Estampas de la pandemia: la realidad en la literatura

Una de las formas de ganarse la vida en la literatura es escribir en medios. Así lo fue para grandes escritores a los que les tocaron diferentes pestes entre el siglo XIX y el XX en nuestro país. Para otros, esta realidad se insertó en sus libros. Como sea, es un documento que nos enfrenta y nos pregunta: ¿es tan distinto como lo vivimos hoy?

Sobre el autor 

Bajo el seudónimo de El Pinganilla, Domingo Faustino Sarmiento escribió en El Mercurio (de Valparaíso, entonces no existía el de Santiago ni la empresa) textos satíricos. En el siguiente, publicado como correspondencia porque las enviaba desde Santiago, enumera a los diarios rivales como víctimas, que más allá del tono, podemos entenderlos transfigurados como seres humanos y sus padecimientos. 

Sarmiento frente al cólera

18/05/1841

Correspondencia

Señores del EE del Mercurio

¡¡¡El Cólera Morbus!!!

¡Dichosos ustedes señores editores, que comen jaibas y congrio fresco! ¡Dichosos, mil veces dichosos! Ni una sola mirada de compasión, ni un anuncio, ni una palabra dirigen a los pobres que vamos cayendo aquí uno tras otro, sin que haya quien nos preste el menor auxilio. Pinganilla también su pinganilla sucumbirá abandonado el desdeñoso Mercurio, que se ha inflado de democracia, de principios y de liberalismo que no cabe en el pellejo.

El Cólera Morbus ha aparecido aquí en esta malhadada Santiago, y sus estragos son horrorosos. Cada día se aumentan las víctimas, y las casas se cierran porque no queda en ellas alma viviente. La Imprenta de Colocolo ha sido cerrada de este modo y las llaves entregadas a la policía. ¡Qué estrago! ¡Qué rapidez! Todos tiemblan por su vida, y el concienzudo y sagaz Araucano se ha encerrado en su casa, a la manera de los francos cuando aparece la peste en el arrabal de la Pera. A nadie abre sus puertas, y cuando más consiente en que le tiren por la gatera las cartas y oficios que le manda el fraile Aldao su antiguo amigo para que anime el entusiasmo patriótico, americano, federal, contra los salvajes asesinos unitarios.

¡Estoy fatigado! Si Dios es servido llamarme, que se cumpla su santa voluntad: para eso hemos nacido, Señores editores; pero tendré al menos el consuelo en mi hora postrimera de haber, sí, visitado a los enfermos, cómo me enseñó mi abuela, ¡que en paz descanse! A todos les he ayudado a bien morir. ¡Pobrecitos! El Duende fue el primero que atacó la epidemia. Lo vi espirante. ¡Ay amigo! Me dijo. ¡Hay sueños que verdades son, y se quedó tieso y negro como un cigarro puro! ¡Qué horror! Se me han quedado atracadas en el oído estas proféticas palabras y me atormentan de día y de noche.

El Tribuno cayó a los tres días, y hasta ahora lucha con la enfermedad, tiene el maldito una constitución de perro de compañista. Está sin habla, que es su mayor tormento, y parece que las palabras se le han estado coagulando en el fondo del alma. Yo le hablaba esta mañana, por ver si reventaba por alguna vía pero nada, ni una sílaba, que es lo que más aflige. Hermano, le decía, ánimo. ¿Bulnes? –encogía los hombros. –¿Pinto? –más los encogía. –¿Qué diablos, y qué quiere entonces. –¿Egaña? –Casi me caza una oreja: anda dije, que te lleven dos mil de a caballo.

