Cuando lo cotidiano es visto desde la perspectiva material, la literatura comienza a tener más implicancias. La autoedición y la edición artesanal se presentan como opción en un medio en continuo riesgo como el de la edición independiente.
Por Matías Ávalos
En el Génesis Dios dijo «Haya un firmamento en medio de las aguas / y que separe unas aguas de otras». Antes de eso, apenas el caos de su nombre. Así me imagino a la edición independiente: Las/os autoras/es dijeron «Hayan nuestros libros», y crearon editoriales para saltearse las exigencias de un mercado reservado para unos pocos nombres, géneros, registros, etc. Pero así como en ese libro fantástico que es la Biblia, donde una vez separadas las aguas cada cosa se estabilizó y adquirió cierta autonomía a imagen y semejanza de Dios, es decir, por momentos implacables y furiosas, así aquella separación que volvió doméstica una práctica que había dejado de serlo, luego tendió a imitar aquellas prácticas de las que se había separado.
Muchas de las editoriales independientes se profesionalizaron, empezaron a participar de ferias internacionales mall style, a tener autores de renombre. Y la carrera regresó con sus exigencias casi siempre ligadas al mercado.
Los medios de producción se tecnificaron alejándose del pulso sanguíneo cuando las escalas debieron ascender para bajar los costos. Se imprimen 300/500 libros en promedio porque en el trato con imprentas el ejemplar baja su valor, sin embargo, al menos tres editores me han dicho que sus libros no agotan esas ediciones antes de los 4 años. Los números, esos números, sirven para tener presencia en librerías, especialmente considerando las que solo trabajan con distribuidoras. En el medio de esa competencia, cuyas reglas las ponen los grandes grupos, muchas editoriales perdieron especificidad material, lo que implicó la pérdida de la diferencia con los libros de estos grupos, de los cuales se habían separado no como resignación sino como gesto político. Y esta diferencia no fue solo objetual.
«Estimado, le saqué 5 papas, 2 cebollas, unos tomates y una cabeza de ajo, le dejo este libro hecho por mí. Pablo de Rokha».
Esa es la supuesta dedicatoria a un ejemplar de Los gemidos (Cóndor, 1922) que tiene un amigo de un amigo (la vi por fotos). Pablo de Rokha pasó vendiendo libros en un barrio periférico de Santiago y se quedó a un asado familiar. Se marchó dejándolo como muestra de gratitud. Después con El folletín del diablo (Multitud, 1922), empezó a autoeditarse en su propia revista y sello, ¿las razones? Sin duda estético-políticas, es decir vitales.
Los desbordes del poeta eran mal vistos, sus opiniones políticas, su agresividad. Y no tenía tiempo que perder justificándose, así que editó a otros y se editó a sí mismo. A posteriori, la homogeneidad y coherencia del proyecto poético-teórico rokhiano son indudables, y si bien el Premio Nacional llegó tarde, no fue para coronar una obra de lectura terminada: sus aportes al poema, en apuestas como la que hizo en Suramérica (Multitud, 1927), continúan siendo una caja de herramientas vigente para quienes tienen la voluntad de meterse a leerla en serio.
La nueva novela (Archivo, 1977) de Juan Luis Martínez fue rechazada por la Editorial Universitaria a causa del alto costo que llevaría una publicación de ese estilo. Así que diagramó, imprimió y vendió por su cuenta. Oreste Plath, quien le otorgó el premio Libro de oro, año 77, de El Boletín Bibliográfico Literario, dice: «el libro es un libro objeto. Una bomba de tiempo puesta en el mundo literario. El autor estuvo nueve años escribiendo este original y novedoso libro, contexturado con recortes de diario, banderitas, anzuelos metálicos adheridos que lo hacen un libro-arte para jugar a cambiar cosas».
Y la siguiente década, por el contexto dictatorial, estará plagada de ejemplos. Elvira Hernandez publicó La bandera de Chile en Argentina, pero la autoeditó mimeografiada en Santiago a principios de los ochenta. En la solapa de un Las ediciones del ornitorrinco, leo los nombres El diario brujo (Las ediciones del ornitorrinco, 1981) de Sergio Marras, Los lugares habidos de Antonio Gil (Las ediciones del ornitorrinco, sin fechar) y Lumpérica (Las ediciones del ornitorrinco, 1983) de Diamela Eltit. El orden de aparición de los primeros tres libros de la editorial que formaron Marras y Gil porque no había lugar para los autores que surgieron en esos años. Encuentro en mercadolibre.cl unas fotos del primero: impreso en negro, letras blancas y fotos en negativo, cuenta la historia al estilo de la prensa de un operador de rotativas que tenía revelaciones crípticas en la línea de impresión.
