El origen de la riqueza

Un viaje de nuestra Santa Patrona a una zona protegida la enfrenta con las etiquetas, electrodomésticos y el capitalismo extractivista.

Escojo a ciegas una localidad en la costa del Pacífico sur, me atrae la confusión de quien tuvo la misión de incluirla en el mapa nacional. No se decide nombrarla como reserva costera, parque indígena, reserva mapuche. Usa las tres denominaciones juntas. Tal vez porque la fuente de información es la ONU, que considera esta localidad como uno de los centros de diversidad biológica de mayor importancia del mundo. ¿Cómo habrá llegado la ONU aquí?, me pregunto desde el último asiento del minibús de doble tracción, llena de polvo.

Es asombroso cómo la diferencia todavía logra meter su cola entre la información detallada por los satélites y lo que se encuentra al ir a terreno. En el mapa aparecía el nombre de una agencia de turismo que organiza excursiones. En el trayecto descubriré que la agencia es una sola persona y resulta ser mi vecino de asiento en el bus, quien consiguió que la ONU aprobara la postulación del lugar como centro de diversidad biológica mundial. Junto con la agencia aparecían dos alojamientos. Me salté el con nombre de fantasía. El otro se llama como su dueña, pero escrito con Z en vez de S. Esta Z me consiguió el número del celular del chofer del único minibús. Los viernes viajan los escolares que salen del internado, y le pedí al hombre que me guardara dos lugares. Dijo que sí, por supuesto, cuando me ve, ni se acuerda.

En la localidad viven todo el año unas cien personas. Las casas son grandes, firmes, con galería y vidrios que debe costar carísimo transportar. Hay muchas más en construcción. El corte en la tierra viva de la montaña indica que la prosperidad es reciente. Tienen paneles solares y, arriba de la cordillera de la costa, una antena gigante proporciona señal de teléfono e internet. El sábado al mediodía se estacionan en el área en común, donde comen un par de caballos, yacen los muertos y juegan a la pelota unos adolescentes, varias camionetas doble cabina nuevas que están allí por una asamblea de la comunidad. Al otro lado del puente colgante, en el camping del líder conservacionista, flamea la única bandera mapuche, el viento que viene del pacífico deshilacha la tela.

No entiendo de dónde sale la riqueza. En el bosque nativo no hay un eucaliptus o un pino. Tampoco animales. El río es poco profundo y en la playa no se ve bote o buzo. Sí carteles de madera nativa con el celular de los que hacen comida, un camping, tres quioscos con bebidas y empanadas. El sábado descubriré que venden cerveza. Como el puente colgante es peatonal, en invierno no sirven las camionetas doble cabina, y todo se transporta en humildes carretillas.

La misma persona que no se decidió a llamar esto como una reserva costera, reserva mapuche o parque indígena, escribió que la población se dedica a fabricar tejuelas de alerce. El líder conservacionista me cuenta que cada unidad vale mil pesos. Hago un cálculo rápido. ¡De ahí viene la riqueza! «Pero ya casi no hay quién se dedique a hacerlas», aborta mi teoría. Z me dijo antes de venir que aquí no iba a encontrar alimentos, salvo cilantro y lechugas. Los viveros que encuentro en mis caminatas forman parte de un programa gubernamental. Adentro crece la maleza, igual que en el mío en esta época.

El lunes le pregunto a Z si conoce a alguien que me lleve en bote por el río. A la hora señalada aparece la mujer que atiende el quiosco donde estuve tomando cervezas con el líder conservacionista. Me pasa un tarro de leche vacío para achicar el agua que cubre el fondo. Mucho no baja. A ella no le preocupa, aprendió a remar antes que a caminar, sus hermanos solían arrancarse en el bote y, como era la mayor, los seguía para cuidarlos.

