Castañas calientes

Un sentido adiós al bar Venezia da la Santa Patrona, recordando sus pasos terrenales por Santiago, dando la cara a lo que sucede en las calles de varios lugares del país.

En la fotografía que circula en las redes ya derribaron el techo y los muros interiores, levantaron el piso, los vidrios… Lo único que permanece intacto es el letrero del restaurante VENEZIA en la fachada sobre la cortina de metal. Resulta un misterio que las letras blancas del nombre no se enchuecaran con la demolición. Me pregunto si las sacaron y volvieron a poner o las armaron en forma digital. No deja de ser espeluznante el contraste entre la desaparición del lugar material y la persistencia de esas letras blanqueadas por la CCU que datan de cuando el barrio Bellavista tuvo un boom de shoperías auspiciadas por esa empresa.

Me sorprende que a nadie le parezca sospechosa la imagen, que las personas que comentan la foto en feisbuk no se pregunten cuál es la intención de mantener intacto el nombre. Encuentro en la web una segunda fotografía, menos visitada que la anterior, donde las ruinas tienen una mayor presencia, incluso hay una grúa, y un cartel de tela nuevo donde se lee: Próxima Inauguración restaurante Venezia Comida típica chilena.

Al cartel le falta la nueva dirección del restaurante. Entiendo que no está ahí para avisarle a las clientas y clientes dónde podremos encontrar al nuevo Venezia. Si hubiesen querido mantener nuestra fidelidad, habrían colocado una fotografía linda de la fachada o de los comedores llenos de historia. Eso nos provocaría una catarata de recuerdos, reafirmaría nuestra lealtad eterna para con el restorán. En cambio, las dos imágenes que subieron a las redes parecen obra de un despechado que busca venganza. ¿A quiénes les afecta más la imagen de este crimen? Sin duda a los y las que durante años frecuentamos el Venezia, que íbamos a tomar y, cuando había plata, a comer junto a los viejos matrimonios del barrio, las parejas de amantes que salían del motel parejero en la otra cuadra, personas solas…

El actual dueño, que llamó a la empresa de demoliciones, es un integrante de la familia que en 1955 abrió este local como picada y bar de barrio. No entiendo por qué quiere causarnos tristeza y melancolía; pesimismo y temor ante una época, la nuestra, que se demuele. 

A menos que se esté vengando de que hayamos dejado solo al restaurante. Sabemos lo que ocurre en Bellavista. Los que no saben, se hacen los lesos. Para ellos, el integrante de la familia es categórico: «Nunca ha parado de haber manifestaciones en la zona, incluso con las cuarentenas y toques de queda, pero nada le hizo más daño a este negocio familiar que el microtráfico. Desde hace dos años que se tomaron el barrio, comenzaron a desaparecer los clientes. Podías ver entre diez a doce tipos voceando la cocaína en la calle. Ahora con el levantamiento de las restricciones fueron los primeros en volver».

El integrante de la familia nos apunta con el dedo: las clientas desaparecimos.

La mayoría de quienes escriben comentarios nostalgiosos o rasgan vestiduras por la demolición injusta del Venezia llevan años sin poner un pie en el restaurante y en el barrio.

Las últimas veces que atravesé esas tres cuadras de vendedores ambulantes, pilas hediondas de cajones de cerveza y nauseabundas frituras; grupos y grupos cruzando el puente decididos a divertirse a como dé lugar, me quise ir. El Venezia, casi vacío, estaba caro, la comida mala y había más ratones y cucarachas que comensales. La remozada que le pegaron cuando se creyó que el barrio iba a tirar para arriba de la mano de los restaurantes caros, se retorcía de asco.

Fue un proceso largo, lento, y a la vista.

Aparecían como si nada locales con cerveza y papas fritas. Cuevas frías e incómodas con luz azul. Algo empezó a ocurrir con la diversión que se hicieron más y más necesarios los traficantes. Por ese tiempo vivía en la calle Loreto, por las noches los vecinos íbamos de bar en bar a lo largo de toda la cuadra, intercambiábamos saludos, ayudas, teníamos nuestro propio loco, el Colo-Colo, los bohemios del local de las llaves, la solterona de la lavandería, también un dealer. Nunca tuvimos miedo de caminar por ahí de madrugada.

