Dos gotas de lafken sobre las hojas

Fotografía por Álvaro de la Fuente

Roxana Miranda Rupailaf y Kütral Vargas Huaiquimilla nos hablan de sus inicios en la literatura, de cómo es escribir en el sur de Chile y de la escritura como la reconfiguración de la historia.

Roxana Miranda Rupailaf

Meciéndose por las olas que produce la luna, llenísima, en el evento central del festival de poesía de la ciudad, Roxana Miranda Rupailaf —Tentaciones de Eva (2003), Seducción de los venenos (2008), Shumpall (2011 y 2018), Kopuke filu-serpientes de Agua (2017), y Trewa Ko (2018)—, lee un poema que tiene a su cuerpo como eje. El mareo que a veces producen esas lecturas en lancha frente a la bahía de Valparaíso migra de la cabeza a la boca de estómago: estoy frente a algo diferente. Y no es solo la calidad, leen otras/os poetas de excelencia, pero ninguno de los poemas se mueven con el mar como el de ella.

Sus primeros dos libros llevan las palabra Tentaciones y Seducción. Son las herramientas con las que se dirige al mito en sus siguientes libros. Se dirige, como el deseo y el oleaje que tan bien domina, no se «hace cargo», como suele decirse de las y los poetas que escriben con los materiales que su tradición les ofrece.

—Para mí nunca fue un conflicto [reconocerse como poeta mapuche]. Yo siempre lo dije, aun no existiendo una antología o un movimiento, solo que al principio parecía un hecho aislado. A algunos les parecía importante y a otros no porque en ese tiempo no era relevante en términos públicos. Y siempre participando en actividades o grupos, pero éramos re pocos en la universidad los que nos reconocíamos, en ese tiempo en la universidad estaba el grupo de los estudiantes mapuche y éramos, no sé, cinco o seis. Lo tuve después yo creo, porque en el fondo yo no tuve conflictos con mi identidad. De hecho tampoco mi literatura se orientaba al tema mapuche. O sea, yo soy huilliche, mi mamá es Rosita Rupailaf Hualaman, provengo de un tronco familiar que tiene territorio aún. Yo hacía poesía de cuerpo, de erotismo, que no apuntaba a decir al resto «yo soy mapuche» a través de la literatura. Me pasó después, que estando dentro de la antología, leían mi texto y decían «oye, pero ella ¿es mapuche?».

Sus primeros dos libros llevan las palabra Tentaciones y Seducción. Son las herramientas con las que se dirige al mito en sus siguientes libros. Se dirige, como el deseo y el oleaje que tan bien domina, no se «hace cargo», como suele decirse de las y los poetas que escriben con los materiales que su tradición les ofrece.

—Para mí nunca fue un conflicto [reconocerse como poeta mapuche]. Yo siempre lo dije, aun no existiendo una antología o un movimiento, solo que al principio parecía un hecho aislado. A algunos les parecía importante y a otros no porque en ese tiempo no era relevante en términos públicos. Y siempre participando en actividades o grupos, pero éramos re pocos en la universidad los que nos reconocíamos, en ese tiempo en la universidad estaba el grupo de los estudiantes mapuche y éramos, no sé, cinco o seis. Lo tuve después yo creo, porque en el fondo yo no tuve conflictos con mi identidad. De hecho tampoco mi literatura se orientaba al tema mapuche. O sea, yo soy huilliche, mi mamá es Rosita Rupailaf Hualaman, provengo de un tronco familiar que tiene territorio aún. Yo hacía poesía de cuerpo, de erotismo, que no apuntaba a decir al resto «yo soy mapuche» a través de la literatura. Me pasó después, que estando dentro de la antología, leían mi texto y decían «oye, pero ella ¿es mapuche?».

—¿Me podés contar el recorrido desde el inicio?

