Ensayo de eclipse

Ensayo de eclipse

Alfonso Iommi

Catálogo

95 páginas

La aproximación de este reseñador al ensayo viene del teatro y antes del futbol. Por eso en mi mente triunfa la acepción de prueba, de intento. Una cosa muy en serio que no vale en el sentido oficial [qué aburrido el sentido oficial], ese golazo al ángulo en la práctica a mitad de semana que no ven los contrarios del próximo domingo pero que infla de seguridad a los compañeros; eso que finalmente apareció en la obra, que no vieron los espectadores, pero cubre de un aura a los actores en escena. Una gestión del azar con altísimo grado de preparación.

Alfonso Iommi prueba esta vez con Saúl Steinberg lo que en su anterior La orden feliz. Cuatro ensayos renacentistas había probado con, por ejemplo, Maquiavelo. Tensar un género cooptado por la academia [donde la mayoría no puede asimilar las citas y la bibliografía de manera tolerable para un lector amplio] hacia su expresión literaria más ágil: la del relato.

Desde junio de 1984, a los setenta años del ilustrador rumano, el autor inicia un paseo no—lineal en términos temporales sobre sus aspectos vitales, que explican, densifican, contradicen y aclaran su obra, mezclando descripciones formales de la obra pictórica, el procedimiento, dichos y observaciones [casi siempre agudas, reveladoras] de Steiner, con sus propios comentarios de manera tan homogénea que por momentos hay que regresar unas líneas a ubicar las comillas que señalan la propiedad de la idea.

Es que durante las 93 páginas sin división por capítulos, separadas  en el medio por 13 obras de Steinberg, Iommi desarrolla un tono más sobrio que neutral, como si fuera el autor de los subtítulos de un documental que recorre sin demasiado rigor temporal [y esto es un halago] los aspectos del artista que siempre nos faltan para completar nuestra admiración. Porque el objeto, la obra, es la culminación de un proceso complejo de fuerzas en pugna, de debates internos y públicos, de biografía y de obsesiones que un autor está obligado a gestionar. A veces la gestión tiene que ver con no permitir que algo de esto se filtre, otras veces en volver todo eso algo que trascienda la anécdota, el pensamiento, las ideas sin desentenderse del todo, conteniéndolas.

Algo que me parece muestra fiel de la sobriedad del tono sucede en el momento en que se aborda la calidad de inmigrante del artista. Leemos en la página 30—31 una especie de análisis sociológico que resulta de las apreciaciones sobre el idioma ruma no de Steinberg, a cuyo problema, el de las particularidades del habla, volvió durante su obra y un párrafo hermoso de Iommi sobre inmigración: «‘Nunca lo aprendí, era el idioma de los pastores y los policías. La «clase mejor» hablaba francés o, peor, un rumano distinguido, de profesor’. Pero aun así, palabras rumanas abandonadas hacía décadas se asomaban desde ‘un corredor oculto de su memoria’ cuando intentaba explicar algo con exactitud». Había excepciones, un compañero de colegio, médico radicado en Los Ángeles, con el que hablaba «un rumano con el tono de mendigo enrabiado que tiene esa lengua».

Después de eso Iommi escribe: «No entiendo cómo una nación —o una patria, como se llega a decir sin notar los escalo— fríos— pueda despertar alguna curiosidad o menos todavía, algún sentimiento. Exiliados, viajeros, funcionarios, dominan rápido el arte de montar un país. Tienen un talento voraz para convertir la penumbra de los acontecimientos en sorpresas, falsos hallazgos que colorean más que nada su propia destreza, practicada en el aire a ojos cerrados. Tal vez los empuja la nostalgia, pero en su forma más elemental, no hacia alguna cosa o persona singular cuya ausencia les duela, sino que hacia un estado general, en el que algo se daba por descontado, algo en lo que no era necesario pensar. Si abría la puerta y salía al patio del edificio, ‘el lugar donde ocurre toda la vida’, estaba el país, y seguía estando ahí cuando salía a la calle, cuando comía, cuando compraba, cuando dormía. Algo así, aunque fuera una porquería, algo a lo que no prestaba atención, una especie de ocio primario sobre el que patinaba y que no quería comprender, era, supongo, lo que buscaba recuperar, o inventar, y cuyos fragmentos resurgirían inoportunos, despertando más rabia que felicidad».

Convenir y convencer no son la misma cosa. Los textos eruditos se reúnen al rededor del primer término, el del pacto de que algo es [más o menos] así. El otro término, que tiene la palabra vencer en su raíz, es más violento, o para ser menos dramático, político. Un libro como Ensayo de eclipse, con algo de ese perfil re-inventado por Lytton Strachey, pero también de ensayo de obra muy oblicuo y, como se puede ver en el anterior párrafo, con bastante devaneo por lo que el ensayista tiene para decir, diría que pone un pie en cada término para producir otro: contagiar.

Iommi se funde para que Steinberg brille y en ese brillo el lector comprenda al artista, para que se contagie de él. Si el libro está basado en las conversaciones y cartas que el rumano mantuvo con su amigo Aldo Buzzi, quien pulió y dejó lo mejor quitando «lo que estaba mejor dicho en otras cartas, las noticias estrictamente personales, los ‘Querido Aldo’, los saludos, etc.» Iommi sacó brillo a ese resultado, y expandió donde hizo falta, se tomó licencias de novelista y acertó medio a medio. Porque el mismo Steinberg se describía como un escritor que dibuja, volviendo esta relación entre escritura y dibujo el problema central de su obra, así Iommi pintó las escenas que rodeaban los escritos y juicios mejores del ilustrador. Sin ir más lejos, el episodio que da título al libro es una escena probablemente anotada por Steinberg pero pintada en palabras por Iommi: después de almorzar con su mujer en su barrio neoyorkino de juventud, «inesperadamente nevaba. Desconcertados, se quedaron parados en la vereda bajo una nieve calma y sin viento, en silencio. Los golpes de los tacos sobre el pavimento llegaban cada vez más amortiguados; los taxis hacían fila en las esquinas y sus neumáticos crujían cuando se echaban a andar; algunas tiendas empezaron a iluminar sus vitrinas y, en medio del lento y masivo decolorado, emergía de golpe un maniquí desnudo cubierto sólo por un impermeable lila plástico o una serie de paquetes de tabaco expuestos sobre un tapiz que pretendía ser el gabinete de un comerciante inglés. Fue como un ensayo de eclipse, cuyo encanto inocente Steinberg no soportó y, presa de una agitación fingida, decidió estropearlo ensuciando la nieve con sus zapatos o recogiéndola a puñados con sus manos sin guantes para lanzársela a los pasantes».

Lo vio Steinberg en ese ensayo, esa prueba donde eclipse perfectamente podría intercambiarse por muerte, es lo que recorre todo el libro, para lo que nos prepara.

 

Publicado en la edición de agosto 2019

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