De esa época hay un gesto excepcional, Derechos de autor (Autoedición, 1981), de Enrique Lihn. Libro artesanal en el que recopila menciones a su obra, reseñas, trabajos críticos de mediana extensión, poemas sueltos, fragmentos de novelas, dibujos, etc. Hay algo en ese gesto de Lihn que sintetiza, adelantándose, una crítica de la edición, que será central en nuestra época y que necesita, por las tentaciones múltiples a las que nos enfrenta la necesidad a la que nos somete el desfinanciamento neoliberal (económico, pero también moral). Lihn peina a contrapelo las condiciones de la época y propone una querella: economía y espectacularización v/s creatividad y cultura.
Dice la escritora Natalia Berbelagua al respecto: «Creo que en Chile existe una manera muy pauteada de hacer las cosas. Al menos es un recorrido que veo seguido. Eres una persona que escribe en su casa, después vas a un taller, después viene la publicación independiente y, si te va bien, en una editorial mediana, después fuera, etc. Hay como un camino que está muy trazado acerca de qué es el éxito y no, y qué es hacer una carrera literaria. Son pasos que están tan marcados que la autopublicación está visto como algo que está mal, como que tú te tienes que publicar cuando a nadie le gusta tu trabajo o no tienes opción de publicar en las editoriales que están en pleno ejercicio».
Lo que Berbelagua apunta es crucial debido a que, se supone, existe una diferencia muy clara entre editar y publicar. Pero sabemos que en las editoriales independientes confluyen ambas figuras, casi siempre quien edita el texto (con suerte en algunas es más de una persona) es también quién decide sobre su imagen, gestiona la impresión y asegura la distribución.
Berbelagua es autora de un bestseller de editorial independiente como Valporno, (Emergencia Narrativa 2011, con versión al italiano por Edicola en 2016, y reedición en Tadeys 2017, donde ejerció hasta hace poco como editora), y el interesantísimo Domingo (Tadeys, 2015, editado en 2019 en España por Raspabook). Su penúltima publicación es Hija Natural, (Planeta-Emecé, 2019); este año decidió publicar por su cuenta Manual de Autobiografía (autoedición, 2020).
«La decisión de autoeditar viene por una necesidad de hacer las cosas de manera diferente en términos vitales, no quiero seguir en el rollo ese de la carrera literaria, no es lo que me preocupa en este momento. En este tiempo que estuve en una especie de retiro pude observar con distancia qué tanto participaba en eso, y por el otro lado ver que la autopublicación es tal vez la parte más justa para el autor. Si pensamos en la cadena del libro, el autor se lleva el diez porciento de las regalías si es que se les paga, porque es muy común que les paguen en libros. Entonces todo ese nivel de desprotección te lo evitas. El Manual es un libro extraño también, y estos libros que son híbridos, no son libros que en general publiquen las editoriales, y a mí ya no me interesa hacer lo que las editoriales me digan que tengo que hacer, en este momento me interesa hacer las cosas a mi pinta, y si eso resulta bien, bacán, y si no, seguiré haciendo lo mío, pero ya no quiero seguir con el mismo sistema de siempre».
Describe Manuel de Autobiografía como «una mezcla bien extraña» para lo cual tuvo «que investigar bastante, porque la autobiografía se considera un género menor dentro de la literatura chilena, por parte de los críticos hay una actitud más bien despectiva. Todo lo que está considerado testimonial pareciera que fuera parte de un escalafón menor a la ficción».
Dice que el Manual «tiene genealogía, tiene los aspectos parapsicológicos que se involucran en la escritura, pero también es muy literario, hay muchas citas de escritores durante el libro, porque está contado desde el punto de vista de alguien que está trabajando, no solo está enseñando sino reflexionando sobre su propio proceso. Y porque lo que aparece de los talleres son historias, gente a quienes hacía investigar sobre antepasados de los que no supieran mucho y de repente empezaban a aparecer coincidencias y sincronicidades bastante abrumadoras».