—Partí temprano. Empecé a escribir como a los 12. Aunque desde antes tengo relación con la literatura, era buena declamando, así que un profesor me hacía leer todos los poemas. Pero el inicio es a raíz del accidente de una amiga. Cerca de casa, en Rahue, la atropellaron. Entonces también está marcado por la tragedia ese barrio en el que crecí. Ir a la casa de mi mamá es pasar por la calle donde sucedieron los hechos. Es un barrio que marcó mi vida, en ese momento significó de chica descubrir la finitud de la vida, que efectivamente las personas se morían, pero también descubrir el valor de las personas, de la amistad, el tiempo que tú les dedicas, pensar en la fragilidad de las relaciones. Y en un principio también tener mucho miedo a establecer relaciones de amistad o de afecto. De alguna forma el refugio que yo encontré fue la escritura. Y a partir de escribir, bueno, fui una niña muy encerrada, muy solitaria, que leía mucho, la lectura también era una especie de evasión de mi propia realidad. Supongo que en esos años debo haber tenido depresión, aunque no había tanto diagnóstico.

—¿Y las publicaciones, digo, esto de escribir en serio cuándo comienza?

—En la universidad había un profesor, Sergio Mansilla, él había sido jurado en un premio regional de poesía en el que participé y gané. Este tema de los concursos me afirmaron bastante en la escritura. Cuando llegué a la universidad me pidió que fuera su ayudante. Dentro de esta relación maestro-discípula, me pidió que hiciera un libro con mis textos. Él me dio las bases del Premio Luis Oyarzún, que era un concurso que se hacía acá en la Décima Región. Postulé y gané. Ganar ese concurso significó la edición del libro Las tentaciones de Eva. También implicó que Clemente Riedemann, en ese momento director de Cultura, comentara el libro, un referente de la literatura del sur de Chile. Ahí fui invitada ya a congresos y ese tipo de cosas. Y fue un año interesante porque también apareció 20 poetas mapuche contemporáneos (LOM ediciones, 2003). Se dio esa casualidad de que los dos libros salieron casi al mismo tiempo.

—¿De dónde crees que viene el rasgo sonoro tan presente en tu poesía?

—Hay varias cosas. El origen de eso es un entramado. Crecí en una casa con mis abuelos y mis tíos, y ellos producían y vendían chicha. Entonces llegaba muchos clientes con guitarra y cantaban, entre ellos mi tío. Muchas rancheras o corridos. Siempre fue muy musical el entorno. Luego también está mi abuela. Ella siendo mapuche igual es muy de la tradición mariana, cree en todas la vírgenes, entonces me lo pasé en fiestas religiosas donde también había harta música, harto canto; a mí me gustaban los libros estos de canto, me aprendía fácilmente las canciones que aparecían en estos libros de catecismo. En la escuela un profesor nos enseñó a declamar y a mí se me daba fácil. Terminaba en los actos leyendo mis poemas. Con el tiempo apareció la influencia de otros poetas mapuche que de alguna forma ritualizan sus lecturas y eso a mí me gusta mucho. También me gusta mucho la búsqueda de mi propia voz, de mi propio sonido, siento que el poema tiene que tener un ritmo, que para pensar que estoy escribiendo un libro distinto tengo que pensar que estoy haciendo un ritmo distinto también.

—Sobre los poetas mapuche y ritualizar la lectura. ¿En qué nombres piensas?

—Es que hay personas que se les da naturalmente. Es eso. Está la Faumelisa Manquepillan que es una poeta que transforma sus poemas en canto, utiliza el trompe, el kultrun. Está Leonel Lienlaf, cuyo canto es muy antiguo; está el Lorenzo Aillapan, que hace el canto de los pájaros, que también suena a moderno, a veces parece que los pájaros están rapeando. También está Adriana Paredes Pinda, que es muy particular su canto. Su canto es ritual, son canto de machi, que a la vez es poema.

Fue uno de los descubrimientos que tuve, las lecturas de poesía mapuche, cuando nos empezamos a juntar después de estas antologías. Fue lindo descubrir otro tipo de poesía, otra estética poética, que es mucho más entretenida además, porque yo conocía las otras lecturas que eran mucho más fomes.

—¿Y el trabajo con el erotismo?

—Creo que proviene también del encierro. De esta búsqueda de niña. También tenía que ver con que en su momento yo era súper tímida. Entonces la mujer que estaba presentando en Las tentaciones de Eva no era yo, sino la mujer que estaba buscando ser.

