Quiero comenzar por narrar un algo de mi historia. Soy nieta e hija de inmigrantes obligados a dejar su lengua-tierra para no morir. Mis abuelos y también mis padres, que entonces eran niños, tuvieron la fortuna de sobrevivir a la mortuoria industria que intentó eliminar el derecho a vivir en la diferencia. Esa es una de las razones, por la que la lengua y sus capacidades, son para mí, la voz de un territorio caldudo que se palpa al caminar; el lugar geográfico donde terminan por amojonar los saberes de aquí, de allá y de acullá. Nuestro tiempo encuentra su trazo en un lugar. La conversación y lo que se teje en el intercambio con lo ajeno, es, creo, la fuente nutricia de una comarca imaginaria y concreta, que nos mantiene hambrientos y necesitados y nos empuja hacia la solidaridad. Somos fracciones activas, de una comunidad que se encuentra y luego construye a partir de las convergencias y las diferencias. Dicho esto, comienzo con el baile:
Primer pie: Amir Ahmed, un poeta uruguayo ya fallecido, me recordó que es necesario amar lo que convive junto a nosotros, porque es allí donde se encuentran las herramientas que nos inducen a reflexionar y a conocer.
Segundo pie: Nacer es cortar un cordón umbilical y, por ende, abandonar la protección nutricia y acogedora que nos entrega la madre y su placenta. Es esa mutilación inicial, la que nos da acceso al mundo y a la respiración del lenguaje de lo humano. Ese corte despiadado nos hará crecer y a la vez convertirnos en cuerpos generadores de vida sólo para desembocar en la poda de un nuevo cordón umbilical. Ese asunto de tejer cordones para luego amputarlos, es fuente y ley de lo orgánico. Es la trenza que urde a la vida y a la muerte y la que marca el tránsito entre ambos extremos.
Tercer pie: Soy mujer, tengo un nombre y habito un pueblo llamado Valdivia. Pienso en la escritora polaca Olga Tokarzcuk, y reverbero: Valdivia es el centro de mi universo. Son sus fronteras permeables y este territorio, los que me acogen y hacen engordar. Desde aquí, y con la marca de mis sentidos hambrientos, escucho, comento, resisto y hablo el mundo y su concierto.
Cuarto pie: Santiago, la capital real del «Reino de Todos los Días», no es más que una boca voraz y gigante que, aunque lame sin contención, va paso a paso, hacia la autodestrucción. Traga, traga, traga. Atrae como un imán. Gracias a los acopios de sus más ilustres extractivistas, engruesa su cintura. Es el asiento y punto neurálgico del poder. En ella nacen y van a morir las ballenas de todos los colores y tamaños. Condenada a mirarse el propio ombligo, su pequeña hondura no guarda el recuerdo del cuerpo nutricio que la vio nacer y la sostiene. Olvidó que una madre de verdad, sabe cuándo debe cortar el cordón y echar a su criatura al mar para que esta emprenda su recorrido sola. Esa voracidad con la que la capital del reino guarda todo en su propio vientre, es lo que finalmente la desfigura y destruye. En cambio, la precariedad descentrada y libertaria que nosotros habitamos en el margen, permite que nuestros hijos e hijas carguen con el hambre y el aire necesarios para forjar sus propias travesías. Es en ese minuto preciso, donde se ahuacha el alimento del cuerpo colectivo.
Hasta aquí los pasos por ahora, porque si de verdad habito el espacio que acoge a mi cuerpo, la poesía que escribo no puede ser sino expresión contundente de la realidad y el tiempo en donde habito. La palabra poética es la vida anotada y latiente de un cuerpo en un territorio y, como muchos lo han dicho, esta rebasará sus límites y viajará por el mundo, si logra penetrar y ahondar en lo propio. El territorio donde se vive es necesariamente el puchero que da sustento y mueve al cuerpo; el que crea comunidad y nos da la lengua. Es decir, en él se encuentra lo básico del tejido entre los seres vivos. Y son todas las posibles expresiones de esta trama, las que dan pie a una vida en común.
