Cenizas del pueblo nuevo

A partir de un mensaje del editor, lo que iba a ser una caminata dominical permitida, se convierte en la búsqueda de algo qué contar. ¿Y quién se aparece de la nada? Heidegger, con su texto Construir, habitar, pensar. El lunes todavía no me decido a releerlo. Le escribo en cambio a Premat. Hace meses que no nos comunicamos. En este lapso comenzó los trámites para jubilarse de la universidad en París. A pesar de eso, no deja de estar ahí para las preguntas. Impresionante, me contesta: estoy revisando el textito de presentación del coloquio para la publicación de Mapocho, pensando agregarle cosas, y acababa de escribir tu nombre cuando llegó el mensajito.

     La casualidad de que estuviera escribiendo mi nombre y le llegara mi mensaje se aparece como un paso, como ciertas tranqueras abiertas en la ruta. En teoría cualquiera podría entrar, pero lo hacen solo los que tienen un acuerdo. Antes de que caiga la noche alguien a caballo, en moto o auto, recorre esos quinientos o a veces mil metros con el propósito de cerrarla, como si sospecharan que en la noche los acuerdos no rigen.

En algunos de estos campos han talado la añosa alameda que protegía del sol, del viento y hasta de la lluvia, el camino de quien abría y cerraba el portón. Como resulta imposible extraer a estos gigantes de raíz, los muñones exponen la miseria del que hizo la ecuación. En la escuela me fascinaba resolver ecuaciones. Cinco minutos antes de que terminara la clase, el profesor de matemáticas escribía una de gran dificultad en el pizarrón y prometía un punto en la nota a quien la resolviera. Era un hombre cruel, gozaba burlándose de un estudiante semiciego; y codicioso, como supimos después, tenía la concesión de los dos quioscos del patio y aun así consiguió que la Municipalidad le prohibiera al heladero poner su carrito del lado de afuera.

     No hay ecuación entre las ganancias obtenidas por la venta de la alameda y por los cinco metros liberados para plantar más soja, y la belleza que siente quien la plantó y que hace más llevadero el trabajo del peón. La solución llega por el lado de la técnica, en esos campos, la tranquera se mantiene cerrada. Como Premat deja la suya abierta en el día, me atrevo a contarle que voy a intentar leer a Heidegger. “Mientras tanto yo leo en Borges: La música es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. Quizás Heidegger algo tenga que ver con eso”.

     El pueblo nuevo por el que paseé el domingo es una incógnita. Recién el año pasado después de que instalaron luminarias y medidores, los propietarios empezaron a cavar las piscinas. La casa, los cuartos, la galería, el jardín, el cerco vivo y el de malla, parecen haber surgido de las necesidades de la piscina. La mayoría tiene casa en una pequeña y silenciosa ciudad a doce kilómetros de aquí y obedecen al mandato de cierta burguesía de provincia de construir la casa de fin de semana, aunque sea a la vuelta de la esquina. Recuerdo que un dentista de esa pequeña ciudad me contó que su padre, él y su hija compartían la misma profesión. Asombrado por haber tardado tanto en resolver una ecuación aparentemente sencilla, exclamó: Qué mandato. En mis paseos por el pueblo nuevo pienso que voy a encontrármelo.

     Me atrevo a pensar que en Construir, habitar, pensar, Heidegger avanza sobre la base de dos movimientos; uno lo lleva hacia el origen del nombre, el otro lo tantea con las manos, a la manera de una ciega, los nombres que giran alrededor. Al regresar de su caminata, en vez de vaciar sus bolsillos de piedritas, ramas, piñas, deposita junto al habitar que lo hizo salir, el cuidado que lo hizo volver.

     En el pueblo hay dos lugares que reúnen a los hombres; en el club y en la casa taller de Chape. Él arregla cualquier desperfecto mecánico, desde una lavadora a un camión con acoplado. En la franja de tierra, separada de la ruta por una acequia, puede haber un catre, un tocón de árbol que falta hachar, la carrocería de un auto… cualquier apoyo sirve para escuchar las historias que intercambian. Siendo tan distinto a los salones que aparecen en la historia de la literatura, el frente de la casa de Chape es, sin duda, un salón literario. Recuerdo el primer relato que le oí; parchaba el neumático trasero de mi moto; habiendo trabajado en el campo desde niño, ninguno de sus patrones le aportó a la previsión. Imposibilitado de trabajar por estar enfermo del corazón (no dice un infarto, un by pass), apareció una mujer que se interesó en ayudarlo. En vez de una varita mágica, esta hada madrina se valió de un contacto partidario en el Ministerio y, con una celeridad impensable en la burocracia, lo llamaron en un par de semanas para que fuera a cobrar una suma millonaria. El relato terminaba con el campesino enfermo del corazón viviendo como un príncipe.