—¿En la actualidad por dónde pasan los vínculos literarios?

—Formamos un grupo que se llama Letras en resistencia. Un colectivo que aúna músicos y escritores. Ha sido muy bonito conformarlo porque en el fondo veníamos hace muchos años juntándonos. En esta ciudad hay muchos escritores. De hecho la mayoría de escritores huilliche quizá ahora no viven en Osorno pero son de Osorno. Entonces hay harto movimiento literario actual y hay harto referente.

Veníamos juntando y durante el estallido social empezamos a activar. A ver cómo podíamos llevar a lugares lo que hacíamos para apoyar, entonces creamos este colectivo y fuimos a comedores, escuelas, a las tomas de terreno, haciendo dos o tres lecturas semanales, hasta que llegó la pandemia. Entonces ahora estamos encausados en una serie de cápsulas virtuales. Como para no frenar esto de juntarnos en pos de una causa. Esos son mis vínculos más fuertes en la actualidad.

Foto cedida por el autor

Kütral Vargas Huaiquimilla

Kütral Vargas Huaiquimilla cambió la ruralidad de la isla en Puerto Montt donde nació por la de San Juan de la Costa, es decir acantilados, la inmensidad del mar, la dureza del frío y la presencia pedagógica de los alerces.

Kütral es un artista que se fuga de los géneros. El libro —Factory (2016 y 2018) y La edad de los árboles (2017)— en él es un mapa en cuyos signos se dibuja una belleza específica que no termina ahí sino que se expande en acciones de arte, videos, performance, etc.

—¿Cómo inicia la escritura en tu vida?

—Creo que crecer en ciertos territorios que no son urbanos te crea curiosidades que no son parte del imaginario establecido. Yo empecé a leer temprano, a los cuatro años, y quería mucho escribir, hacía rayas en cuadernos con renglones. Mi tía, que me enseñó a leer, me alentaba mucho a que hiciera esas cosas. Entonces hacía eso de escribir entre comillas, dibujar, rayar. Y en mi familia, más allá de pertenecer a una clase precarizada, se creía que las labores artísticas eran importantes porque de alguna forma también creaban el intelecto, y por medio de ese intelecto podrías cruzar a esa fluidez social que te permita pasar a otros espacios, quizá un mejor porvenir. Ya en la universidad empecé a participar en concursos, y varios talleres en la U, uno en Osorno, al de Balmaceda Arte Joven de Puerto Montt, también en el de la Roxana Miranda Rupailaf. Y así saltando en varios espacios escriturales hasta que en el 2016 publiqué mi primer libro.

(Habla de Factory, Cinosargo Ediciones, tapa negra, 80 páginas de poemas que durante su desarrollo uno los ve buscando hasta alcanzar su forma bella, con un imaginario intenso pero sin estridencias, aunque grite, ladre o aúlle por momentos).

—Eso es lo que pasó hasta empezar en serio. Una vez leí a Reinaldo Arenas decir que en la infancia se había entrenado para crear lo que estaba haciendo después. Siento que me pasa lo mismo. Todas las ideas que tuve en la infancia ahora las estoy haciendo de manera material. Que todo ya estaba imaginado en ese territorio, y que ahora tengo las herramientas y las redes para llevarlas a cabo.

—¿Y la relación entre la ruralidad y la orientación sexual? Entiendo que las diferencias son complejas de transitar en espacios rurales ¿cómo fue en tu caso?

—Sé que hay experiencias terribles, pero mi experiencia no fue caótica. Siempre fui un niño muy femenino, aunque ahora transite territorios que fuguen a esas clasificaciones, pero en casa eso no era tema. Yo creo que más lo viví en la ciudad y la diferencia la experimenté más por pertenecer a un pueblo originario. Que te griten maricón en la calle no me afectó tanto. Porque uno convive con su cuerpo, pero no es lo mismo cuando te ven como un otro y uno no había experimentado eso antes. Que te digan indio, que tu rostro no tenga el valor de ser, ya sea deseado, o que no tenga una existencia tal cual como deberían tenerla todos. Eso me afectó más que las diferencias a nivel de sexualidad.

