Cómo escribo un poema: Verónica Jiménez Dotte

Le solicitamos a una de nuestras poetas favoritas que nos relatara, en prosa, cómo escribe.

En el siglo XXVII a. de C. una o varias personas escribieron en tablillas el Poema de Gilgamesh, un personaje muerto siglos antes, pero a quien la oralidad había mantenido vivo. Es uno de los poemas más antiguos que se conoce. Supongamos que es el primero, que fue compuesto por mujeres y que esas mujeres eran prostitutas o taberneras (así lo creen algunos investigadores). Mientras escribían el poema, alguien moldeaba el primer vaso con forma de campana; otro labraba botones de hueso; otro, fraguaba un hacha plana; y, al mismo tiempo, un grupo acordaba construir tumbas individuales (ya no colectivas), para acentuar un concepto de ser humano parecido al que hoy tenemos.

La visión histórica de la poesía nos aparta de ese poema de la Edad de los Metales escrito por gente que probablemente cubría su cuerpo con vestidos confeccionados con pieles y dormía con una piedra por almohada. Se nos dice que cada etapa en la historia de la poesía es una superación de los estadios anteriores, que cada movimiento o escuela rompe con la tradición y crea un arte nuevo. Así y todo, ese poema tallado en arcilla nos golpea con el enigmático carácter atemporal de su primer verso: «Aquel que alcanzó a ver lo profundo». Todos deseamos ver lo profundo. Todos queremos alcanzar a ver.

Moldear, labrar, fraguar, acordar; podemos tomar prestadas de los otros oficios algunas palabras que nos ayuden a comprender cómo es que surge un poema al mismo tiempo que se forja un sinfín de materialidades en torno de quien escribe. La poesía es un arte humilde, que depende de un modo meramente incidental de las condiciones materiales: las diferencias entre una pantalla de computador, una página, una corteza, una tablilla, o los caparazones de tortugas empleadas alguna vez en Oriente, son insignificantes.

Hace mucho que escribo directamente frente a una pantalla. Antes de eso, experimenté el dolor de la máquina de escribir en una Underwood de fierro con teclas cubiertas por pequeños círculos de vidrio. Luego vino una máquina eléctrica que hacía volar las palabras en la página. Me gusta la velocidad. En esa época, copiaba lo que había escrito con lápiz en cuadernos o en hojas sueltas, que desechaba tan pronto eran transcritas. Corregía a mano sobre las letras de imprenta, volvía a tipear y a desechar la versión corregida. Tenía un cesto en el que acumulaba papeles arrugados, rastros visibles de la imperfección que persiste de algún modo después de dar por terminado el poema.

La poesía es un arte humilde y puede prescindir de las sofisticaciones. Se dice que su materia es el lenguaje. Sin embargo, existen la poesía visual y la poesía sonora; por lo tanto, el lenguaje, o más precisamente la lengua, parece no ser la materia, sino el vehículo de la mayor parte de la poesía. En un sentido amplio, la poesía se ocupa de la vida, de la grandeza y la fragilidad humana, y, por ello, somos nosotros mismos y lo que nos rodea su materia.

Cuando escribo, tengo la sensación de estar practicando el primitivo arte de las taberneras, que lo único que me exige es actuar con entereza, mientras intento oír el latido de la piedra sobre la que me reclino. Ese oír, que también es ver, palpar, gustar y oler, es decir, percibir con todo el cuerpo, es una predisposición erótica hacia el poema; no es una cuestión simplemente sensorial o intelectual y no está sujeta solo a la voluntad de escribir, aún cuando los sentidos, la voluntad y el intelecto sean importantes en el proceso de escritura.

Alguien predispuesto hacia el poema es alguien que de pronto prefiere la soledad a la compañía y a quien las actividades cotidianas, incluidas las de dormir y comer, le parecen, por un tiempo acotado, distracciones inoportunas. En tales situaciones, puede suceder que escriba de una vez un poema completo —ocurre como un flujo que arrastra elementos conscientes con otros inconscientes. Otras veces, el poema se apaga a la mitad, y se hace necesario perseguir su sombra, entrar y salir de él hasta enterarlo.

En mi experiencia, a la hora de escribir, las emociones no determinan la naturaleza del poema; he escrito sumida en la tristeza versos que no son tristes, así como he escrito en estado de templanza versos terribles. Tampoco las emociones interfieren en el carácter personal o colectivo de la voz del poema. De lo templado y colectivo surgió, por ejemplo, el verso «Soy el odio derribando las puertas de tu casa». Frecuentemente, el yo de mis poemas es un recurso que me sirve para poetizar encrucijadas que involucran a otras personas. Cederles la voz, nombrarlas, no es tanto un acto de generosidad como uno de audacia, por ir más allá de lo individual, que es para mí lo que importa en poesía.

La originalidad no me parece tan importante como la libertad para trabajar a partir de diferentes registros.

La mayoría de las veces, escribo pensando en que lo hago para tales o cuales personas reales. Me refiero a personas que practican otros oficios, como el que labra botones de hueso o el que modela vasos con forma de campana. Pensar en ellos me ayuda a moverme con cuidado en el vehículo de la lengua. Sé cuáles palabras podrían resultar complejas, pero, al mismo tiempo, reconozco el valor de esas que no pueden intercambiarse por otras y las presento entre otras reconocibles. Si en algo se parece la escritura de un poema con el acto amoroso es en esa búsqueda de precisión. Nos sumimos en el lenguaje buscando decir de otro modo algo que nos moviliza como una pulsión elocuente y queremos que la reciban como un gesto de plenitud y de entrega.

Al escribir, intento que la relación entre forma y contenido sea como la sangre de un amor correspondido. Quiero que el lector reciba un poema que sucede de manera orgánica, y que, al ocurrir, le proporciona un golpe de luz que lo disloca fugazmente del mundo y lo vuelve hacia sí mismo, hacia ese ser abandonado y oscurecido detrás de las obligaciones cotidianas. Creo que la intuición de quien escribe debe salir al encuentro de la intuición que ronda al lector cuando está en silencio y reflexiona, abrumado o contemplativo. Si el poema le parece evocador, sobrecogedor, interesante; si logra conectarlo con la memoria cultural o ardor político; si consigue detonar nuevos significados en su hermeneútica personal (la interpretación que cada cual hace del mundo), entonces el poema está cumplido.

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