es material de realidad.
Una cápsula en You Tube de un matinal muestra el escrito que dejó Ámbar en un libro de reclamos, una señal de alerta que nadie atendió. ¿La habrá leído alguien? Digo, cuando servía.
Hoy se celebran cincuenta años de la Unidad Popular y podemos recordar, por ejemplo, los minilibros de Quimantú o los intentos de identidad de la colección de trabajo. Y preguntarnos por ese acto de no leer. Y por la palabra pueblo, porque hay algo que late en el cordón de ollas comunes que alimentan a la gente en los cerros como para caer en lo fácil, que es decir que ya no existe comunidad.
Mientras recibía esta carta, se insertaba la inquietud. Pensaba en la literatura documental y cómo ciertos conceptos se escapan de nuestros límites. Pero solo hoy tendremos esta posibilidad de compartirla. No digitalizaremos esta carta ni este contenido para las redes sociales del suplemento. Si alguien decide hacerlo, es su problema. Así hemos convivido con este documento, como un problema. Frente a eso, el insomnio, el debate. No todos los que componen este suplemento piensan que esto es una buena idea. Desde el día que la portamos entramos en una serie de discusiones respecto a la pertinencia de publicar este documento. Les arrojamos este problema, porque no tenemos solución.
Una de las ideas que se aportó fue la de no estetizar. No inventamos cuentos ni historias. No haremos grafología.
Claro, porque con ese crimen volvió a sonar en almacenes y colectivos la palabra pena de muerte.
Vuelvo a una anotación de arriba. A la realidad no le interesa la literatura, por ende la escritura. ¿Y a la escritura, le interesa la realidad? Sometido a este tipo de documentos, se cae en cuenta de la tremenda zanja que se arma entre la vida y la escritura que hay en los libros. Hace poco leí un texto llamado «La marginalidad no es dominio» de nadie de Enrique Lihn, y aunque algunos podrían creer cierta propiedad, están muy lejos de ella.
Según Raúl, Hugo Bustamante estuvo en esa clase de escritura que subí a hacer. Yo le dije que no lo recordaba, porque claro, no podría hacer clases temiendo. Tenía que respetarlos. Muchos escritores y profesores acompañan procesos educativos y creativos en las cárceles, y a ellos les debemos también mucho respeto.
Recuerdo que bajé de vuelta, y había una calle Joaquín Edwards Bello. No sé si él dejaría pasar algo así.
No somos policías ni jueces.
Nosotros no olvidaremos el nombre de Ámbar aunque estemos en la literatura.
El Estado con sus brazos no pudo hacer nada para detener lo sucedido, pero el Estado somos todos.
Hay una fractura en la sociedad que hace que los crímenes de odio contra la mujer se repitan. Si alguna vez queremos acercarnos a esa hendidura deberemos asomar la mirada al horror. Así lo hizo Carlos Droguett en su momento.
Y la lectura, nada qué ver. Para el especialista de los libros de asesinatos.