Por Cynthia Rimsky
Tengo permiso para ir sola hasta la esquina siempre que no cruce la calle. De este lado hay dos pasajes con salida. Me gusta desaparecer por el primero, sin cruzar tomo el segundo y reaparezco en el lado permitido. Aunque no transgredo la ley, la posibilidad de interpretar la ley a los diez años resulta inquietante. Tal vez por eso, en el recuerdo los pasajes parecen extraordinariamente anchos, silenciosos, las casas separadas entre sí, y la calle del fondo, solitaria.
Un día mi padre, en solemne ceremonia, me acompaña a la entrada del pasaje, espera a que cruce la calle y se queda con los ojos puestos en esa hija que parte sola al mundo.
El otro lado me parece desolado,. la vereda está levantada en varias partes, los pilares resquebrajados, el pasto seco, una casa en obra sin albañiles, otra con los postigos caídos. Con cada puerta que paso tengo la sensación de que somos unos desconocidos.
Yo tengo once, doce. Ella, catorce o quince.
En la casa DFL2 hay dos entradas, la principal y la cocina. Por un desliz arquitectónico, el minúsculo hall conecta con el living comedor y también con el cuarto de la empleada. Nos acostumbramos a entrar a la casa por la cocina.
En el pasillo me enfrento con la primera puerta plegable de palitos. Se ha extraviado la llave y eso me permite pasar al living. En los viajes que haré más adelante, ningún camino me presentará tantas encrucijadas como el que lleva de mi dormitorio al final del pasillo al cuarto de ella en el vestíbulo de entrada. Hay un armario, también cerrado con llave. En un lado guardan los alimentos no perecibles. En el otro, los restos de la loza pintada a mano, la cristalería, la cuchillería Cristofle bañada en plata, una pastora, un pájaro, un jarrón de porcelana francés, objetos heredados o traídos de viajes al extranjero que tienen un valor incalculable. Después viene el mueble bar que mantienen con llave por miedo a que ella se levante en la noche a tomarse el coñac Napoleón y lo rellene con colorante. La segunda puerta plegadiza. Cuando al fin recalo en su cuarto, ella tiene reservados para mi espalda dos cojines hechos de retazos. Me saco los zapatos y me tiro en su cama. Ella me envuelve los pies con una manta. Aunque no le está permitido cerrar su puerta, tomé la precaución de correr las dos plegables. Aun así, hablamos en voz baja. Si pudiera recordar nuestras conversaciones. En los tres estantes arriba de la cama ella guarda sus valores incalculables, aunque los conozco de memoria, me gusta que me cuente cómo la cajita de loza, cuándo la foto del sur, qué la Corín Tellado, dónde la medallita de la virgen. La única ventana mira hacia una bodega techada que le tapa la luz del sol. Lo roto, lo inservible, lo viejo, es su horizonte.
A la hora de haber llegado escuchamos voces pidiendo que vuelva, mandan a mi hermano chico… hasta mi padre aparece con la excusa de que mi madre me necesita del otro lado. No entiendo los motivos por los cuales mi visita a este lado de la casa les causa inquietud. A mi regreso no me salvo del interrogatorio: ¿le viste la toalla verde que falta?, ¿te contó si se peleó con la mamá?, ¿los domingos se junta con hombres?
En este breve trayecto aprendo todo lo que sé sobre la lealtad y la traición.
No es fácil sacarla de la oscuridad. Las cuerdas que le arrojo, hechas con las ficciones que devoro en mi cama, no son efectivas. Me pregunto cómo habré leído esas novelas por las noches, con la experiencia fresca de su cuarto, y al revés, qué contrabandeé de mis lecturas. Ella asiente para tranquilizarme. No la convenzo. En algún momento de la tarde, generalmente al ocaso, la pregunta se cuela en el cuarto oscuro. Yo odio que la explicite, me pongo a llorar.
—Dime, me pregunta, acaso no soy humana como ellos.
A fuerza de ampliar el mapa de google encuentro unas líneas que la mayoría de las veces se cortan, son las entradas a los campos. Otras igual de finas parecen desintegrarse y se engarzan con otras igual de fantasmales que llegan a un nombre. Espora, Heavy, Gouin. Las guardo en el celular y parto. No contemplo que la señal de internet es tan esporádica como los caminos. Escribo la ruta en un cuaderno: al primer cruce a la izquierda, pasar tres y doblar por el cuarto. No contemplo que en lo real hay caminos que no existen en lo virtual. La única manera de guiarme es perderme.