Los estragos aumentan, y el Cólera se pesca de barrio en barrio. La Justicia fue hallada muerta el otro día, sin que alma nacida se hubiese apercibido de su desaparición. ¿Qué no tendrá parientes esta pobre mujer? El Veterano se sintió enfermo por la mañana y a la noche era ánima de purgatorio. Ha testado y dejado sin espada al otro y sus campañas al olvido. Estábamos unos poquísimos amigos del difunto, inventariando sus pobrezas, cuando oímos el traqueo de cuatro rotos que iban llevando en una escalera, ¡qué dolor! ¿A quién se imaginan Uds.? Al Comilón. ¡Anima bendita! Lo llevaban a enterrar, según lo había pedido in artículo mortis, en el tajamar, en una pila de basura, contra la existencia de la cual había machacado toda su vida. Era una vergüenza, decía, que en Santiago, como si fuese una ciudad turca, se viesen, ni aun en sus alrededores, esas inmundicias que infestan el aire, y sirven con sus efluvios de vehículo a las epidemias. ¡El corazón es muy fiel! Pero amigo, le decía, la persona con quien hablaba, que quiere V. si todo Santiago es una inmundicia perenne. En otras partes hay sistemas de canales, que interceptan un país para la navegación, sistema de irrigación, sistemas de alumbrado, sistema de aduanas, la policía vigila sabiamente a fin de que como las venas en el cuerpo humanos circule y corra sin tropiezo por todas las manzanas y casas de Santiago: a veces ocurre una estaguación, no obstante las precauciones y el sustancioso y aromático líquido se atraviesa por las calles dando que oler por una semana, a pesar de que sin este regalo hay que olfatear demasiado, y sin aspirar muy fuerte a todas horas, y principalmente de noche; sin duda, con motivo del fresco que reina en estas hermosas noches, que la han hecho merecer, como a Italia en Europa, el renombre de jardín de la América. Mas volviendo a la estaguación, la policía tiene, como en otras partes bombas de incendio, [ilegible, en cursiva] y lanceteros para remediar oportunamente el mal: ocurren los encargados de hacer estas operaciones quirúrgicas, al lugar donde se ha obrado la coagulación: tantean la parte afectada (generalmente son los albañales) la reconocen, examinan el atrancamiento, y entonces, con pleno conocimiento de causa, le arriman lanceta y más lanceta, hasta que con indecente júbilo se ve correr la cosa por donde debe y arrastrar en su tránsito la preciosa carga que estaba depositada, aguardando la marea para bogar, con destino a tierras lejanas: quedando así, gracias a la vigilancia, restablecido el sistema económico de la ciudad. Algunos médicos, de estos que se vienen a Europa a hablarnos de higiene, hacen sus reparillos a este bello e ingenioso sistema, hablando de mortalidad espantosa, aire infecto, insalubridad, y otras sandeces que por allá pueden ser buenas; pero aquí que uno se muere cuando Dios lo dispone así, aunque no haya causa natural para ello. ¿Ni como tocar un ápice a esta creación del arte, y del ingenio del hombre, cuando la ciudad entera ha sido modelada sobre este tipo, y no podría alterarse, sin tener que destruir todas las casas y los cuartos redondos, donde el pobre tiene su morada, su cocina, su dormitorio, y hace su lavado y todas sus necesidades domésticas, dando a los niños que se crían respirando esta atmósfera, aquel tinte lívido y verdoso, que les sienta tan bien? ¿Cómo privar a esta multitud de tan inmensas y tan económicas ventajas, sin el gasto alguno de millares de pesos? ¿No sucede lo mismo en Londres y París no obstante que en una sola casa, están establecidas, en sus cinco pisos, cien familias, con quinientas personas? Y los juiciosos médicos dicen amén, porque saben que donde el egoísmo y la costumbre inveterada hablan, punto en boca.

¡Qué digresión tan recargada esta! Vuelvo, pues, a mis mórbidos muertos. Un incidente aciago, más de los asaltos del cólera, nos ha robado toda esperanza para lo venidero, la joya de los románticos, el consuelo de los males presentes, la gozosa expectación de la República. Chile se ha quedado sin porvenir, como parra sin uvas como cometa sin cola. ¡Chile está ñecla! ¡Y estamos vivos todavía! Venía el Porvenir, jadeando con una pieza de barro, que dijo que era la urna de la indiferencia, hallada en una tapera de los antiguos; y cómo encontrase conmigo, con quien se chanceaba siempre, le dije ¡Qué hay de nuevo camarada? ¿Por qué tanta prisa? Déjame, déjame, me dijo, ahí ha salido un periódico, tan mustio y deshojado como un sarmiento, y se echó a reír con tales ganas que se le reventó una arteria y murió en el acto, estrellando la tal urna contra las piedras, dejando salirse de su seno una multitud de ambiciones que dormían adentro: y cogía una por de pronto. ¡Qué roñosa era! ¡Qué amohosada! No podía menos. ¡Diez años había estado guardada! ¡Era flexible y blanduzca! Un poco ajada ya y pasada de uso; pero buena todavía y servible, al menos para remiendo de otra que no fuese damante. Corrimos varios en busca de médicos, Byston-kal estaba fuera, Sasi-ly en el hospital, Lafargue-kanki no parecía: últimamente encontraron al sabio Paredes, que vino sin aliento, le tomó el pulso, le infundió respiración, le apretó el esófago, le hurgó las vértebras lumbares: pero ¡ay! Era tarde: el muerto se había muerto, que era lo peor de todo. ¡Valiente desgracia, dijo Paredes! ¡Ingenio Precoz! ¡Se ha rajado medio a medio el alma a este talento porvenir al hacer una tan arrojada comparación! ¡Creación especial! ¡Fue improvisada para producir esta obra maestra de crítica, agudeza y gusto, y se rompió el molde en que había sido vaciada! –Si ha sido de risa que se ha reventado, le dije, ¿no ve la sangre? Calla zopenco, esa sangre es del alma… y como el médico lo decía, quién se mete en disputas con ellos.