La cantidad de personas que durante todos estos años bajaban de las micros o el metro para ir a divertirse a Bellavista excede lo que un barrio puede recibir. Estaba a la vista de todas. Con cada vecino que salía arrancando, surgía una cueva más. Me acuerdo de un singular personaje que presidía una de las juntas de vecinos, tenían una pizarra o algo así donde llamaban a reunión y ponían las actas del día. Estaban decididos a mantener el barrio para los vecinos. También los corrieron. Cuando abrieron el patio de comidas en la primera cuadra, supimos que en unos años la única manera de estar allí sería dentro de un muro resguardado por guardias privados. Hace casi cuarenta años, cuando viajé por América del Sur y Central, vi cómo la clase alta abandonaba las capitales, con sus barrios bohemios, y se parapetaban en las zonas más altas o en suburbios. Nada se nos ocultó. Estuvo siempre a la vista. Las crónicas de la prensa y la televisión pasaron alternativamente de la página policial, a la revista del sábado, al wiken, a temas de sociedad. Lo sabía la municipalidad, el gobierno, la policía, las inmobiliarias, las urbanistas, políticos, empresarios gastronómicos, controladores de la universidad, los y las artistas, escritoras, editores, que hoy lamentan la desaparición del Venezia.

Ya antes de la pandemia caminar por el barrio era desalentador. Las torres, los lofts, los edificios comerciales, que iban a traer progreso y gentrificación, están cercados por la basura, los traficantes, los y las drogadictas que viven en el Mapocho, protegidos de la delincuencia del exterior por muros interiores fatigados prematuramente. No pueden irse, nadie les compraría la promesa de progreso. Todos los días asaltan locales, personas, autos, cualquier cosa. Tampoco hay policías que cuiden a las personas. En las calles no hay carabineros. Un amigo me cuenta que después de la forma en la que reprimieron las protestas del 2011 tienen miedo de salir, la solución fue abandonar las calles. Todas vemos que no hay policías y se vive como si los hubiera, el gobierno habla de la seguridad como si estuvieran en cada esquina. La municipalidad: ciega, sorda y muda.

Incluso con todas estas explicaciones, es imposible entender lo que ocurre.

Hace unos días vi La ciudad de la esperanza de John Sayles. En un barrio que podría ser Bellavista, el alcalde quiere echar a los afroamericanos de los departamentos baratos y construir torres. Hay un solo concejal afroamericano. Nadie le da bola, ni siquiera los suyos. Él se queja, se deprime. Antes de ir a una asamblea para discutir las expulsiones, consulta con un exalcalde afroamericano. El otro está jugando al golf y le cuenta que no pudo ir a la reelección porque lo chantajearon con actuaciones reprobables de su propio equipo. En el campo de golf es el único afroamericano. Le da un consejo. Los y las vecinas no necesitan un concejal sino un líder. En la siguiente escena el concejal tiene sexo con su pareja, gozan. Algo ocurre. Mientras el alcalde se reúne con la comunidad blanca para anunciar los planes de construcción del nuevo barrio, el concejal se para delante de los suyos y le pide que lo sigan; cruza la puerta, las calles, el ayuntamiento, entran a la reunión de los blancos, la interrumpen. Venimos a hablar.

Quizá es lo que esperó de nosotros el integrante de la familia que en 1955 abrió el Venezia. Que no abandonemos, como la policía, como el Estado, como los políticos, lo que nos hace sentirnos vivos.

Me pregunto qué se va a escribir de este abandono. Cruzo los dedos para que no sean narconovelas o lamentos melancólicos de un mundo ido. La imagen que me aparece es la de las castañas al fuego. Siendo la forma más rica de comerlas, requiere una destreza mayor. Hay que sacarlas del fuego cuando están calientes y no quemarse. Eso no es todo. También hay que pelarlas calientes, ya que frías no son tan ricas. La técnica consiste en hacerlas saltar de una mano a la otra, se enfrían y el contacto con la piel es efímero, aunque suficiente para ir lentamente sacándoles la piel. Pasa lo mismo con la literatura, si la desaparición del Venezia por el microtráfico se nos queda demasiado tiempo en la mano, nos carbonizamos. Si en cambio la pasamos a la otra mano, aparecen las clientas que abandonaron el barrio, si la tiramos nuevamente, el Estado, nuevamente, la fatiga, y así, cuando se agota lo obvio, surgen imágenes, retazos que no hubiésemos visto si ponemos la castaña en un plato y la pelamos cuando está fría. Como por otro lado es imposible profundizar en todo lo visible, resulta más apasionante pensar en lo que queda en el aire cada vez que la castaña se posa en nuestra mano, eso que no tiene forma o explicación.

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