Cuyo
Nuno Ramos
Komorebi Ediciones
Traducción de Pedro Araya R.
66 páginas
Cuyo es un pronombre relativo de posesión, una palabra encerrada entre el poseedor y lo poseído. Dos ejemplos: 1) Nuno Ramos, cuyo libro es un gran aporte para alejarse de proyectos formalmente insustanciales, es un artista visual brasileño. 2) Entusiasman los libros así, que persiguen —y logran— esos momentos en que un idioma se vuelve otro, cuyo origen es tan desconocido como necesario.
Mis arbitrarios ejemplos, al mismo tiempo que encarnan la figura mencionada, enuncian la sensación que me produjo la lectura de este libro —¿De poesía? ¿De ensayo?— muy breve y concentrado —alrededor de treinta páginas que por ser esta una versión bilingüe resulta en un libro de sesenta seis—, escrito en bloques de prosa clara, que sin embargo se escapan, sobre todo en el plano de las ideas y los conceptos, del anclaje inmediato de la primera lectura.
La energía que impulsa el libro es, me parece, la desesperación. A la ya repetida hasta el hartazgo irreconciliación entre palabra y mundo, Ramos le da una vuelta, o mejor dicho, le da la vuelta, porque el libro se inicia precisamente ante la desesperación que le provoca a un artista, que trabaja con materiales concretos, imposibilidades análogas a las del lenguaje en su supuesta derrota ante el mundo de las cosas. El libro, de hecho, inició y puede leerse como las notas que tomó un escultor para poder reducir la experiencia del proceso creativo y, una vez comprendido el camino, alcanzar la realización de una escultura que no reitere una y otra vez lo ya hecho. Tal escultura estará compuesta también por esas notas (literalmente Ramos escribió algunos párrafos de Cuyo en carbón y lo plastificó con brea).
El libro es el libro de un problema, el problema de querer hacer una escultura pero no una escultura más.
«Puse vidrio derretido sobre la brea, lo que daba una forma cóncava al fieltro. El problema era qué hacer con el vidrio ahora, ya que, si prevalecía tendría una escultura de vidrio. Seguramente podría derretirlo de nuevo, o lanzar asfalto frío. Sería necesario, entonces, que los materiales se transformasen unos en otros ininterrumpidamente y, lo que es más difícil, encontrar un nombre para este material proteico, un nombre que tuviese las mismas propiedades».
Pero ese nombre no está fuera del lenguaje ni es necesario inventarlo, ese nombre, si existe, está ahí, en las palabras de uso cotidiano que de tan manoseadas se opacaron, está en esos materiales que son parte de todos los materiales: «Me cansé de arrancarle la piel a las cosas. Es siempre lo mismo: detrás de la madera, la madera, detrás del aceite, el aceite, en el interior del plástico, el plástico. La naturaleza es más repetitiva de lo que nos gustaría admitir — es que somos tan repetitivos como ella: detrás de la ambición, la ambición, en el interior del cansancio, el cansancio mismo».
Este problema de la repetición, que es el problema del límite entre lo uno y lo otro (y, si pensamos en los teléfonos y las computadoras como espejos, también el de lo social en la era de las redes sociales) lo llevan a reflexionar sobre la opacidad y el reflejo: «Si todas las cosas reflejasen como espejos, viviríamos en un mundo de relaciones ininterrumpidas: todo remitiría a todo, como cuando ponemos un espejo frente a otro (pero, ¡qué monótono sería!). La identidad de un objeto depende primero que nada de su opacidad».
La opacidad en Cuyo se juega en lo conceptual. Cuando el concepto no aparece como un sostén de una obra mediante un abanico terminológico sino como la carne del problema de estar «Ciegos ahora de lo que verán después», claramente se está ante un buen libro. Y lo estamos.