¡Ay! ¡La Guerra también, la Guerra ha sucumbido! ¡Qué muerte le dio Dios para escarmiento de perdedores endurecidos! ¡Murió la triste, como había vivido, maldiciendo y vomitando pestes! ¡La muerte de los réprobos! Había estado en la cárcel no hacía mucho por sus habladurías y sus testimonios, y le habían condenado a escribir hasta el número 30; pero ella, para ser hasta en esto revoltosa, escribió otro número más, hasta que la sorprendió la muerte. Yo voy a visitarla en el lecho de dolor. ¡Qué cama y qué miseria! He sido envenenada me dijo, me quema el tósigo las entrañas. ¡Los forajidos, los asesinos, los salteadores, me han asesinado! Pero no es tarde: en el infierno aguardo a Buike; y allá no hay santos liberales que lo favorezcan. ¡Hermana! Déjese de esas cosas: piense en Dios que le va a tomar estrecha cuenta de la mala vida que ha llevado. No haga malos juicios: no la han asesinado, es el mal que anda. El Duende, la Justicia, el Veterano, el Porvenir, todos han caído de uno en uno, el Tribuno está sin habla, y las devastaciones siguen. ¿Le traigo un padre hermana? No, por Dios, no. Un vaso de chicha para refrescarme un poco. Confesor, no. Tengo mi alma entregada al malo, estoy condenada en vida. Deme chicha baya; con este consuelo moriré tranquila. –Y mirando el vaso con ojos desencajados, y la boca contraída y lívida, lo empinaba con mano trémula; y al concluir exclamó cobrando aliento. Quia tu es Deus, fortitudo mea. –¡Ave María! Dije yo, santiguándome, Dios te ayude, infeliz; y me retiré rezando. Después se supo que se había roído los dedos y había muerto en la impenitencia y en la desesperación, maldiciendo a Asnuk, a Bulque y a todo cuanto le venía a la memoria.

Hace tres días que se sintió con los síntomas el Elector, pero aún no está de peligro. ¡Qué buen sujeto! ¡Sería una lástima su pérdida! Toda la nación siente su mal y Dios el de todos. Hubo junta de médicos; y se examinó el vómito y dominaba una bilis reconcentrada, pero poca. Después de muchas consultaciones y disputas se decidió a administrarle una buena dosis de Mercurio. ¡Qué efecto le ha hecho! ¡Qué abundancia de humores le hace expeler! ¡y qué corrompidos! Cada nueva deposición le duplican las dosis. ¡Mercurio y más Mercurio! y deposiciones y más deposiciones y más deposiciones, y cada vez más copiosas. Toda la constitución está, según dice el médico de cabecera, afectada de malos y viciosos humores, y es preciso sustituírselos con la pócima mercurial. Si este sistema de curación sigue, puede quedar bueno el paciente para beneficiar metales por amalgamación; lo que no dejará de serle de utilidad a un amigo suyo, que es su matapesares, que lo asiste y le administra en persona la dosis. ¡Cómo les repugnan a los enfermos los remedios! Esta mañana fui a la casa del enfermo, calle de los Teatinos, a informarme de su salud. Le estaban administrando la dosis. ¡Qué gestos hacía! ¡Cómo alejaba la copa! –Ánimo, querido, le decían sus amigos: aguante esta, como ha de ser, todo es preciso; sino se cura se lo lleva el diablo; y el infeliz cerraba los ojos y tragaba el Mercurio como un renegado. Agua, agua para enjuagarme la boca.