La vuelvo a ver cuando ella tiene 30 años. Se ha casado con un hombre bueno y trabajador que conoció de niña en el sur. La puerta de calle da a un patio lleno de arrendatarios. Son dos cuartos. En el piso tiene la alfombra amarilla que mi madre mandó a quitar del DFL2, las cortinas de gasa percudidas de mi abuela, la botella de coñac Napoleón rellena con colorante, la toalla verde.
El joven conductor me abre la puerta del auto. La vieja que va de copiloto me pregunta sorprendida dónde voy. La jovencita en el asiento de atrás se les parece. Hablan con un acento raro. Me preguntan si soy profesora, criticamos los arreglos que le roban al camino, la vieja me pregunta cuál era mi creencia, le digo que ninguna. Los hermanos tienen la piel aceitunada, ojos redondos, oscuros, con las pestañas tupidas, él compra y vende autos.
Cuando me dispongo a bajar, la vieja me pregunta de dónde soy. No puede ser, grita tomándose la cabeza. Por qué no me dijiste antes. Ella también es chilena, me explica la nieta. Me fui hace cincuenta años de Chile, querían que me casara con un gitano que no me gustaba y me vine para acá. Por qué no me dijiste antes, hubiésemos conversado sobre Chile, me reta. Qué lástima, mi abuela es gitana y siempre recuerda Chile, dice el joven conductor. A la vuelta de la consulta de mi padre vivía un grupo grande de gitanos a la manera tradicional, con cojines y alfombras. La vieja no puede creerlo. La calle Picarte, le repite a sus nietos. El joven, que durante el viaje omitió su origen, reconoce con orgullo: yo también soy gitano. Chile, grita la vieja, chicha y vino.
En el centro de Santiago ya no existe el café Paula o el Santos, nos metemos a una de esas cadenas que imitan una tradición. Para no perderse clientes con el frío mantienen la puerta abierta. Ella debe tener 40 años o más, pide café helado con crema y torta con crema. Es más grasa que leche. Su hijo ya estudia en la universidad, vive con el padre en una casa que aspiran a comprar. Le pregunto cuándo va a dejar su trabajo puertas adentro para vivir con ellos. Después de que mi hijo se gradúe.
Manejo como una hora en moto por la ruta interior número 26, estando medio perdida y, como no pasa ningún auto, paso la tranquera de un campo. Un tipo que anda recorriendo parcelas en una camioneta me dice qué dirección tomar. Me lo vuelvo a encontrar varios kilómetros después. Señora, usted sigue perdida, exclama. Después de otra hora, llego a Espora: cuatro casas. Golpeo una puerta. Aparece una señora que me da el vaso con agua más fría que he tomado en mi vida.
En uno de los pueblos por los que paso a la vuelta golpeo la puerta cerrada de una carnicería. El cartelito avisa que está abierto. Atiende una mujer mayor con delantal. Hay una banca para charlar con les clientes, me siento y conversamos. Durante cuarenta años trabajó en la escuela que está a una cuadra de allí, por la vereda opuesta. Hacía el desayuno, el almuerzo, limpiaba, ordenaba. Ahora hay tres niñas que hacen el trabajo que hacía yo sola. Su voz se quiebra. Pienso que la desalienta ver a la distancia cómo la explotaban. Sabe, me da tanta pena haber dejado de trabajar en mi escuela que desde que me jubilaron, no puedo cruzar la vereda sin que se me encoja el corazón.
La tercera vez ella me invita a su casa propia. Mi padre ha muerto y recibí como herencia la vajilla Cristofle. Al abrir el baúl me encontré con que el baño de plata se desvaneció, no vale nada. Desde que me bajo de la micro me sorprenden las rejas, en las casas, en los pasajes. Alrededor de su sitio hay un muro de ladrillos de más de dos metros de altura. Le pregunto si roban. No tanto. Todos los gobiernos son iguales, agrega, nadie hace nada por uno, solo tu propio esfuerzo.
A su casa propia viene solo los domingos, le toca limpiar, ordenar, cocinar. Desde la puerta de la cocina (la principal está en obra) veo las cosas. Como ya no hay lugar donde colocarlas, quitan el espacio destinado para vivir. El esposo con un sillón y un banquito donde poner los pies frente al plasma. El hijo, una silla ergonómica, un escritorio, una computadora, una lámpara. Alfombras, cortinas, plumones, cubrecamas, bicicleta fija. En la mesa para la once dispone la cafetera, el hervidor, la tetera, el coladorcito para el té, el mantel con encaje, un juego de vajilla china, servilleteros, posa cubiertos, panera, pañito, platitos, loza pintada a mano, copas de vidrio para el agua, azucarero, mermeladera, mantequillera, quesera, pastorcitas, pájaros de loza, botellas de licor, mesitas imitación lacado, espejos, jarrones, flores artificiales. Al fin es humana.