Fulminantes

«Proust me hace rememorar otro momento de muertes súbitas. Después que Pinochet dejó el gobierno hubo un período de alegría y desborde. Luego, de un día para otro, comenzaron a morir militantes de izquierda aparentemente sanos. Sociólogos, periodistas, filósofos. Con la democracia tuvieron que buscar trabajo en el mercado y se encontraron con que los nuevos tiempos consistían en obedecer, callar y cobrar».

Ninguna de las últimas muertes que me han sorprendido se han debido al Covid. El lenguaje médico las atribuye a enfemedades fulminantes. Se descubren el jueves y el lunes ya es tarde. Justo cuando la epidemia da una tregua y se avizora que podremos retomar el contacto cercano con los y las demás, la tormenta arroja estos rayos eléctricos.

Una amiga me cuenta que un amigo que tenemos en común, en una visita a la Argentina, le dijo que entre sus 60 y 70 años se le murió más gente alrededor que en el resto de su vida. Supongo que mi amiga busca consolarme de que la muerte, fulminante o no, carece de explicación. Y yo, como Proust, «…miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi espíritu sentía que ocultaban algo que no podía aprehender…»

Delante de casa se detiene un camión gigante con una grúa petisa que ocupa un tercio del espacio. Con la remodelación de la casa, el paraíso quedó pegado a la galería. A veces caen pedazos grandes y tiene dos agujeros por los que entra la lluvia lo pudre. El leñador y su ayudante bajan la grúa, dos palas, un hacha y una motosierra.

El ayudante acomete con el hacha las raíces que están del lado de la galería. La justificación para cortar el paraíso se derrumba. Al contrario de la impresión que causa el tronco, están vivas. «Una parte, la otra se pudrió», especifica el leñador de un vistazo. «Mi plan era primero cortar todas las ramas con la motosierra usando la grúa, pero el hombre aquí se me adelantó y lo hace a su manera», me explica. No está claro si la rebelión del ayudante le da rabia o risa. Se nota que llevan años trabajando juntos y no necesitan hablar para entenderse. Cuando vino a ver el árbol me aseguró que no le convenía traer la máquina para un asunto tan pequeño. Igual apareció con el camión que debe gastar un montón de nafta solo para disfrutar manejando su grúa petisa y, cuando quiere echarla a andar, se le entromete el ayudante con el hacha. Creo que se ríe.

Entre las enfermedades fulminantes de este año hay escritor_s que sobrepasaron los 70. En sus obras ironizan, atacan, desmontan, con gracia e inteligencia, el conocimiento científico, técnico, patriarcal. La paradoja es que ese poder terminó sometiéndoles, al igual que a todos los mayores de 65 años, a una reclusión total, ojalá sin contacto humano, durante más de un año. Para disuadir cualquier rebeldía les bombardeaban con imágenes de personas mayores que morían solas en pasillos de hospitales sobrepasados. La solución para mantenerlas con vida no encontró oposición.

La edad avanzada no es el origen de estas muertes llameantes, flagrantes, fulgurantes. Hay personas de 55 o 49 años que duraron dos días entre el diagnóstico y el cajón. ¿Será que no hay relación entre ellas y el momento que vivimos?

«…Miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi espíritu sentía que ocultaban algo que no podía aprehender…».

Proust me hace rememorar otro momento de muertes súbitas. Después que Pinochet dejó el gobierno hubo un período de alegría y desborde. Luego, de un día para otro, comenzaron a morir militantes de izquierda aparentemente sanos. Sociólogos, periodistas, filósofos. Con la democracia tuvieron que buscar trabajo en el mercado y se encontraron con que los nuevos tiempos consistían en obedecer, callar y cobrar. Si se oponían eran despedidos, después los volvían a contratar en un puesto más precario, autoritario, abusivo. A diferencia de ellos y ellas, aprendí a flotar en esa democracia que parecía una continuación de la dictadura; fingía que estaba de acuerdo, fingía que no me dolía el desdoblamiento, me convencía que la renuncia no iba a borrar lo que pensaba, después me emborrachaba.

Esas muertes desapercibidas restaron al horizonte de ese tiempo una forma de estar en el mundo. Las disensiones que vinieron a futuro carecen del dolor que esas personas no pudieron soportar.

Me pregunto qué borran del horizonte estas nuevas muertes.

El ayudante deja el hacha y sube a la cabina de la grúa petisa. El leñador trepa a la pala con la motosierra, y da la orden para que lo levante. Su expresión hace pensar que ser izado es apasionante. La precisión de los cortes, la forma de direccionar las ramas, hacen olvidar que está sacando un árbol medio vivo. El ruido de la sierra vibra en los oídos. Hay que bajar la vista para que el aserrín no se meta a los ojos. Cuando atino a ver, queda algo más que el tronco y dos muñones. Ahora sí, afirma el leñador con entusiasmo, se sube a la cabina de la grúa y maneja los controles de la pala hidráulica como un niño que ha perseverado en su pasión; con destreza la introduce bajo el paraíso hasta que corta lo que del árbol todavía se aferra a la vida. El tronco cae entero sobre la pala. Para plantar o trasplantar se recomienda sacar la raíz con tierra y evitar que quede expuesta al aire, porque mueren.

Hay noches que despierto con una sensación que me cuesta traducir. Se me ocurren ideas para escribir o para las clases, paseos, cosas que ver… En paralelo, siento que el rayo eléctrico que cae de la tormenta ya hace su trabajo a escondidas de mí. En el mismo momento, echo raíces y se pudren. Comparto con las personas que murieron fulminadas, un órgano, una raíz, una cola, una oreja, un dolor que se vuelve innecesario al horizonte.

El leñador especificó que él solo sacaría el árbol. A lo más lo cortaría en partes para que fuese fácil trasladarlo. No sé si le caemos en gracia o se resiste a terminar con la diversión; me muestra cómo la grúa puede mover lo que sea. Junto con el ayudante nivelan el terreno hasta que no queda evidencia de que allí hubo un paraíso.

El vacío se siente.

En dos días va a ser ocupado por un arbusto que echa raíces menos profundas.

En esos dos días se hace visible el patio de mi vecina. El paraíso nunca alcanzó a taparnos completamente pero volvió indiscreto mirarse por entre las ramas.

No solo quedan a la vista ella, sus hijas, la añosa araucaria, el invernadero donde tiene los almácigos que plantará en el terreno que le prestó una amiga de la infancia. En el vacío se hace fácil acercarse al borde y conversar, especialmente hoy, que se siente triste y deja correr unas lágrimas que intento consolar. Creo que las muertes fulminantes de estos meses sí tienen algo en común. Son personas que alcanzaron a conocer y a vivir sin la mediación de lo virtual. Personas que encontraron en el contacto con otros seres humanos, animales, vegetales, una vitalidad. Fulminante se le dice a la materia capaz de estallar con una carga explosiva.

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