11 (2017), de Carlos Soto Román, fue autoeditado cuando, luego de conversar con algunas editoriales, incluso luego de trabajar la proyección del libro con una de ellas, el autor se dio cuenta que el diseño de la colección en la que ingresaría su obra atentaba contra la forma que necesitaba el libro para convertirse en lo que estaba destinado. Así que contactó a Joaquín Contreras de Carbón y lo autoeditó. El libro es contundente. Su parquedad es de una coherencia radical, desde lo que el texto dice, cómo lo hace e incluso en la tipografía que lo hace, la cartulina negra y áspera de las tapas, la diagramación con mucho blanco, todo guarda estricta relación con el resto de las piezas que componen el objeto, eso más la unicidad del texto (que también son gráficos y poemas visuales) le valió el Premio Municipal de Santiago.
Luego repitió el gesto con Antuco (2019), esta vez compartiendo la autoría con Carlos Cardani Parra. En este caso el texto no alcanza la coherencia de 11, algunas inclusiones de poemas convencionales le suben la temperatura a un libro que se propone, y por momentos alcanza, transmitir el frío letal que cubrió a las víctimas de la tragedia de Antuco.
Digamos que ese rechazo de algunos libros, ese no tener espacio en los catálogos en ejercicio, no implica la no viabilidad del libro. Que algo no esté en Google no significa que no existe, significa que no está en Google, solo eso. Que un libro no sea publicado por las editoriales que más aparición tienen no significa que no existan.
La validación literaria nunca se redujo a la mera subjetividad, y las editoriales son eso, un grupo de personas con un gusto específico, con intereses, incluso deudas; también teorías y perspectivas del oficio, claro, pero grupo de personas al fin, con la grandeza y la miseria que eso implica. Porque si, como decía antes, editar es dejar listo el manuscrito y publicar es decidir sobre su imagen, gestionar la impresión y asegurar la distribución, hay muchas editoriales que caen estrepitosamente en este aspecto, sobre todo en el de la distribución. La autoedición se presenta como una posibilidad de hacerlo diferente.
Natalia Berbelagua vendió en verde por sus redes sociales el Manual de autobiografía, en estos días hará los lanzamientos en Santiago y Valparaíso, instancias que aprovecha para entregar los vendidos y vender ejemplares nuevos. Carlos Soto Román dejó 11 en librerías hogareñas, como la que lleva adelante su compañero en Antuco, Carlos Cardani Parra, u otras librerías que aceptaran libros ajenos a distribuidoras (que son cada vez menos), pero también en librerías de artes gráficas y visuales, lo que hace que el libro prescinda del público convencional de librerías estrictamente literarias, pero le permite llegar, a un libro de poesía, a públicos que no llegarían de otra manera.
Sin duda, esta estrategia comercial no puede competir con libros de editoriales medianas o grandes. Pero deja abierta la pregunta de si competir con las reglas que ponen las editoriales grandes sí es buena estrategia, si está resultando.
Hace unas semanas, en el subterráneo de la librería porteña Concreto Azul, Eric Schierloh, editor de Barba de abejas, citó un fragmento del diario de Piglia: «el escritor usa el lenguaje, que es de todos, y sin embargo, recibe beneficios» y agregaba: «Si el lenguaje es de todos, como evidentemente lo es, ¿cómo hace el escritor para adueñarse, aunque más no sea transitoriamente del lenguaje? Pues encerrándolo en un libro (…) ¿Es lícito entonces negociar ese secuestro provisorio y provisional del lenguaje, con los protocolos de la edición hiperindustrial? Ciertamente es una posibilidad, al fin y al cabo la automatización es muy fuerte en muchos ámbitos de la vida y la publicación de libros no es una excepción. Otra posibilidad es la de implicarse en ese secuestro, ponerle el cuerpo y las manos a ese rodeo y captura del lenguaje, para que también el rodeo y la captura sean artesanales, tal como la escritura que les dio origen y que eventualmente surgió como respuesta. […] Si los libros son mapas de la experiencia humana, entonces hay que construir esos artefactos tal como se construye la experiencia, en rigurosa primera persona. Si los libros son mapas de la experiencia humana, entonces hay que escribirlos por completo, por dentro y por fuera, en todas sus dimensiones».
