Cachivaches

Cachivaches

Diego Riveros

Provincianos Editores

131 páginas

Mi Buenos Aires no es precisamente Buenos Aires, sino una cantera de mano de obra barata y pésimas condiciones de vida llamada Conurbano Bonaerense. Me dijeron que San Bernardo no es precisamente Santiago. Ese es el territorio en el que sucede Cachivaches de Diego Riveros. 

El libro está compuesto por tres narraciones extensas; abre «Proceso de admisión», donde se cuenta el ingreso de un niño al Instituto Nacional. El segundo, «El chofer», narra un episodio trágico, en tercera persona y a dos bandas temporales, centradas en un chofer del Transantiago. El tercero, «Esbozos de mi madre», la primera persona de un hijo menor, la misma voz del primer cuento, habla sobre su madre.

La estructura es muy homogénea durante todo el libro. Las tres avanzan con pequeños bloques más o menos breves que agregan información para completar la línea narrativa. En «El chofer», sí, Riveros introduce una leve variación que radica no en suspender la linealidad temporal, sino en construir dos líneas paralelas, el presente —un recorrido de madrugada hacia la conurbación de Santiago en un bus lleno de borrachos— y algo así como el pasado, donde nos enteramos de la biografía del chofer del bus, muy ligada al protagonista de «Proceso de admisión» y «Esbozos de mi madre».

Pero en el plano del lenguaje el libro padece de una confusión.

Cuando me mudé a la que sí era Buenos Aires, el contacto con mis amigos fue mermando hasta desaparecer. Luego llegaron las rrss y casi toda la comunicación se volvió escrita. Ahí apareció un problema clásico en las narrativas de los bordes. Para hablarme por escrito, mis amigos recurrían a lo que entendían por formas correctas de escribir, se daban cuenta de que escribir y hablar son dos campos separados. Y despojados de herramientas, hacían combinaciones extrañas que asfixiaban su cadencia. Durante mi lectura de Cachivaches, salvo en los momentos que Riveros se concentra en la descripción rigurosa del mundo que escribe, y que son los que generan expectativas positivas por lo que serán sus próximos libros, pensé todo el tiempo en esto.

El escritor, dice Manuel Rojas en algún lugar, trabaja para traducir intenciones de habla y ubicar formas para volverlas literatura. La confianza excesiva en lo lexical es un lugar común. Las palabras son apenas uno de los materiales con los que se construye un texto. Y cuando esto, además, se mezcla con una voz «formal», el ruido es exactamente el mismo al que me refería en el párrafo anterior. Cosas como «combo en la cabeza» pegadas a «inminencia del impacto», palabras en exceso formales como «argüir» en la misma página que «reyes de reciclaje al peo» alejan a un lector que no se maravilla por la territorialidad exigida por el fondo del libro, y que busca oxígeno en un panorama, el de la narrativa, cada vez más idéntico a sí mismo.

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