Estoy al fondo del jardín cuando escucho una voz de mujer que pregunta desde el otro lado del alambrado quién vive en esa (mi) casa. Al asomarme veo que donde mi vecina tienen una clase de gimnasia. Para la próxima sesión, doy la vuelta a la calle y entro por la puerta principal. Dirige el grupo una rucia teñida que tiene gimnasio en la ciudad vecina y trae su propio equipo de música portátil.
Me sorprende lo mucho que hablan. No es fácil hacer ejercicios y hablar al mismo tiempo. Estando en peor forma que yo, logran mantener entre inspiración y exhalación, abductores, tríceps, intercostales, una conversación. No sé si entre ellas son amigas de ir a visitarse a la casa o de tomar una cerveza y confiarse intimidades. En los pueblos no calzan las categorías que se manejan en la capital para las relaciones. Lo que sí, conocen de memoria la vida de las otras. O eso creen. Cuando le preguntaron a mi vecina quién vivía al lado, querían saber quién era yo.
Compartimos esa curiosidad.
Ellas no lo ven así. Fundamentalmente porque casi no hablo. Al integrarme a un grupo no se me ocurre de qué hablar y lo que me animo a decir crea un momento más bien embarazoso. Puede que interpreten mi silencio como autosuficiencia o desdén.
Al volver a casa recibo un mensaje de una amiga que está visitando a su madre en la provincia: ¡No se puede creer todo lo que hablan acá!, me escribe. Los pueblos son tan distintos a como uno los imagina desde la ciudad y a cómo los viven sus habitantes; la naturaleza no hace compañía, es muda, sorda, ciega. Hablar es como andar en bicicleta, no necesitas una dirección para mover los pedales.
Probablemente todas ellas estudiaron en la escuela del pueblo y la clase de gimnasia en el patio de mi vecina es una réplica telúrica de la obligatoriedad de la gimnasia en el patio de la escuela. Así se entiende que se quejen antes y después de cada ejercicio. No conversan para acompañarse, sino para distraer a la profesora y extender las pausas. La rucia teñida no destaca por su espíritu pedagógico; jamás corrige una postura mal hecha. Le basta vernos para saber que lo único que puede esperar de nosotras es que continuemos viniendo y pagando. Para convencernos de cuánto la necesitamos, cada tanto arquea la columna, se mira el culo apretado y ojea el nuestro.
Ni ellas ni yo deseamos estar en clase; es lo que expresan nuestros cuerpos; fuimos las últimas en el trote a la cancha, en el salto alto y el largo; las que teníamos dolor de estómago a la hora de educación física. La única excepción es una mujer muy alta, de cuerpo cuadrado y cabeza pequeña: pudo haber jugado en alguna liga de básquetbol de provincia. O tenía condiciones para soñar con eso.
¿Qué hacemos corriendo en puntas de pie, para atrás y adelante, de lado, abductores, espinales, tríceps, isquiotibiales? A través de las redes se infiltró en nosotras la conciencia de que debemos cuidar la salud a través del ejercicio físico. Aun así, una parte resiste a la conciencia. En mi caso, a través del silencio. Ellas, con su parloteo. Ambos procedimientos tienen algo en común: nos negamos a estar exclusivamente en el presente del ejercicio. Escapamos, con la imaginación, la memoria, la palabra hacia otro tiempo que corre a la par de la duración de los abdominales.
En mi caso confieso que es un asunto amoroso. La rucía teñida pone todas las clases la misma selección musical; como invariablemente termina antes, debe interrumpir los cuádriceps para darle nuevamente al play y vuelve a sonar la primera canción. Aunque califica como música para centro de yoga o consultorio de acupunturista, la cantante tiene una melancolía desgarradora que me retrotrae a una bahía en Montenegro que visité 12 años atrás.
La tarde que fui al fondo del jardín —y descubrí las clases de gimnasia— necesitaba tomar una decisión: una amiga se disponía a pasar algunos días en esa bahía de Montenegro, a propósito de un Congreso de preservación, y me ofreció buscar al montenegrino del que nunca más volví a saber, ni siquiera a través de las redes sociales. Mientras estiro los gemelos al ritmo desgarrado del equipo portatil de la rucia teñida, pienso si mi amiga logrará encontrarlo, si él se acuerda de mí… No puedo asegurar que reconocería su rostro, pero cada vez que vuelve la canción lo siento más y más familiar.
En la que será mi última clase ocurre algo distinto. La alta que capitanea la conversación, cuenta que el sábado a la medianoche van a adelantar la hora. Me soprende. En los años que llevo viviendo en Argentina nunca cambiaron la hora. La alta cede su turno para driblear los conitos. Sí, refrenda, hace mucho tiempo que no la cambiaban. Desde la última vez quedamos con ese problema con el tiempo. ¿Qué problema?, le pregunto. La alta se acerca, como si para hablar del tiempo necesitara una nueva intimidad, entonces se acuerda del distanciamiento social, y vuelve a retroceder. Las demás pasan de a una por entre los conitos, primero de frente, de costado, hacia atrás. La rucia teñida se mira una uña partida. Claro, me explica la alta, nunca supimos si la última vez que cambiaron la hora quedamos viviendo en el tiempo correcto o en el otro. Me quedo pensando y se da cuenta. Podría decir que disfruta haberme sacado palabra. Y agrega: Esperemos que algún día nos digan en cuál de los dos tiempos estamos viviendo ahora. Y mientras retoma el circuito, yo me quedo paralizada ante los conitos. Se me olvidó cómo seguir, si puntas de pie hacia adelante, desplazamiento al costado, pasito corto para atrás…
Al día siguiente vuelvo al fondo. En el patio de mi vecina solo están el gato, los conitos, la cinta, los ladrillos. Mi amiga encontró al macedonio de pura casualidad, estuvieron bebiendo en un restorán y sí, se acuerda de mí porque, a diferencia de las mujeres con las que sí concretó, la nuestra quedó como una posibilidad abierta. La segunda noticia es que el sábado no cambiarán la hora en Argentina. Ignoro de dónde sacó la alta esa información o por qué lo inventó. Tal vez escuchó que iban a adelantar la hora en Chile y eso hizo reflotar su inquietud por el tiempo. La tercera noticia vino de la mano de la rucia teñida. Armó un segundo grupo y prefiere que yo me cambie. Son los mismos días una hora y media antes. No sé si, apabulladas por mi silencio, ellas se lo pidieron o la rucia consideró que me voy a sentir mejor en el otro grupo. Somos cuatro, ninguna nació en el pueblo, la clase se desarrolla en silencio. Debiera estar contenta, pero me preocupa que todo lo que escribí hasta que la alta me habló del tiempo, tiene poesía, tensión, fluidez, estilo, un toque confesional. Y son puros prejuicios.