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Fue sólo entonces cuando ante mi vida
se alzó la siguiente divisa:
«Dignifíquese, hágase vendedor.
Progresará su autoestima.
El cielo bajará a sus días.
La vida pretérita será un mal susto. »
Y hacia tan temprana Ítaca guié mis pasos
(En Vida de un vendedor de fotocopias, de Gonzalo Santelices)
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Un trasplantado en España ve un aviso seductor que decora el inicio de Vida de un vendedor de fotocopias (Lecturas, 2018), la primera edición chilena de Gonzalo Santelices. Un aviso seductor, un llamado; es así como el alter ego de Céline en Viaje al fin de la noche, Bardamu, se une al ejército francés para la Primera Guerra Mundial. Tras la caída del muro de Berlín ya no hay guerras sino hombres capaces o incapaces de llevar el pan a casa o extraer plusvalía de los demás. Cuántos de nosotros hemos visto en un poste o en un aviso en el diario la promesa, ya no de un futuro, si no la de llenar la olla sin mirar el calendario que se estira cada mes.
La figura del alter ego en tiempos de autoficción desatada es solo tolerable a partir de la verdad adherida. Verdadero es el anacronismo tecnológico, un hombre que golpea puertas. Nosotros no vendemos fotocopias, las vamos a buscar cerca. Los inevitables lazos de lectura, la necesidad de leer el mismo poema o escribirlo entre todos sin apellido, me llevó a Héctor Figueroa. Recorto un texto de Claudio Gaete sobre Groggy (Esperpentia, 2002): «la capacidad de Figueroa de hablar de la precariedad sin llorar, sin manipular al lector por medio de la autoconmiseración fetiche…».
Es sin llorar para ambos, pensando libremente, claro; sería más correcto seguir las ideas en los paratextos de la edición de Santelices y hacer eco de la diáspora, de las esquirlas de la explosión chilena cayendo en distintas partes del mapa. En lugar de eso, pienso en un equivalente, en un inxiliado en la casa materna, un ciudadano chileno hecho para el fracaso en el tiempo del jaguar. El «chico» Figueroa, sombra de otros poetas que llegaron a primera línea tras su instalación en los noventa, quizá la última década para llegar a algún lugar en la poesía actual.
La «elección» laboral es solitaria entre las posibilidades de sueldos mínimos o relativos, trabajos para sacar la vuelta entre medidores o fotocopias. Ese vacío reducido es donde se escribe, y el que rebota en las páginas. La evasión se duplica en privado, llegando al oxímoron: Santelices invita al silencio hablando de la familia. Figueroa no escribe para instalarse, de hecho, su escritura es uno más de los litros que lo alejan de cualquier proyecto:
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¿…? despertar de pie y borracho –situación repetitiva ad absurdum– como desperdicio que arrojó la ola antes del alba, pato y confuso, alrededor de una garita de micros en los márgenes delincuentes de esta ciudad asfixiada… (Tratar de hacer un poema objetivista acerca de la orfandad de los etílicos en las garitas de micro. Averiguar bien qué chucha es un poema objetivista.).
De «Período de seca».
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Quién no ha estado allí que tire la primera piedra. Desde la cortina del bar que separa la ebriedad del proyecto, escribimos a Figueroa, temiendo perder nuestras cosas, invitados al zoológico alcohólico de la literatura. Si la vida es un bar, Figueroa elige poner el cuerpo a la degradación en lugar de observarla, ese vicio castigado hasta por los narradores sociales. Porque contra la lógica del carnaval, el alcohol es golpe demoledor a nuestra alquimia mestiza.
Recortar el epígrafe de Rilke elegido por Santelices nos alumbra para dónde va la micro: «Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas». Las referencias en ambos son claves, como William Carlos Williams para Figueroa, en la que reconoce cierta confusión; no sabe qué es el objetivismo, pero lo utiliza y lo ensucia con su entorno. Ambos logran captar muchas cosas más que a sí mismos gracias a vaciarse hacia el exterior; aparecen entonces las fantasías de un dentista o de una peluquera, seres ajenos para la alta poesía.
El flemático Niall Binns, en el extenso prólogo de Vida… homologa a Santelices con «Sensini», ese cuento de Roberto Bolaño (que homenajea de paso al gran narrador Antonio Di Benedetto) acerca de concursos literarios pequeños donde Santelices consiguió sus victorias en las provincias españolas (¿dónde cresta está Jaén?). Ser parte de la diáspora se revela entonces como ser parte de cualquier provincia chilena, en nuestra pérdida de su literatura. Cualquier provincia es también un borde de Santiago, donde Figueroa ve pasearse a los poetas snob mientras apenas se gana los porotos. Sin siquiera ganar un concurso, como recuerda en la entrevista que le da al poeta David Bustos:
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…porque en algún momento yo también me puse a mandar a cuanto concurso había, y más encima volví a vivir en la casa de mi madre, prometiéndole el cielo y la tierra si me ganaba algún concurso, bueno, aún vivo con mi ¡amá! y lamentablemente no me he ganado ningún concurso, no al menos de esos que te permiten estar tranquilito aunque sea por un año. Estoy cagao.
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Cagao como uno. Leo a Santelices y Figueroa preocupado por esta edad donde la juventud «galopa como caballos sobre las colinas», al decir de otro borracho insigne, Charles Bukowski. Ya me siento como Figueroa: «un peso welter de treinta y cuatro años que/ ha perdido todos sus combates, / generalmente por K.O.». No es joven Santelices al tocar el vientre de su esposa nuevamente embarazada, no es joven Figueroa en su set de trabajos por el sueldo mínimo. Hemos perdido esa juventud y dar cuenta de ello tiene un valor al cual no sé qué adjetivo atribuirle. Vivimos frente a determinadas intensidades deliberadamente fallidas que suceden, como ampliar el rango de mujeres que nos atraen hacia arriba o despertar con una erección del inconsciente hacia otra que la que nos acompaña cotidianamente.
Sé, sí, a trasluz, que Santelices y Figueroa son dos caras de la moneda que no parecen tan distintas, ambos rotos en el pacto social al extremo, uno impactado en un choque que le quita la vida y otro impactado por la vida que se esconde indefinidamente. Ambos podrían dar paso a materiales antológicos imposibles, la poesía de los atropellados hispanoamericanos —como el intenso Carlos Oliva en Perú— y la tradición de la poesía chica chilena, Bartleby del Matadero o pequeños notables que siempre destacan en la multitud. Es, sobre todo, poesía que nos abandona, «porque no llegar es también el cumplimiento de un Destino», como escribirá para siempre el nadaísta colombiano Gonzalo Arango.