Pienso también, que la geografía es al ser humano como el cuerpo es a la persona. Es decir, un territorio vivo. La geografía es parte integral de nuestra circunstancia y sufre de los mismos amores y desamores que el cuerpo carnal. Un cuerpo violado en una geografía violada suma dos notas que se dirigen de modo impajaritable hacia la destrucción de la vida tal como la conocemos. Todo está íntimamente relacionado. En esa violación de los derechos de la tierra y de los cuerpos que la habitan, nosotros, tenemos todas las de perder. El mundo y las otras vidas posibles, seguirán su camino en el tiempo. Y me parece que yo, como ser vivo y consciente, como «parte de», como poeta, no puedo sino filtrarme por entre esas fisuras del desencanto para luego nombrar y problematizar. Recién ahí es posible acusar el golpe que produce la extrañeza para enseguida, dejarlo leudar. Escribir, es en cierto modo estar presente en ese «obvio oscuro» y visibilizar lo que una detención atenta puede develar a quien practica esa pausa. Desde ahí es posible anotar de un modo bello, significativo, empático y provocativo lo que el ajetreo, la impunidad y la prepotencia adormecen. En ese sentido, creo que la geografía hace patente, por una parte, a esos excesos, desbordes y durezas y por otra, a las armonías, maridajes, fraternidades y avenencias que develan nuestra necesaria inter-dependencia si es que queremos sobrevivir. Esos flujos, hilos y respiraciones que tejemos con la palabra es lo que llamamos creación literaria. Retomo el baile para para continuar viendo cómo se mueven y relacionan los cuerpos entre ellos:
Quinto pie: En lo pequeño se esconde el abismo de la grandura. ¿Acaso una periferia es siempre pequeña y un centro siempre grande? ¿Un individuo es acaso siempre pequeño y un colectivo grande? ¿Y mi casa, es ella siempre pequeña y el territorio grande? Creo que no. Todo depende de dónde nos paramos. Si pensamos en nuestro territorio como en un hoyo negro que atrae y acumula energía. Si decimos que este hoyo negro no se ve porque está inmerso en un universo enorme. Y si a pesar de lo dicho, aceptamos que este hoyo negro se convertirá, gracias a la potencia de su atracción, en el caldo de cultivo de una identidad en formación, decimos que somos el centro activo, porque somos capaces de irradiar, a partir de nuestro propio ombligo, la creación de un mundo nutricio que nos alimente y aumente el cuerpo y la imaginación y nos haga tributarios, los unos de los otros.
Sexto pie: Es más, me gustaría agregar, a lo ya dicho, un territorio no geográfico. Los territorios que nacen a partir de la imaginación de una comunidad y actúan como un hogar en movimiento, siempre friccionan la piel de los otros. El colectivo Pueblos Abandonados, por ejemplo, nace en un territorio inmaterial que no adscribe a provincia alguna. Por lo mismo es descentrado, y, sin embargo, crece y crea un polo de poder que le permite a sus integrantes fijar puntos de desarrollo que nutren su escritura y pensamiento. Al estar alojados en una idea, al no habitar un territorio con nombre y apellido, su capacidad de mirar y saborear el mundo desde la esquina de un cuadrilátero alejado del punto donde la contienda entre titanes obnubilados por el fragor de la pelea enceguece y atonta, es que logran ensanchar el ángulo y abrirse a lo indocumentado. Es esa ventaja la que impulsa al encuentro y el desarrollo de un decir significativo, porque no teniendo trajes que los proteja y, montados sobre un poderoso deseo, vuelan sin restricción. Me urge decir que una ciudad que ocupa el centro de un universo, cualquiera sea este, es equivalente a la figura de un padre que ocupa el centro de una familia o a la de un vate que se piensa y no duda que es la voz del pueblo. Todos ellos, no son más que modos de organizarse en el mundo y nacieron de una idea patriarcal que, por cierto, no avalo, y preferiría erradicada hasta desde los escudos de la nación. Como seres vivos y fuera del foco del escenario de la capital, como creadores y buscones, somos todos perfectamente capaces de hacernos cargo de los constructos que nos entregan la posibilidad de mirar y actuar como colectivo. ¿Por qué habríamos de necesitar a un Santiago-centro-padre que nos diga qué y cómo hacer nuestra vida? ¿Centro de dónde o de qué es Santiago, cuando el mapa actual ya no tiene corazón y se despliega a su antojo en una pantalla? Todos los aquí presentes han creado y erigido un corpus literario que se narra y mira a sí mismo en el contexto más amplio de un mundo anchuroso y sin fronteras fijas. Es en ese acto del hacernos cargo, donde se me derrumba estrepitosamente el concepto de abandono que contiene el nombre del Colectivo, y en cambio, se me origina un concepto que es fiel a lo que somos y habitamos. Pienso en algo proactivo. Es decir, en que seamos nosotros los que cortemos ese cordón con el cual el centro nos alimenta o ahorca, dependiendo, por supuesto, de sus intereses. Somos, por cierto, algo así como un colectivo de pueblos en red. Nuestros territorios no son inmóviles, nunca lo han sido. Nos constituimos a partir de habitantes antiguos y otros no tanto, caminantes desde antañazo, algunos, pero hoy insertos en un territorio que resiste y se reconstruye sin parar. Y, somos lo que somos, gracias a los embates naturales y a las capas humanas edificadas en torno a olas de nómades, migrantes, conquistadores, extractores y codiciosos sempiternos que no cesan de cruzar el invento de las fronteras que impusieron los estados naciones. Es por eso, que la identidad siempre está en movimiento, ensanchándose o afinándose al calor de ese vaivén precario. Esta identidad se gesta al son de la vida y en función de ella. Así quedan y asoman las gemas que resisten el paso del reloj de arena y se convierten en la luz que ilumina los meandros de esos pasos perdidos, que ya Carpentier nombró. Así se construyen los delicados pasamanos a los que se agarran los habitantes de un territorio cuando cruzan de un lado para otro por los puentes suspendidos sobre los ríos de la vida que, indiferente, corre por su cauce y nos enseña uno que otro meandro.
