Cama cofre cuerpo

La muerte anda cerca. La puedo oír. Por las noches se arrastra como milico sudado por las calles de esta ciudad. Pasajes que no le son desconocidos. Rutas que nadie olvidó.

En el octubre reciente, una amiga presenció impactantes confesiones de vecinxs por los recuerdos que traía el levantamiento en San Antonio. El toque de queda, las armas en la cara, el humo pesado que penetra las ropas, la incertidumbre y el regocijo unidos. Llevaba seis meses cesante, tratando de mantener a su hijo y de sostener a sus padres; intentando incluso permanecer estable, a pesar del diagnóstico con el que patologizaron su pena/ira. «No salía nada». Fue a dar cara a lugares que jamás imaginó, buscando una pega. Aunque no pasó tanto tiempo en eso como en la calle. Nunca pensó en lo que se venía. «Florencia, fue como ir a entrenar. Todos los días, a la misma hora. Me preparaba, vestía y organizaba para el enfrentamiento habitual. Llegó gente de todos lados. Había una señora de la edad de mi mamá, con un palo luchando contra los pacos».

Con el tiempo he ido perdiendo la memoria a largo plazo. De niña retenía todos los números de teléfono, sinónimos que mi mamá me daba cocinando, canciones enteras en inglés que escribía tal como sonaban, historias de Mampato o Condorito que releía sin fin. También aprendí Dactilografía. Aunque prefiero decir que aprendí a «escribir al tacto». Hay que memorizar con los dedos el abecedario completo, números y signos de puntuación dispuestos en el teclado. Lo recuerdo porque llegaron dos alumnas de mi mamá a clases particulares. Me invitó y usé por primera vez su máquina de escribir (Olivetti Lettera 35). Practicamos con lo que después entendí eran figuras literarias. Debo haber tenido once.

En ese tiempo la noche me dolía. Me daban miedo ciertos ruidos. Escuchaba la voz del mar mucho más fuerte que ahora. No solo porque vivíamos en la población Orella, que está justo frente al sitio 4 del puerto, sino porque el ruido de las grúas mezclado con sirenas y un silencio abierto como trampa, eran la música de fondo de mis pesadillas. De madrugada, pensaba que el tiempo era la más extraña medida y que ojalá pasara pronto, para no sentir ese nudo sordo que me hacía apretar la mandíbula. La muerte viene de noche. En estas nuevas horas de insomnio intermitentes, he visto mi cuerpo paralizado. Es como si la humedad del día se agolpara toda en mi espalda, bajara por mis muslos y se ramificara por mis pantorrillas; resurgiera como un recuerdo que nos tira de la cuerda más tensa.  A veces lloro. Bailo mucho. De vez en cuando escucho gritos que parecen ser de gatos huyendo. Cambio de posición en el sueño. Pienso que mi bruxismo debe haber empezado en esa época. Me acuerdo de un gran camión aljibe que venía a nuestra calle a repartir agua. Ahí están los barriles de plástico, la aglomeración y el frío. Jamás vi una cena en mi casa y en ninguna otra. Tampoco diarios o revistas políticas. Pero si vi al hijo de una de las señoras que nos cuidaba, invertir sus párpados y caminar a ciegas hacia nosotras (mi hermana y yo), con risa grotesca. Vi a mi abuela multiplicar marraquetas abiertas, tostadas con margarina, mientras la tetera continuaba hirviendo en la estufa. Y cada tarde, para descubrir formas nuevas, mientras se hundía rojo y líquido en el mar. Vi la inundación del mirador 21 de mayo. Militares presidir misas y desfiles. La calle abrirse en grietas mientras caminaba, durante el terremoto de marzo.

La muerte anda corriendo entre las gatas. Llama un amigo con quien no hablo hace mucho. Recibo su voz como una música nueva. Entonces se acuerda del ’82. Y me pregunta si recuerdo el ’82. Yo me quedo toda tensa, doblada, sorprendida. Porque la primera mitad de esa década es en lo único en lo que no he podido dejar de pensar. Las gatas maúllan a un punto fijo donde no miro. Me acuerdo de las chombas de lana que nos regalaban mis tías. De los 5 pesos diarios y gigantes que mi padre depositaba en mi mano, para dulces. Hay cometas dibujados en las paredes que nunca pasaron. De nuevo jugamos con piedras y escuchamos en la casa la palabra recesión. Salgo a comprar y paso por la esquina de CEMA Chile. Ahí está el milico flaco al que con mi hermana le regalamos flores y le preguntamos el nombre. Pero ahora está viejo y silenciado. El lugar ha sido quemado, saqueado. Las flores se desvanecen en su mano. La muerte desaparece las flores.

La muerte nos guarda puesto en la fila del pan. ¿Cuántos niñxs se habrán quedado sin desayuno, almuerzo y once por el cierre de la escuela? «El tiempo también se muere» escribió una amiga el otro día. Averiguo el trasfondo de la crisis de entonces: sobreendeudamiento que devino en quiebras, desempleo, protestas, reactivación de sindicatos y brutal represión. La muerte avanza como la neblina o la mentira. Jamás olvidaría lo que es habitar un cuarto como a un mundo. ¿Qué estarán tramando los mismos que ayer intervinieron los bancos y hoy dan los reportes de muertos? La muerte no es capaz de vivir con menos. Ellxs tampoco. El fuego ilumina el incendio. Mi amiga cree que la única sabiduría es desaprender. Ahora puedo subsistir ocupando solo una habitación de cualquier casa y hacer de ella mi hogar comedor. Isla escritorio de cultivo. Centro de la fiesta-pista de baile que se vacía. Cocina de texturas y deseos. Cama cofre cinerario de cuerpos, que desde hace unos cuantos meses se tienden por las noches y hacen de la memoria corporal una experiencia colectiva sin saberlo.    

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