Escaldada tengo el alma con tantas desgracias, y no obstante que no siento yo nada todavía, me parece que me anda el Mercurio por las entrañas, y me estremezco de horror. ¡Avisos de Dios, sin duda! ¡Aldabadas de la conciencia! Yo fui creado en el santo temor; pero todo se borra con el tiempo. Quisiera hacer obras de caridad para hacer algún mérito; mas siento una indecible pereza, y luego ni un cobre para dar de limosna. No: desde hoy más, nueva vida, Pinganilla de mi alma, las cosas se van poniendo feas. Vigilate et oratequia nescisti dien necque horam, y no sea el diablo. Voy a hacerme cofrade de alguna piadosa hermandad, porque me entierren en sagrado como un buen cristiano.

Si muere alguno más, y si yo caigo se los escribiré, señores editores, cuando les cuente el resultado de mi admisión en alguna tercera, que será pronto. Rueguen entre tanto por el triste-.

Pinganilla

Texto extraído de los microfilms de la Biblioteca Santiago Severín de Valparaíso. Están compilados en Pinganilla en El Mercurio, Garceta, 2018.

Sobre el autor 

«El primer poeta chileno» en palabras de Nicanor Parra, fue un asiduo colaborador de textos en prosa en impresos de 1900. Uno de sus momentos más altos de esta producción es Reportajes fúnebres, donde hace hablar tres muertos que representan la época (un aristócrata posteriormente atribuido a Emille Dubois; un alzado caído en el asalto a El Mercurio de Valparaíso en mayo de 1903; y un apestado de viruela) en un vanguardista ejercicio de periodismo ficción. Copiamos el último tercio.

Carlos Pezoa Véliz hace hablar a los muertos de la viruela

Casi en las puertas de una sepultura fastuosa, sentimos un ruido que nos puso en cuidado. Era nada menos que un ratero difunto, en son de pillaje o en actitud de expropiar las vestimentas de un muerto ilustre.

Llevaba en la derecha una llave ganzúa y en la izquierda… un permiso para cargar armas prohibidas. Cuando le sorprendimos se puso «pálido, como muerto».

—¿Quién es Ud. difunto canalla, ladrón empedernido, que prolonga sus hazañas hasta más allá de la tumba?

—¿Yo, patroncito?

—¡Tú, miserable!

—Yo no soy… Yo soy… es decir. Voy a icirle altiro quién soy; pero pa eso no es

preciso que iga ni una filosofía… Mire señor, que algunas veces los entra mal genio con los futres…

—Bueno, entonces: Dinos, quién eres.

—Yo soy un valorioso, como decía el dotor Artaburruaga.

—¿Qué edad tienes?

—Tengo 30 años de vida.

—¿Cómo de vida?

—Quiero decir que esa edad tenía cuando me morí de la peste.

—¿Y cuántos meses de… muerto, tienes?

—Cuatro meses, patrón.

—¿Eres vacunado?

—Sí, señor.

—¿Te brotó la vacuna?

—Sí, señor. Me salió este brotecito (mostrándonos la llave ganzúa…).

—¿Quién te vacunó?

—El «Pocas Charchas» que hacía de dotor en la compañía donde estaba.

—¿Alguna compañía ganadera?

—Sí, patrón, porque se ganaba «un algo».

—¿De qué te vino la peste?

—De haberle pedido un fósforo a un apestao, en la Avenida del Brasil.

—¿De eso no más?

—Claro que no. Cuando él sacó la caja, yo le saqué el alma de un garrotazo.

—¿Qué más le sacaste?

—El chaleco y los pantalones.

—¿Tenía algo el chaleco?

—Un relós

—¿Y los pantalones tenían alguna cosa?

—Sí, señor: la viruela…

—¿Dónde sentiste los síntomas?

—En… la comisaría, patrón.

—Te pregunto en qué parte del cuerpo.

—En los pies…

—Es raro eso. ¿Los síntomas de la peste en los pies?

