Los libros de Overol son de los más reconocibles de nuestra producción independiente, por lo que le pedimos a su diseñadora (y también poeta) que nos ingresara a su taller de trabajo.
En el taller de mi abuelo convivían serruchos, limas, clavos, dos lápices sin pasta atravesados por un tornillo que los transformaba en un compás. Con esa herramienta, que ahora yo conservo, él medía distancias sobre la madera, esbozaba piezas en su cuaderno para luego reparar los muebles de la casa. Mismo instrumento que utilizó Lance Wyman para dibujar las circunferencias del logotipo de los primeros Juegos Olímpicos celebrados en Latinoamérica: «Fue con mis compases que logré encontrar la geometría». Pero antes de concretar la sucesión de círculos, Wyman salió de su taller, recorrió las calles de México y los museos precolombinos para configurar, a mano y junto a un equipo, la identidad gráfica. Tomó el papel y pensó en los eclipses, el op art, en las tardes frente a las esculturas y glifos mayas, conversaciones con quienes vivían en la ciudad y andaban en metro, la música. Él mismo afirma que se interesó en el diseño luego de ver en la televisión a alguien tocar el violonchelo, escuchó cómo creaba melodías y eso lo llevó al oficio.
Aunque el trabajo de mi abuelo era darle una nueva vida a refrigeradores antiguos, en el taller destinó un espacio para guardar su guitarra y aprender a leer partituras. Encerrado y con un cigarro, marcaba el paso de las composiciones de Margot Loyola y blues. Cuando llegó a vivir a San Bernardo, construyó en el último sitio que quedaba disponible una casa con ladrillos fiscales, adobe y paja; modeló el barro junto a los vecinos, cocinaron y almorzaron juntos, y al concluir la jornada se dedicaban a cantar ebrios. En una de las habitaciones recién construidas, él practicaba las escalas musicales y yo dibujaba, junto a la repetición de las notas, líneas parecidas a las pulsaciones. Doblé el papel, le puse dos corchetes y llené las páginas con formas enredadas, nidos de lápiz pasta azul. El libro es un objeto vital, dice Irma Boom, un objeto vivo que comprende contenido y forma, un material: «Construyo libros, como si fueran edificios».
En los paraderos, en la fila, mientras alguien llega, o al esperar durante largas horas recobrar la energía necesaria para emprender una tarea, los cuadrados del block de matemática son una buena plataforma para continuar las siluetas de esos bloques pálidos y proyectar casas de aire, planos de edificaciones que, con mucha dificultad y las correspondientes adaptaciones, tendrían una mínima posibilidad de levantarse fuera de la hoja. Hay juego al alterar las dimensiones, torsiones de sentido: «En un mundo que ya está alienado, lo verdaderamente desalienante aparecerá como algo alienante. O, para decirlo de otra forma: solo lo alienante tiene el poder de desalienar». Tardes completas dedicadas a la improvisación, donde una forma junto a otra generan disonancias, el espacio de tiempo para probar nuevas herramientas, combinaciones, contrastes, sin pensar en un objetivo ni en un punto de llegada. La huella del trazo de quien sale a caminar porque sí.
Y en la ruta: rejas con rombos, líneas paralelas de alambre, plantas, alcantarillas cuadriculadas, cerámicas en el piso y afiches en los muros, rollos de papel de regalo, las vitrinas de Meiggs, las estanterías que organizan por color ovillos de lana o hilos, escaleras, letreros y números en 10 de Julio. Las clases de diseño nos rodean, el taller es permanente y el espacio físico una extensión de lo que se arma en la mirada y en las manos. Al tomar ese material y disponerlo en el archivo, una forma sigue otra forma y conforman patrones organizados sobre una grilla, al modo de un pentagrama. Puede darse por terminada la jornada sin llegar a algo satisfactorio, confiar y dudar en el proceso, retomar después.
Taller es el ramo troncal de diseño. Quienes te enseñan el oficio dicen: haz lo mismo, pero ahora con la mitad. Aprende de las limitaciones. El libro es un volumen; tiene materia, peso, olor, suena. No es plano, despliega tipografías que requieren margen. Hay ríos, manchas, se adapta o desborda en tu mano. Se usa, toca, manipula. Repite formas y encontrarás armonía, como si la imagen sonara y debieras trazar un estribillo pegajoso que permanezca en quien escucha. Menos es más, aunque Thomas Hirschhorn cambió el ‘es’ por una ‘y’. Menos y más escrito a mano en una serie de pancartas de cartón para una instalación llamada Carroza de la igualdad.
Hago dos ejercicios: a partir del título comienzo un patrón de figuras o, a una imagen ya hecha, le adjudico un título; que las formas escojan un nombre. Este no debe ser un resumen del contenido, la imagen tampoco necesariamente tiene que representar el interior. Puede ser una invitación, una lectura divergente, o una combinación de colores que el lector, al verla, entre directo a sus páginas. Dos conversaciones que se encuentran.
«Lo que nos parece tan fascinante en el diseño gráfico es justamente que, en su forma ideal, es un ejemplo perfecto de praxis: una síntesis de teoría y práctica en la cual ambos términos se conforman uno al otro simultáneamente». De la misma manera en que el libro da forma al lector y el lector da forma al libro, «en la verdadera práctica del diseño gráfico, los límites artificiales entre trabajo manual y trabajo intelectual se vienen abajo. Pensar se convierte en una forma de hacer, y hacer se vuelve una forma de pensar», dice Experimental Jet Set en Diseño e ideología, una entrevista archivada en la web del estudio de diseño holandés y que Gato Negro tradujo y tiene disponible online.
La pantalla es plana. El libro, no.
El libro nace de un trabajo colaborativo y de una cadena compuesta por múltiples partes: escritoras y escritores, editoriales, imprentas, distribuidoras, librerías, medios de comunicación, lectores. La mayoría de esas partes inciden al momento de diseñar; presupuestos, factibilidad técnica, contenidos, identidad. Compás: movimiento que hace el cuerpo cuando deja un lugar para ocupar otro. Al enviar los archivos a imprenta, y ver cómo las formas y palabras pasan de una dimensión a otra, resulta fundamental conocer a quienes trabajarán los libros. Quienes realizan las maquetas, cosen, imprimen, mezclan los colores y se enfrentan a las dificultades de ese traspaso. «Los imprenteros no hacemos milagros, para eso está Dios», dice un afiche en prensa, junto a las máquinas, en el sector de los vistos buenos; primer momento en que vemos cómo la portada de un libro sale al papel.
Sabemos que la pantalla distorsiona, da la sensación de que las cosas están más cerca de lo que parecen. Por eso el constante ir y venir de la pantalla al papel, corroborar las proporciones y ajustar el puente entre ambos escenarios. Hay formas que te expulsan. Hay días en que por algún motivo el trabajo se deforma en la memoria, y cuando el ánimo está bajo, las formas se desequilibran o se vuelven más monstruosas de lo que son. Así también las composiciones siguen cambiando en quien mira, se acomodan o desvían su trayecto hacia el olvido.
Al poner en relación las imágenes, ellas no hablan en forma aislada. En esto que dice Didi-Huberman también pienso cuando miro las portadas del catálogo de una editorial, en las asociaciones, distancias y cruces entre un título y otro. Una propuesta coral. La pintura piensa, una portada junto a otra genera un ritmo.