Schierloh llamó a su ponencia La escritura aumentada, la que lee proyectando imágenes con una sala oscura donde él también recibe luz. Con la distancia del retiro Berbelagua vio el absurdo de la carrera literaria, el circuito convencional, sus trampas y exigencias. Schierloh las volvió su tema de estudio y está escribiendo (en su forma de praxis) una crítica, es decir, un análisis desde el que se desprende a la vez una propuesta:
«Ahí cuando la escritura se perfila encausada, y desarrolla como literatura, claudica y empieza otra cosa, sobre todo la serie de mediaciones y protocolos industriales, promesas y actos reflejo que tan poco, por no decir nada, tienen que ver con el gesto inicial de la escritura. Ahí donde termina el libro industrial, por apatía, imposibilidad económica o técnica o cualquier otra razón, se abre la posibilidad del libro artesanal (…)».
Si el propósito de la escritura es revelar, como decía Williams, entonces las materialidades que la conforman y acompañan y que irradian, desde la escritura pre, con y post textuales, desde la producción de un original a la serie de artefactos artesanales participan de esa dimensión de la revelación. Cuanto más se aleja la escritura de un proceso industrial hipermediado y sumamente automatizado, mayores posibilidades para sí y para el dispositivo libro obtiene. Esto es algo que hay que cultivar y explotar, y en todos los sentidos posibles.
Si lo que vuelve política e incluso activista a la escritura es la relación conflictiva con el lenguaje, o con cualquier otra zona de su estructura, entonces lo que vuelve política, y sin duda también activista a la edición es la serie de preguntas concatenadas ¿qué es el libro? ¿qué es editar? ¿qué es publicar?»
Crítica como separación y análisis exhaustivo al que la palabra remite. Ante el «esto es así» hay personas y experiencias que oponen otras formas, y sin negar la existencia de ese medio criticado, intervienen en él proponiendo otra legalidad posible. Y porque es el mismo medio el que permite tener esas posibilidades, Schierloh no se desmarca del medio independiente, de hecho rechaza enfáticamente a los relativizadores del término.
En la fundación Planea de Viña del Mar, hizo una residencia en la que montó un taller de edición artesanal y dictó un par de talleres. Tomé el de encuadernación.
Schierloh es un tipo de aspecto muy particular, el color de su pelo y el tamaño de su barba hacen pensar en un leñador alemán; la insistencia que tiene en el carácter de oficio antes de la profesionalización de la edición, su insistencia en hacer las propias herramientas, su obsesión por las medidas, también. Cada vez que lo escucho hablar de libros, recuerdo a un italiano que tuve de jefe hablar de cueros, y a otro jefe, un entrerriano, hablar de maderas. Algo de saber hasta el ridículo, pero también hasta causar admiración, los detalles del objeto que se construye.
Hay, en ese sentido, una muestra de humildad inmediata: el libro es el mejor de los diseños posibles aplicados al objeto, nos dice, así que resígnense a respetar la tradición, a trabajar mucho, y a hacer, con suerte, buenos libros, si llegan a innovar, a hacer algún aporte, bien, si no, hacer el trabajo a conciencia es muchísimo.
Durante el taller vemos realizar un libro desde cero: nos da un pequeño manual con un nombre hiperbólico: Print or die; donde aprendemos a programar la impresión de los cuadernillos. Luego nos enseña a plegar, perforar, coser, montar, construir las tapas, refilar, etc. «Hacer libros te cambia la visión no solo como editor sino como escritor. Saber que la página siguiente a la página 1, de un libro con cuadernillos de 8 pliegos, es la 32 y no la 2, te cambia la cabeza».
Deja los cuadernillos debajo de un ladrillo gris de un kilo y medio, mientras el peso y la gravedad vuelven lo que eran hojas el interior de un libro, Schierloh desarrolla una breve historia de la edición independiente.
