Hace meses ya que miro en feisbúk fotografías de amigos o familiares en el jardín trasero de sus casas; generalmente están alrededor de una mesa o parrilla. No son las personas las que llaman mi atención. Es algo que ocurre en el espacio jardín y que no consigo comprender. El acertijo me persigue hasta mi propio jardín trasero.
El terreno donde está mi casa colinda con siete jardines, todos traseros a su respectiva morada. Las hermanas del loco, que se apropiaron de su casa después de que lo enviaron a la cárcel, acaban de sacar sin nuestro permiso las chapas viejas que pusimos como barrera para evitar que en sus delirios y armado, el loco se pasara a este lado. Él ya no está y a mí no me molesta verlas, dice la hermana. A mi sí, pienso. Lo curioso es que soy la única que está pendiente de lo qué hacen ellas y no al revés. Cada vez que parten desarman la piscina inflable. ¡Para que no se la roben! Esta tarde, con una amiga sesentona, se cuentan amores pasados. El cerco de ligustro desgarra el romanticismo y a este lado llegan los jirones suspirantes.
Nunca antes me pregunté cuánto quiero ver a los vecinos y que ellos me vean. Sí noto la diferencia entre algunas y algunos autores que permiten a sus lectores ver más allá de sus palabras; con generosidad abren huecos en la trama para que nos asomemos por nuestra cuenta a ver, incluso lo que ellos no vieron. En cambio, de la proliferación de recetas y de técnicas, de las personas que escriben con la inmensa convicción de que las palabras los vuelven escritores, salen tramas armaditas, sin fisuras por la que asomarse al jardín vecino.
El mercado ofrece variedad de soluciones, dependiendo del precio; muros de concreto, rejas solas o con paneles de cholguán, mallas plásticas o de alambre, negras, verdes, celestes; cintas cubre cerco, juncos, palos, cercos vivos…
Desde que las hermanas del loco sacaron las chapas reviso a diario el crecimiento de los ligustros. Si se los poda radicalmente en otoño, se tupen desde abajo. Tarda dos o tres años y en invierno quedan grandes espacios vacíos por los que aparece la vida de los vecinos, en cambio, en primavera y verano el grano oscuro se infla y le gana a la transparencia.
Con mi siguiente vecina, Alicia, decidimos de común acuerdo, mantener el cerco vivo a la altura de la cintura para intercambiar la lechuga, las semillas, la escalera, la sierra, sin tener que dar la vuelta por la calle. No podría perderme a Alicia en traje de baño negro —anuncio del verano que se aproxima— sacando yuyos o cortando el pasto; sus fiestas familiares multitudinarias, especialmente los preparativos que hace en el jardín con tan buen humor y a la hija que ensaya en guitarra las chacareras que cantarán borrachos y felices de madrugada.
De la rubia del fondo que alquila su casa con piscina a veraneantes, nos protegen las cañas que crecen de su lado. Este verano cortó una parte. Me pongo furiosa hasta que escucho unas voces que aprovecharon el raleo para meterse entre las cañas; un joven padre juega con su pequeño a explorar la selva; no nos queda otra que representar a las nativas.
Con los siguientes vecinos tengo en común apenas dos metros, así que no cuentan. Pero los que vienen a continuación. Ese jardín sí que da pena. Hace tres años que intento apretar la trama de los espinos de fuego o arbusto ardiente para que no pase ni siquiera la luz. Pertenecen a esa clase de inquilinos que, como la casa no es de ellos, no le hacen una sola caricia. Es el único jardín de por aquí en que no crece pasto, imagino que lo intimidan para no tener que cortarlo. Aun así me preocupa cuando pasan muchos días sin escucharlos; resulta tan extraño que estén siempre dentro de la casa, como si hubiese algo que no quisieran sacar a la luz. Y aunque en estos tres años los espinos se han tupido, procuro dejar pequeños espacios en blanco para que mis ojos puedan armar algunos grises.
Con Víctor sí es distinto. Entre nosotros hay incluso una puertita a través de la que conversamos. Vehículo que compra le sale malo y pasa los días entre arreglos y protestas. Unos metros más allá continúan unas chapas que estaban de antes. Entre las planchas queda una ventana. No se me ocurre cubrirla. Me perdería el olor al asado que con tanto cariño prepara para las hijas y las nietas domingo por medio.
Me falta Jorge, entre la calle y las hermanas del loco. Trabaja en un campo y viene poco. De su lado crecen salvajes todo tipo de arbustos y las rosas trepan hasta lo alto para dejarse caer hacia este lado. En el único pedazo libre he intentado plantar patillas de los mismos arbustos y no hay caso, debe ser por la araucaria, da tan linda sombra.
Las tramas —sean chapas, cerco vivo, novelas, poemas— establecen una tensión entre los puntos negros y los espacios blancos. Un arco de posibilidades de convivencia que va desde el bloqueo absoluto a la transparencia. Si separas o achicas los puntos, pasa más luz. Si los tupes o agrandas se obtiene un negro rotundo.
Hace meses ya que miro en feisbúk fotografías de amigos o familiares en el jardín trasero de sus casas. No son las personas las que llaman mi atención. El acertijo proviene del espacio jardín y no consigo comprender.
La solución a la incógnita la encuentro de casualidad, tendida en la hamaca, mientras Alicia en su traje de baño negro poda las rosas, del sitio de Víctor llega el olor al asado y las hermanas del loco proceden a quitar la última chapa. Alguien subió a feisbúk un video de dos candidatas a la Convención Constituyente. Aparecen pletóricas de buenas intenciones, feminismo, igualdad, inclusión, justicia, ecología, antiliberalismo, educación gratuita. No falta una sola bandera progresista. Por supuesto, ninguna palabra sobre cómo piensan llevarnos al Edén. Aburrida del cielo sin mácula, corro la vista de las figuras y me encuentro con que al fondo del jardín trasero de las candidatas están los muros que las separan de sus vecinos. He visto esos muros antes, me digo. Claro, están presentes en todas las fotografías de amigos o familiares, generalmente alrededor de una mesa o parrilla.
A la comisión de propaganda de las dos candidatas se le debe haber ocurrido que si pintan los muros de un verde oscuro parecerán más ecológicos. El color resaltó lo que pasaba gris e inadvertido en las fotografías: este cierre perimetral que se usa para dividir los terrenos colindantes se llama muro bulldog. Las casas de los condominios, construidos por el sistema neoliberal para que la clase media acceda a una vivienda, a través de una deuda hipotecaria a 30 años plazos, se entregan con estos muros en sus tres costados, a veces hasta en los cuatro. No solo es más barato —ya viene prefabricado—, sino que instaura un modo de habitar en el que la única forma de convivir con los y las vecinas es a través de una trama completamente ocluida que los hace desaparecer de nuestra visión. Lo dice el folleto: «Cuando estamos en nuestro jardín queremos disfrutar del aire libre sin perder intimidad, pero la búsqueda de la intimidad en esta área de la casa a menudo requiere la construcción de un pequeño muro».
Es algo tan extendido que hemos dejado de verlos como una trama que se puede regular a voluntad. En octubre del 2019 se abatieron a estatuas, vallas, ningún muro bulldog. Hasta la escritura de una nueva Constitución inclusiva ya tiene taponada la visión.