La Santa Patrona desciende de su altar campesino y propone acciones revolucionarias para obtener justicia para la única sección de la cadena del libro que es literatura: el manuscrito.
He subido empinadas fortalezas, robustos castillos, ciudades amuralladas en lo alto de colinas o montañas que a simple vista parecían inexpugnables, aunque las partes reconstruidas para el turismo dan cuenta de que una construcción humana nunca es infalible. No ocurre lo mismo con cifras tan pequeñas, que aparentemente no representan amenaza, y se transforman en bastiones imposibles de horadar; me refiero al diez por ciento de los derechos de autor.
Me obsesiona la vigencia de este número. En la sociedad de la obsolescencia programada, el diez por ciento que reciben las y los escritores por sus libros es lo único que no caduca, jamás se queja, no se resquebraja. Es peor después de que aumentaron el impuesto que pagan los independientes por boleta de honorarios. El 12,26% dejó al derecho de autor como la única cifra universal invariable. Me pregunto por qué, si cambió la Negrita, el Super 8, el paisaje, la cordillera, la ciudad, los juegos de la infancia, los programas de televisión, las modas, la tecnología, el diez por ciento del derecho de autor sigue ahí, firme, como un soldado.
Las ocasiones en las que alguien decide avivar la cueca, la escaramuza se apaga con la amenaza de que cualquier alteración podría llevar a que la literatura desaparezca, como si fuese algo superior en pos de lo cual las personas involucradas dejan a un lado sus diferencias para rendirle pleitesía.
Es loable que los y las propietarias de las editoriales se sacrifiquen en un negocio tan «poco» rentable. Igualmente, las editoras, los diseñadores, las correctoras, los secretarios, las contadoras, gerentes, personal del aseo, periodistas… podrían estar ganando mejores sueldos en una fábrica de cecinas y persisten con generosidad en el campo literario. Aunque estoy segura de que, en los últimos cincuenta años, sus salarios aumentaron, en cambio, las y los escritores siguen recibiendo el diez por ciento, incluso algunas editoriales no lo calculan a partir del precio final del ejemplar vendido ¡y descuentan el IVA! (No me referiré aquí a las que no pagan nada).
Hace unos días buscaba con una amiga editora un restorán para almorzar en Palermo. La mujer tuvo la delicadeza de pasar de largo por todos los establecimientos que no entraban en mi bolsillo. La extensa caminata nos llevó a conversar sobre salarios. Me explicó con paciencia que los números no dan para darle más dinero a los escritores. Le hice ver que entonces algo anda mal si una editorial paga sueldos, salud, previsión a sus trabajadoras, y no a su materia prima esencial.
La literatura parece ser el único oficio que produce un bien (el manuscrito) que no tiene valor de cambio. En el mejor de los casos una escritora o escritor tarda dos años en un libro más seis meses de edición. Eso significa al menos tres reescrituras (en mi caso he llegado a las veinte versiones). Tomemos como base el sueldo mínimo, trescientos cincuenta mil pesos. El valor mínimo de un manuscrito sería de diez millones quinientos mil pesos.
Una escritora o escritor no solo está lejos de recibir ese valor, sino que debe conseguir mucho más para costear sus gastos durante los treinta meses que dedicó a escribir un libro que se convertirá en el título de una editorial.
Se ha estatuido que las editoriales no tienen fondos para pagar esa cifra. No los tienen las trasnacionales que cotizan en la Bolsa y tampoco las alternativas que ganan fondos estatales. Y si en vez de dejar cómodamente las cosas como están, hiciéramos el ejercicio de pensar que la industria es un error, pues se asienta sobre el no pago del manuscrito.
Las editoriales no son las únicas que viven de este manuscrito no pago o gratuito, también los académicos obtienen fondos para investigar, viajar, comprar libros, a partir del estudio de manuscritos que no están pagos. Estos fondos son cuantiosos y prolongados, si se los compara con las becas a escritoras, y tienen menos restricciones. El sistema no sospecha que el académico se va a gastar la plata en vino o que va a dormir la mona en vez de escribir, en circunstancias que de tres académicos que conozco, dos pasaron lejos el plazo para entregar su tesis. Si lo hace un escritor…. las penas del infierno. Hay más. El libro de una escritora tiene diez, veinte, cien veces más lectoras que un paper académico. Usando los anticuados términos del Fondo del Libro, genera muchísimo más impacto social, sin embargo, el dinero se lo llevan les académicos. Los escritores y escritoras se ven obligados a postular a un magister, doctorado, post doc, con la esperanza de tener fondos para escribir sus manuscritos. Si llegan a obtenerlos, no les queda tiempo para escribir literatura.
¡Es el único oficio en el que las personas que se dedican a él tienen que vivir de otro! El problema de las escritoras no es la inspiración, el estilo, sino en qué pueden trabajar. La universidad está vedada si no se tiene una carrera académica; los periódicos, donde se forjaron generaciones de escritoras, ya no los contratan. La publicidad, tampoco…
A diferencia de otros oficios, la literatura no tiene parámetros objetivos que puedan medir, reglamentar la creación. Cómo se determina el tiempo de la escritura literaria. Pasar todas las mañanas delante del computador o de un cuaderno no significa que obtendrás un número correspondiente de páginas escritas. Al parecer la literatura no se puede cuantificar, productivizar, esclavizar. ¿Será por eso que se castiga a las escritoras con la inopia? ¿Será por eso que nos hacen escribir, sin dinero, jubilación y salud? ¿Esperan así obtener mejores manuscritos para el negocio?
Más perverso es que los y las escritoras se nieguen a dar la batalla por estos temas «triviales». Da la impresión que debatir y luchar por sus condiciones materiales los baja de un pedestal imaginario. La inopia se convierte en una situación personal, íntima, que depende exclusivamente de si tienes talento, suerte, contactos, si sabes moverte.
Las becas que entrega el Fondo del Libro acentúan la perversión. Alcanzan para vivir quizás seis meses. ¿Y los restantes? No es posible rechazar ningún trabajo porque mañana podríamos volver a la inestabilidad. Así que tampoco es un tiempo para escribir con tranquilidad. Hago el ejercicio de revisar los nombres de quienes se ganan la beca de creación. Un año, dos, tres años después reviso los libros publicados por las editoriales y ni el diez por ciento de los que ganaron la beca, corresponden.
Hubo un año en que la culpa se la atribuyeron al reducido mercado nacional. El Ministerio de Cultura se propuso internacionalizar la literatura chilena. Viajaron escritores, sobre todo editores. Las escritoras publicadas en el exterior son el resultado de sus propias gestiones. Del Plan del Ministerio quedan las fotos de los carretes, los paseos.
Los escritores y escritoras continuamos recibiendo el diez por ciento.
He estado pensando. Puede parecer suicida, pero no se me ocurre más. Dejemos de entregar manuscritos a las editoriales. En vez de un libro al año, o cada dos o tres, entreguemos un manuscrito cada cinco o diez años. O no entreguemos ninguno. Que la industria no tenga literatura que ofrecer al mercado, que les editores abran su computador y lo encuentren vacío, que las y los lectores ya no tengan que elegir entre miles de libros y las librerías no necesiten alquilar bodegas para guardarlos. En ese lapso pensemos todos y todas seriamente en cuál es el valor de lo que hacemos.