 No dudo de que hay partes reales, solo que, para contarlas, Chape tuvo que echar mano a una estructura y la única que más o menos aprendió en la escuela fue la fábula. El auditorio, que se junta siempre alrededor de un desperfecto, fue a la escuela con él, y les resulta creíble que pasemos por el mundo como huéspedes de una historia ya contada. En El texto, tierra de nuestro hogar, George Steiner dice algo así como que el sentido del pueblo judío es cumplir al pie de la letra lo que está en Las Escrituras. Primero el libro, luego la vida realiza el libro. Este pueblo fungiría como un tenedor del libro, manteniendo los registros financieros, escribiendo los asientos necesarios al buen orden y claridad de las operaciones.   

     En su inclasificable Quebrada la cordillera en andas, Guadalupe Santa Cruz (1952-2015), trabaja con materiales que recolectó en sus viajes a las quebradas de la pre cordillera del norte de Chile. Este libro exhaustivo del habitar de este país no ha sido habitado, carece de un lugar o de valor en la literatura nacional. Llama la atención que un libro vanguardista no esté en la vanguardia sino en la cola. Habría que preguntarle a los intermediarios que hacen pasar las otras formas a la elite. En países clasistas, con una elite tan conservadora, estos intermediarios —que seguro estudiaron para tenedores— hacen posible que estas otras formas pasen el filtro del buen gusto burgués y algunas veces, además de la visibilidad, consiguen dinero para las o los escritores. El lugar del intermediario es tan veleidoso que, para salvar su papel, prefieren hacer visible a una escritora vanguardista extranjera antes que a alguien como Santa Cruz.   

     Hay otro libro olvidado. Se trata de Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX presentadas en la autobiografía del indígena Pascual Coña. Un misionero alemán (el que escribe) y el lonco Pascual Coña (que dicta) emprenden, a la manera de un Antiguo Testamento, la tarea de poner por escrito los nombres de todas las cosas que habitan el territorio a mediados del siglo XIX. Es una tarea contra reloj por cuanto la chilenidad ya ha comenzado a borrarlos. Ciento cincuenta años después, Guadalupe Santa Cruz sale a buscar las cosas que habitan la parte norte del territorio. Asolado por las mineras y la sequía, escoge las quebradas donde podría haberse acumulado un sustrato. No puede ir, como el lonco Coña, hacia el origen; camina como haría una persona quebrada, tanteando con los brazos, hasta rozar a los y las habitantes fantasmas que retuvieron los nombres del agua. En la resistencia del nombrar, Santa Cruz encuentra una épica: “Postergo el momento de escribir porque no encuentro la palabra con que se abren las montañas, la tengo sellada en la lengua y estoy en un mal paso…”.

     A mi regreso de la caminata por el pueblo nuevo, me detengo frente a una casa. Me llama la atención que el auto tenga todas las puertas, incluso del maletero, abiertas. Se me ocurre que no pudieron entrar a la casa y por eso tuvieron que poner la música a todo volumen en el auto, pero la puerta principal sí está lo está, aunque adentro no parece haber muebles. La mujer y su hija están en la piscina. La madre retira con un largo palo las hojas, los insectos, como si no existiera otra cosa que pudiera hacer en este segundo hogar imaginado. La adolescente en una silla de playa, resignada a estar ahí para aburrirse, mira fijamente un punto que atraviesa a la madre que limpia la piscina. A su edad yo llevaba a la piscina libros que remecían violentamente el agua. Eran segundos angustiosos, las piezas liberadas de las costuras dejaban de encajar. Luego, esos extraños volvían a ser mis padres, la escuela un lugar de formación; la religión, un cobijo; la justicia, una ética, la casa, un hogar.

      El domingo al mediodía donde Chape está únicamente el hijo que se mudó acá con su esposa, después de que los suegros los echaran. Chape ahora anda con la ropa limpia, lo mismo la casa, que luce un florero. El hijo me cuenta que trabaja en el nuevo crematorio de la ciudad en la que viven durante la semana los propietarios del pueblo nuevo. Se entusiasma cuando le pregunto cómo lo hace. Me dice: el horno es cuadrado así que te podemos poner a lo largo, lo primero que se te va a quemar es la parte del medio, porque el fuego entra por arriba, así que te voy a tener que revolver con un palo las piernas y los brazos para que te quemes pareja, un par de veces  con cuidado será suficiente, con tu peso, en una hora y cuarenta minutos quedas lista. Nos despedimos. Yo, hecha cenizas.

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