Fabulario
Rodrigo Barra Villalón
212 páginas
Zuramerica ediciones y publicaciones
Leyendo Fabulario, el segundo libro de Rodrigo Barra Villalón, caigo en cuenta de lo poco que me importan los argumentos y de lo mucho que me importan los estilos. Pues con la pulcritud no alcanza, y Barra Villalón es todo lo que puede ofrecer, al menos a quien haya leído cuentos de lo que se entiende por «literatura universal». En el volumen, compuesto por treinta y siete cuentos brevísimos de distintos géneros, no hay nada en la sintaxis que haga pensar en una conciencia sobre esa dimensión del lenguaje, ni en las estructuras que signifiquen un aporte al momento en que el libro es editado, tampoco en que en el autor exista algo así como un rasgo personal.
Y aquí editado también es escrito, pues en la solapa nos enteramos que, nacido en 1965, dedicó su vida al ámbito empresarial y recién en 2018, aquella «pasión inactiva por razones de fuerza mayor», se volvió «un imperativo» y decidió «someter su escritura al escrutinio de diversos editores, talleres y cursos»; ese mismo año publica Algo habrán hecho y al siguiente Fabularios.
El libro, como dije, es prolijo como la arena de una playa privada. No hay palabra que haga ruido o se revele de una linealidad afectivamente homogénea hasta el cansancio. No hay, en el plano de la sintaxis ni en el de las ideas, posibilidad de subversión alguna. Todo está escrito como dando un examen.
«—Laura es mi hermana —decía una mujer a otra, indicando a su lado— ¡Qué suerte encontrarnos cuatro chilenos aquí!… lo noté por el altiro que le dijiste a tu acompañante.
La aludida dormitaba apoyada en el ventanal. Era de una belleza asombrosa, costaba creer que fuese pariente de la parlanchina.
—Se le pasaron los tragos —explicó la hermana—. La altura y el alcohol no son buena mezcla.
—Pobre… —apuntó al hombre que estaba a su lado— él es mi marido.
Pedro Pablo miraba por la ventana. Era alto y fornido.
Saludó con un gesto hosco, justo cuando el tren daba otra sacudida. Más allá, un niño obeso con una radio en sus manos intentaba sintonizar alguna emisora.
—¡También soy abogada! —siguió la hablantina — Mi hermana es la procuradora en el estudio».
Un crítico de diario conservador y santiaguino ubicó en Fabulario «diálogos naturales, cultura sólida sin pedantería y descripciones sucintas».
A mí, parlanchina y hablantina, cuatro chilenos sorprendidos por estar en un tren rumbo a un punto turístico de un país limítrofe, y los adjetivos utilizados para Pedro Pablo, me hicieron pensar en una diferencia fundamental. La literatura no trabaja con palabras. Con palabras trabaja el periodismo, cierta política, los abogados. Pero la literatura trabaja con lenguaje. Esto no quiere decir que para sortear el lugar común y «hacerle algo» a la materia con la que se trabaja, sea necesario estar al tanto de las últimas teorías literarias o filosóficas (hay evidencia de sobra que esto también puede ser un lugar común).
Alejados de la prisa por publicar y los embaucadores que venden esa posibilidad a cambio de algo tan pedestre como el dinero, a solas con nuestras limitaciones, debemos responder todos los días qué es el lenguaje y sobre todo hacia qué problemas nos empuja la literatura, que no es un imperativo, sino la condición de la existencia de quienes escriben y leen. Pero no como pasatiempo sino de verdad.