Séptimo pie: No obstante todo lo que he dicho, el mundo es redondo. Esto me volvió a quedar claro al traducir la novela infantil que lleva ese nombre y que escribió Stein. Si es así, ¿cuál es el norte y cuál es el sur? ¿Dónde queda la periferia y dónde el centro? ¿Qué es adentro y qué afuera? ¿Quién es el extranjero y quién el ‘de acá’? ¿Quién nació dónde y dónde nació quién? Y por último ¿qué importancia puede tener todo lo anterior en el concierto de la vida cuando se trata de hacer comunidad?
Octavo pie: Nada es obvio y todo depende de nuestra acciones, emociones y pensamientos. Domesticamos un territorio imaginario o material, para vivir y llegar a un colectivo que nos apapache y haga de espejo. El territorio ese, nutre nuestro cuerpo y alma. El saber que nada es obvio es lo que mantiene vivo a un colectivo. Es lo que permite la extrañeza y nos garantiza el que nos aboquemos a cultivar con pasión, amor y furia, las hojas o pantallas en blanco que se nos atraviesan en el camino.
Vuelvo a detener el baile y me doy cuenta de que aún sin pasos, todo es movimiento y cambio; que lo estático se anquilosa y conduce a la muerte. Que la muerte es nuevamente movimiento y alimenta el territorio. Entonces, pensar que hay un centro inmutable al cual le debemos pleitesía o que puede dictaminarnos las leyes y señalarnos con un dedo el cómo debemos comportarnos; o, pensar que ese centro nos asegura el sustento, nos entrega el conocimiento y nos cuida, es definitivamente una falacia que sólo devora la creatividad y opaca la reflexión. Me parece que es lejos más interesante definir la multiplicidad de procesos que están en marcha por doquier, el quiénes son esos seres que se van integrando desde afuera o desde adentro, cómo y desde dónde lo hacen, cómo acogen y afilian lo peculiar y cómo logra esa masa informe construir un espacio abierto que amamante a todos sus habitantes. ¿Cuál es la medida del tiempo humano? ¿Dónde y cuándo comenzaron las errancias? ¿Qué las motivó? ¿Por qué no se detienen? Y por último y justamente en este filón, ¿cómo abrimos ventanas en el lenguaje propio para dejar que entre la luz que viene de afuera y al mismo tiempo guardar lo que duerme en la cicatriz de nuestra primera mutilación? Y, para terminar, dos zapateos más:
Noveno pie: Si la poesía, como la vida, es una tierra donde se camina sin fronteras, capital o centro que valga; si en esa tierra se arriesga el pellejo en pasos y cruces, en abismos y silencios con el fin de acceder en libertad y de la mano del lenguaje que nos rodea y precede a aquello que tiembla porque no se doblega, entonces, hacemos parte de un milagroso y frágil eco-sistema que no tiene centro alguno. Sus partes, las grandes y las chicas, se afectan unas a las otras en un constante vaivén que construye realidades en tránsito.
Décimo y último pie: Todo lo dicho hasta aquí es posible que responda sólo a mi deseo. O puede que sea el resultado de una incapacidad personal para habitar en ese centro o para hacer la genuflexión ante un vate o, quizás, porque tengo una condición de ojo autónomo e inclaudicable. Puede también, que sea expresión de mi memoria, que estoy segura, es más larga que mi vida. En todo caso, estoy cierta de que escribimos de pie en una esquina del cuadrilátero que ya describí o con una pajita atravesada en el ojo como decía Mistral, porque de otro modo, no tendríamos la capacidad de resistencia, resiliencia o sentido crítico. Y porque es imposible ahondar y destapar lo velado o ponerle el pecho a la publicidad y sus mercancías o descubrir qué hay de nuevo tanto en el cotidiano como en lo añoso, sin estar ahí. Es que la poesía definitivamente no aloja en los circuitos de poder donde la duda no agrieta la carne. Es por eso que habitar en circuitos descentrados y con tiempo demorado, es una oportunidad que nos mantiene la puerta de la percepción entreabierta.
Es allí, pienso, donde está la posibilidad creativa que nos puede amparar en la vida. Quizá nos dé más frío y tengamos que correr a guarecernos entre los amigos. ¿Y qué?: los amigos son, ‘ahora y siempre’, el fogón encendido donde se funda y ceba el Pueblo Literario Autónomo y su palabra.
Valdivia, enero –marzo 2021