—¿Factory como libro convencional es una reedición de otro más objetual?

—Sí, es un proyecto que empecé a partir de un taller que dábamos en una cárcel. Trabajaba en ese taller y en una editorial donde hacíamos libros objeto. Siempre me gustó el tema de trabajar con las manos. Creo que, si bien venía escribiendo hace años, quería primero saber cómo se hace un libro para poder escribirlo. Me interesaba lo de los sistemas cerrados de producción. Vincular la cárcel como forma de producción de ciertos lenguajes y estéticas, los presos políticos mapuche y el sistema de producción de la moda. En Factory el hambre es lo que juntaba estos puntos. Cómo estos cuerpos del hambre van generando ciertos lenguajes y las voces que están dentro del libro. La modelo que pasa hambre, la mujer que crea una pieza en Bangladesh por hambre, en las huelgas de hambre de los presos mapuche en alguna cárcel de Angol.

Por eso hicimos este libro objeto que era una clutch, que son estas carteras chiquititas, como contenedor del libro. Quería generar este campo estético que produjera una sensación de «qué lindo, quiero tenerlo» y que adentro esté esta multitud de voces. Me interesa mucho cómo funciona la moda, cómo tiene estos lenguajes muy específicos y a la vez rizomáticos, que se conectan con todo, con el arte, la política, la actualidad, que sin embargo es un campo que siempre es tratado como banal, que nunca parece serio. Y yo quería abarcar eso también desde la poesía, que también tiene esto de ser solemne, con esos matices de seriedad, y yo no soy mucho eso.

—Dijiste que el taller de Balmaceda lo hacías en Puerto Montt. ¿Viajabas a hacerlo?

—Sí, no recuerdo qué día era, ponte tú que los jueves, entonces viajaba todos los jueves a mi taller allá. Era en la tarde pero yo me iba muy temprano. En ese tiempo recuerdo que era una explosión muy creativa. La primera vez que publiqué un cuento en una revista, Daniel Rojas Pachas, que es un escritor que yo quiero mucho, me recomendó que leyera Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, y ahí me quedó la cagá en la cabeza. Pensé «esto es lo que necesito, esta intensidad». Era como un diccionario de autores cargado con esa energía juvenil con la que me identificaba. Entonces viajaba para estar desde las doce del día hasta las seis de la tarde en la biblioteca de Puerto Montt leyendo. Luego entrar a mi taller. Y volvía a Osorno. Dos horas de ida y dos de vuelta.

—Y ahora, que ya pasaste los 30 y vivimos en un tiempo raro, ¿por dónde pasa la escritura?

—Bueno, después de Factory publiqué La edad de los árboles, que es una novela y un guion para acciones de arte que yo he ido realizando durante un tiempo

(En Youtube está disponible Plantaciones, un video en el que Kütral se tatúa las mismas marcas que perdigones de la policía le dejaron en la espalda a un hombre mapuche durante una manifestación. De fondo suena el ruido de las motosierras)

Después escribí otro proyecto, ya estando aquí en Valdivia, que se llama Troya es tu nombre, que es una investigación sobre la fiesta y la sangre, las enfermedades transmitidas a través de la sangre, la herida latinoamericana que existe a partir de la colonización, digamos la invasión de otro cuerpo.

Ha sido un proceso de investigar y reflexionar sobre los procesos que me permiten crear. Mirar hacia atrás y ver cuáles son las claves o los mecanismos para la creación, que antes me parecía que todo iba naciendo, pero ahora veo que existen ciertos puntos a los cuales uno llega para encontrar la forma específica de expresar un lenguaje.

También para que la relación de recursos invertidos y resultados sea más efectiva. Lo he pensado harto con lo que estoy investigando ahora, que son las estrategias militares. Si voy a hacer un ataque intelectual a esos espacios de poder quisiera que tenga toda la energía posible, para sobrevivir un poquito más de tiempo en la retina, porque ahora estamos demasiado expuestos a las imágenes que nos pasan en Instagram y no dejan huellas. Me gustaría pensar un arte que quede en la retina un poco más.

 

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