Habla de un encuentro de editores que sucedió en Chile, donde se acuñó el término. Cuenta las necesidades de ciertas editoriales artesanales muy importantes de los 90′ argentinos: Vox, Belleza y Felicidad, Chapita. Luego habla del estallido social del 2001, el surgimiento de Eloísa cartonera, la creación de la FLIA; y el establecimiento a partir del 2003 del medio editorial independiente y su consecuente profesionalización, hasta llegar a la segunda oleada, que produjeron la variable (radicalización) artesanal. Inicia con Lucas Funes, editor de La Funesiana, un modelo para la que quisieron mejorar técnica pero también materialmente la edición. Modelo que consta en regresar a los volúmenes y métodos que ética y políticamente fueron abandonados por el medio cuando quiso competir con las reglas que le pusieron los grandes pulpos editoriales al mercado. «5 horas por día, durante 5 días a la semana, para hacer 50 libros, ese es el método Barba de abejas» dice un poco en broma y un poco en serio. A esto habría que agregar un sostenido trabajo en redes sociales; en sus días en Chile sube imágenes de los libros que tiene para la venta, de su autoría en varias editoriales, algunas artesanales, y sus pequeños hitos comerciales, traducciones de William Burroughs o William Carlos Williams.
Cuenta que Lucas Funes fue el que patentó el método en 12 pasos, y que él, por ser más ordenado que Lucas, logró reducirlo a 5. Entre las excentricidades me quedó grabada la descripción de una máquina que construyó para perforar las hojas. Recordé algo que me contó mi abuelo sobre su experiencia obrera en la década del 60′ en General Motors. La empresa otorgaba premio en dinero a los empleados que tuvieran la mejor idea para optimizar el trabajo, sin importar el título o el puesto que tuvieran. Mi abuelo, que no había terminado la secundaria, era matricero, obtuvo el premio muchas veces, aunque su mayor logro en la fábrica fue esa vez que ilustró a un ingeniero:
—¿Disculpe, se le ocurre cómo probar la efectividad de los parabrisas?
—¿Usted quiere ver si el auto se llueve? ¡entonces tírele un balde con agua!
La anécdota la traigo a colación por el primero de los objetivos que Schierloh propone de la edición artesanal: desintermediar. Si el editor conoce todos los pasos de la producción de un libro, si en la medida de sus posibilidades vuelve a apropiarse del trabajo, es muy probable que ese editor sea mejor porque el cliché de «los libros son mi vida» se vuelve un hecho. «Interrumpo mi trabajo para ir a buscar a mis hijos al colegio, después les cocino y vuelvo a trabajar, el trabajo se mezcla armónicamente con mi vida, eso es incuantificable, no tiene precio».
Schierloh obtuvo el premio nacional argentino en la categoría novela por M (Eterna Cadencia, 2019), una biografía hecha con fragmentos sobre los años de reclusión de Melville. Me pregunto si ese libro hubiera podido ser escrito por un escritor que cumpla los requisitos que el mercado de edición tradicional le exige. Cuando le pregunté por qué escogió publicar en aquella editorial, la más prestigiosa de las independientes argentinas, dijo que por el alcance que tenía para difundir Barba de Abejas.
En un texto sobre edición independiente publicado por entregas en un blog uruguayo, luego de describir la mecánica de la consignación a librerías cuestiona: «¿hay todavía hoy editores que desconocen esto, o simplemente prefieren desentenderse? En la Universidad de Buenos Aires existe la Carrera de Edición, y hay además, como en Chile, tecnicaturas, especializaciones y posgrados sobre Edición: ¿son estos ámbitos espacios críticos de esta mecánica y filosofía editoriales imperantes y hegemónicas, o en todo caso funcionan estratégicamente como reproductores de esa lógica? ¿Son los claustros universitarios los laboratorios de la edición independiente del futuro?».
La autoedición es una posibilidad abierta, con aciertos y desaciertos, con matices que van desde las decisiones profesionales/vitales como en Berbelagua, estéticas como en 11 o políticas como en Schierloh, más todas las variantes que puedan aportar al tema todas las condiciones que padezcan cada uno de las personas que pertenecen o pertenecerán al medio.
En algún momento fue una convención decir que el trabajo del escritor es leer y escribir. Vanguardias del siglo XX de por medio quedó claro que también es necesario que los productores ensayen sobre sus productos, que nos entreguen las obras y las formas de producción de esas obras (Pound, Mayakovski). ¿Será la edición artesanal, o la auto-edición alejada de la vanidad, la salida a la lógica del retail y la despersonalización imperante? Si se radicalizó el capitalismo hasta llegar a su etapa más optimizada, el neoliberalismo, ¿no tendremos los autores que hacernos cargo de bastante más que la escritura de un texto?