—Vaya, patrón. ¿Pa que se está haciendo leso? Los síntomas de la comisaría se sienten al trote cuando uno «las va echando».

—¿Te condenaron por robo?

—A 61 días de prisión.

—¿Los cumpliste?

—Claro que no, porque me conmutaron la pena, por otra.

—¿Cuál fue la otra?

—Prisión perpetua en… la fosa común.

—¿Has ganado con el cambio?

—Me parece, pues; aquí uno roba por cuenta propia, sin que le cobren reparto los de la pesquisa.

—Verdad, señor ladrón: aquí tampoco tienen la vigilancia del juez Santa Cruz.

—Eso no, porque aquí en el cementerio lo que más abunda; y esta santa cruz de la justicia divina le entra más «el habla» a uno que aquella de la justicia porteña.

—¿Llevas permiso para cargar armas prohibidas?

—Sí, señor.

—¿La obtuviste cómo?

—Me la inteligencié con un Sr. Titius , que mataron con permiso y todo.

—¿Por quién está firmada?

—Creo que ice la firma: Fernando Blanco.

—¡Ah! ¿Y para qué usas el permiso?

Més que pregunta: ¡Claro que pa cargar la ganzúa!

Publicado el 4 de noviembre de 1905 en La Comedia Humana, firmado con el seudónimo de Juan Pereza. Extraído de la Serie prosa de Carlos Pezoa Véliz Cuadernillo nª2: Prácticas de la fe y espacios fúnebres, Ediciones Perro de Puerto, 2013. 

Sobre el autor 

Valparaíso tiene historias que hoy nos parecen imposibles. Entre ellas la estancia de un desclasado artista de Hungría que captó en los últimos años de las grandes pestes el ambiente de la ciudad, el trabajo y la vivienda  precaria y los llevó más allá en libros hoy  inhallables, pero afortunadamente reeditados. Copiamos un apartado de la epopeya Los muertos de la mañana (1923).

Zsigmond Remenyik y los delirios de la enfermedad

3

EN EL CONVENTILLO

«LA UNIÓN»

El conventillo tiene 3 pisos

53 chimeneas

               248 ventanas por calle

¡Aquí vive la PESTE!

¡aquí duerme y come en los catres grasosos,

colgando sus banderas hediondas por la pared!

¡las escaleras

con lámparas grises sobre sus espaldas

suben hasta el techo,

el conventillo

es igual a un cementerio grande en la lluvia triste del otoño!

viene el

 panadero cojo y

la hembra

los siguen las colinas amarillas de pan,

ellos entran por el conventillo,

¡una pieza!

¡prenden la luz!

las paredes abren sus estómagos,

y ahora la hembra:

¡tú eres

un animal! ¡vivimos en la miseria! ¿qué estás esperando? ved las paredes, ¡aquí vive y duerme la peste! ¿no me comprendes?

y él con un gesto

silencioso,

en la profunda noche:

¡Oye como respira toda la casa! ¡y las

calles y el puerto también! oh ven para acá ¡hoy en la noche tenemos luna llena!

¿Vamos a dormir?

y la hembra con una sonrisa cruel:

¿quién quiere

dormir? ¿quién? ¿aquí duerme la peste no más? ya se acostó en tu cama vete a dormir con ella cuando quieras ¡vete!

y él:

¡ved las colinas amarillas

amarillas de pan! ¡nos siguen con su banderas negras y ahora nos esperan por las calles! ¡ellas me quieren siempre! ¡qué quieren! y los miserables ante la panadería

¡oh terrible es! ¡terrible!   

y ella:

 con la

sombra que llena el conventillo y las calles como una cortina oscura sobre nuestro corazón:

¡Oye!

¡tengo un pensamiento sobre la vida, sobre la mía y nada más! ¡tengo 33 años, la vida corre, tú llenas a todo el conventillo con tus ideas estúpidas sobre el pan, y sobre la luna, y otras tonterías! ¡tú eres un animal! ¡cuándo sería posible, serías dos! ¡eres el panadero del cuerpo de dios! ¡todo eso para reírse! ahora vamos a dormir! ¡dormimos tres horas! ¡y nos levantamos a las 5! ¡entonces te hablaré de una cosa, que tengo ya hace siete días en mi cerebro!

Extraído de Las tres tragedias del lamparero alucinado, ediciones del Caxicondor, 2015.

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