Un par de veces la salvo de chocar con una piedra sumergida. El que hace los paseos en bote es su marido. Ayer lo llamaron para que vaya a construir fuera de aquí con el hijo. Cuando era niño el hijo era tan tímido que la botera y su esposo tuvieron que mudarse a la ciudad para que fuera a la escuela. Terminó la universidad y volvió rápido a vivir con ellos. Es quien le compra los electrodomésticos, quién le construye las cabañas que arriendan, y trajo el Hot Tube. A la botera le da risa. Dice que su secadora automática alcanzaría para secar la ropa de todos sus vecinos, y suelta los remos para buscar la marca en internet. El bote se va a la orilla, lo trae de vuelta con un click. Más que los electrodomésticos le enorgullece haber colocado en forma correcta los paneles solares. Tiene cuatro baterías. Una fortuna, exclamo. Más se enorgullece. Le pregunto si sabe hablar mapudungún. No sabe. Si conoce las tradiciones. Nada de nada, dice arrepentida. Se ve que no le tomó asunto en su tiempo y ya es tarde. El hijo que le compra los electrodomésticos es el único de sus hermanos que tiene interés y siempre está averiguando, cuenta. Como la veo cansada, le digo que no es necesario ir hasta el otro puente. Acerca el bote a una playita a la que venía de niña. La nota cambiada, también los lugares donde ocurrieron sus anécdotas infantiles le parecen distintos. Sigo sin entender por qué aceptó traernos de paseo si no necesita el dinero. Parece agradarle tomar sol en la arena comiendo la manzana que compré en la ciudad. Cada tanto, internet le trae el dibujo de uno de sus electrodomésticos y me lo muestra. Claro que podríamos plantar frutales, contesta sin convicción. Entonces me explica el origen de la riqueza del lugar.

La generación de sus abuelos rozaba el bosque nativo para criar animales. Era una vida dura, el dinero no alcanzaba. La generación de sus padres ya no tuvo animales, hacían tejuelas. Pienso en la propagación de techos artificiales fabricados en China; si hubiesen preservado el oficio, todas las casas tendrían tejuelas de alerce. Muy duro, explica la botera como si adivinara. Los hombres iban montaña arriba y adentro, pasaban meses con nieve, frío. A ella y a sus hermanos les tocaba subir en burro a traer las pilas de tejuelas. La botera se casó, tuvo a sus hijos, ya no podía ir a la montaña. El líder conservacionista conoció a los organizadores de un festival de música que buscaban un lugar al aire libre para congregar a quinientas personas en carpas, todos los años, por tres días. Las cien personas, sus casas grandes, firmes, con galería y vidrios, o en construcción, comenzaron a vivir del festival y, el resto del año, del turismo.

Anoche, mientras bebíamos cerveza, el conservacionista habló sobre los eternos juicios, las componendas, las reuniones con el Gobierno y la forestal para recuperar parte de sus tierras. Hubo otras situaciones que dejó entrever, como las sospechas de un grupo minoritario de la comunidad sobre su liderazgo, las tensiones entre las familias, la avidez de las verdaderas empresas de turismo, la continua subdivisión de las hectáreas que posee cada familia, las personas con dinero de afuera de la comunidad que presionan para comprar… Mientras hablaba, lamenté que prefirieran vivir del turismo antes que mantener viva sus tradiciones. Y cuando me vi pensando eso, me di cuenta de que jamás lo hubiese pensado de no estar en una reserva costera, reserva mapuche y parque indígena. En ese momento el líder interrumpió su discurso. Había conseguido llegar a la ONU pero no podía entender por qué su amada no quiso dejar el pueblo para venirse a vivir con él aquí, a pesar de que él le ofreció todo. Dijo que ella tampoco es feliz donde está y por las noches él imagina que vuelve arrepentida a tocar su puerta. De regreso a la cabaña, iluminado el camino por la linterna, pensé que la comunidad no solo tiene que enfrentar al Gobierno, a las forestales, a los políticos, también a escritoras como yo que desde hace siglos vienen inscribiendo en la literatura que los campesinos, los temporarios, los marginados de las ciudades, los indígenas, sostienen en sus hombros la cultura popular, las tradiciones, el folclore, la lucha… no sea que vayan a ganar dinero sin sudar y, además, lo gasten en electrodomésticos.

Llegamos, me avisa la botera. Cuánto le debo por el paseo, le pregunto confundida. La botera achica con el tarro de leche el fondo del bote. ¿Cómo lo pasaron?, pregunta. Bien, lo pasamos muy bien, le digo. ¿Contenta con el paseo? Sí, muy contenta. Entonces me cobra.

Es la riqueza del lugar.

 

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