Esa frágil medida material

Banda Propia es uno de los catálogos más interesantes que hemos visto crecer en estos años. Le pedimos a una de sus editoras que nos abriera su taller y nos hablara de su trabajo, que reconoce el trabajo de sus antecesoras.

 

Cuándo comienza un libro, cuándo termina un libro, me pregunto y me gusta pensar que no comienza ni acaba en una estantería, en la catalogación de una biblioteca, en un mesón de novedades, en una venta de saldos, en una feria libre junto a los best sellers de ocasión. Hay algo en ese deseo por el impreso que funciona como línea de tensión y continuidad en el oficio de quienes estamos implicados en esto tan concreto que es darle vida material y circulación a un libro. Pero en estos días me es difícil jugar al cuestionario personal sin volver sobre lo que editorialmente ocurrió con esas ciento setenta páginas impresas que produjeron una microhistoria de nuestro oficio en un tiempo insólito: ese texto colectivo que, como dijo Alia Trabucco Zerán, deberíamos dignificar como borrador, como «secreto compás». Eso porque me asombra la maquinaria que puede desplegar un libro y una editorial en todas sus escalas, sus energías productivas e improductivas. Qué decir cuando se orientan hacia un horizonte más allá de lo posible, cuando parecen una promesa.

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Quienes editamos sabemos que los libros no son resultado de cadenas operativas perfectamente delimitadas en sus funciones profesionales. La historia de las editoras lo muestra muy bien, incluso la de aquellas que no fueron reconocidas bajo esa etiqueta. Carmela Jeria en La Alborada, Gabriela Mistral en Mireya, Marta Brunet en Familia, Amanda Labarca en Lecturas, pero también Rosa Luxemburgo en el Sprawa Robotnicza, Eleanor Marx en The Commonweal, Camila Henríquez Ureña en la Biblioteca Americana del FCE. Particularmente las feministas obreras editaron en sus terceras y cuartas jornadas de trabajo, las otras, como artesanas del oficio con esporádicos cargos, salarios, posiciones. Podríamos reconocernos en esa suerte de ingeniería barroca de nuestra actividad editorial, como si estuviéramos remando hacia el trabajo libre mientras sorteamos las dificultades con imaginación económica.

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Vuelvo a esas ciento setenta páginas porque su despliegue probablemente sea uno de los hitos editoriales más importantes que hemos vivido desde los años de Quimantú. Convengamos un punto de partida aleatorio para su microhistoria material. A principios de julio, 1.000 copias impresas por la Comisión de Comunicaciones del aparato recién disuelto, circulación libre en formato digital. Lo sabemos, desde el primer día hubo filas para conseguir una copia. Solo la editorial Lom, una de las principales abastecedoras en librerías nacionales, imprimió 89.000 ejemplares en once tiradas, en solo ocho semanas, más de lo que sus propias máquinas podían producir. Ese esfuerzo también lo hicieron otras editoriales, imprentas, fotocopiadoras, talleres gráficos, editoriales universitarias en todo el país. Las 900.000 copias impresas por el gobierno no paralizaron el ritmo de producción. Ocho semanas en el ranking de los más vendidos. Copias de lujo, copias artesanales, versiones caseras, corcheteadas o anilladas, video-libros, audiolibros. La versión digital no asfixió ni la maquinaria ni el ingenio del papel. ¿Por qué? ¿Fueron las jornadas maratónicas para su elaboración? ¿Fue la envergadura de sus debates? ¿Fueron las discusiones de criterio y estilo? ¿Las decisiones de norma y de innovación? Quizás fue la negativa anunciada, y que no creímos, su latente posibilidad apócrifa. O la confianza colectiva de que allí, al final del camino, había algo definitivamente nuevo, algo más que el título que enterraría la Constitución del dictador.

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Hay libros cuya historia no deja de mostrarnos un exceso, recordarnos que no acaban en su medida material. Los antropólogos del fetichismo lo llaman el enigma de la demanda. Pero también tiene que ver con otra cosa. Qué sería, por ejemplo, de Calibán y la bruja sin su permanente piratería. Qué representa el gesto de llevarle a Federici en su visita a Chile las copias pirateadas de su propio libro para que las firmara. Algunos libros llegan a ser totémicos, casos privilegiados para teorías de la recepción, la traducción y la tergiversación. ¿Pero qué ocurre con los libros que son simplemente libros? Esos, la mayoría, que lejos de todo heroísmo trazan su historia singular para construir un nombre propio o perdurar su anonimato. Esos que quedan como referencia al pie, como estructura en otros libros, atmósfera de otra escritura, puestas en escena.

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La edición pareciera ser un juego de equilibrios en una precaria fragilidad. Y a veces también un secreto monstruo hogareño. En una carta a Vita Sackville-West, Virginia Woolf le escribe: «Estimada Sra. Nicolson, Me preguntaba si le gustaría venir a cenar con nosotros. Digamos, el lunes 8 a las 7:45. No cenaremos mucho más que un picnic, porque la editorial se ha metido en la despensa y en el comedor. Tampoco nos arreglaremos para el evento. […] Muy sinceramente suya». En esos años la editora de Hogarth Press ya había publicado las primeras traducciones de Freud al inglés y algunos de sus propios libros. Pero también había rechazado el Ulises de Joyce, y enfrentado con desdén la polémica en torno a la novela lésbica de Radclyffe Hall. Se decía que defendía los valores de los «modernos novelistas del sexo». Virginia, la editora, desistió de defenderla públicamente por eventuales represalias a las publicaciones de su sello y de su propia obra. Virginia, la escritora, porque alegaba en privado lo pésima que era la novela. «El ritmo de la editorial me ha estado rugiendo en las orejas», insiste en sus correspondencias. Hay una fantasía del descontrol y también una fantasía del dominio de su monstruo hogareño. Invertir roles, hacer todo y de todo a la vez.

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Siempre hay un afuera, siempre hay un algo más. Nunca depende de una sola persona. Comencé editando libros por encargo. Tuve un pequeño taller de edición, malísimo: hacer parecer a personas que no escribían que sus textos sonaban bien o que al menos eran funcionales. Después seguí a la sombra de nombres que ya constituían un cierto lugar de enunciación en Humanidades, Ciencias Sociales, Antropología, Literatura. Algunos llegaron a ser libros reales y muchos quedaron en borradores, en proyectos de algo. Hoy mi actividad principal es hacer libros y también imaginarlos. Abrir el taller de edición es volver sobre los libros hechos, pero también sobre las fantasías de esos libros que quisiste editar y no pudiste, esos libros que imaginas desde hace años pero sabes que hacerlos es económicamente imposible, el texto inacabable, que los derechos no están, que el tiempo y el destiempo jugaron en contra.

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Cada vez que vuelven los fantasmas de libros no acabados recurro a las virtudes del montaje. Siempre se puede decir algo con los silencios, los cortes, los fuera de campo. Y hacer finalmente que la frágil medida material deje de rugir en los oídos, para que exista ese efímero instante en que se ve y luego se habla con quienes están alrededor, se anuda, y sale. Sí, esa «esquiva y sutil ligazón» de las cosas, decía Julieta Kirkwood, quizás la misma que dio forma a este encargo.