Intersecciones – Daniela Pinto – RIL Editores – 70 páginas.

Es profesora de Filosofía y Doctora en Literatura. Sus cuentos antes habían sido antologados en el fanzine Letras públicas (2016) y Tríplice (Cinosargo, 2017). Publicó la plaquette Recados (Taller de Letras, 2018). Patricia Espinosa, en su crítica en LUN, señaló que las protagonistas de Intersecciones son «Mujeres en constante estado de conmoción por salirse del molde o ir más allá de las labores y deseos que se le impone a su género». La publicación contó con el apoyo del Fondo de Edición del MINCAP. El siguiente cuento se reproduce de forma íntegra.

El puto sueño

A Sara Meza

Fue ese puto sueño que tuvo el otro día. No pudo dormir. Llevaba muchos años pensando en cómo sería su vida nueva. De niña soñaba con tener una ducha con agua caliente, comprarse una lavadora y te- ner las murallas pintadas de color damasco para que combinaran con un cielo blanco. Mientras limpiaba, intentaba medir las proporciones que tendría su nueva cocina, los muebles, quizás una alfombra, platos lindos y tacitas para el té y no esos toscos tazones sin oreja que siempre le quemaban los dedos. Todas las noches, antes de dormir, prendía una velita a su Virgencita para que le cumpliera el deseo. Para que al desper- tar le entregaran una carta certificada del Serviu donde le avisarían que su casa propia estaba esperándola. Así transcurrieron diez años de su vida. Ella esperaba. Siempre paciente. Entre tanto cuidaba a sus cinco hijos. Regaba el único maceterito de esa casucha que habitaba porque quería que la planta resucitara. En sus sueños se le aparecía alguien con rostro desconocido que le entregaba las llaves atadas a una lanita roja.
Y el día llegó. Tarde, pero llegó. El esposo, los cinco hijos y ella se encaminaron esa mañana hacia el encuentro con la mujer de rostro desconocido que le entregaría el juego de llaves en una sede perdida en San Bernardo. Ilusionada, creía que la llave mágica abriría las seis puertas que tendría su hogar. Pero no, solo eran dos llaves para las dos únicas puertas que existían en su digna casa. O más bien, un departa- mento perdido al final de Los Morros, donde no había calle, ni jardín, ni quiosco, ni gente, ni árboles, ni juegos, ni nada.
Era un sector extraño. En algunas zonas, descampado. Y fue feliz. Fue feliz cuando supo que le pondrían un calefón y que el baño estaba dentro de la casa. Feliz cuando su marido se endeudó hasta los huesos para comprarle una lavadora barata y una centrífuga en Michaely. Y aún más feliz cuando supo que su departamento tenía cuatro ventanas. Por eso todo brillaba en su vida. La Virgencita le había cumplido el sueño y solo tuvo que esperar una década nomás. Estaba tan dichosa.
Y así, alegre como guagua con chupete, salió a comprar a los quioscos que, como callampas, comenzaron a surgir en el lugar. Salió a caminar, a recorrer perdiéndose entre los pasajes que conectaban su block azul con los de color rojo, verde y amarillo. Pero, de pronto, algo ocurrió, mientras los negocios se abrían y las señoras se organizaban para inscribir a los cabros chicos en la lista municipal de regalos navideños. Algo sucedió en el instante en que matriculó a sus hijos en la escuela Carlos Condell o en el Liceo A-128. Algo cambió cuando se puso a mirar por la ventana a que el tiempo pasara lentamente frente a ella. Algo se transformó en su interior cuando se dio cuenta de que todo era una mentira. La casa, la lavadora, el agua caliente, el pan, los quioscos, las ben- ditas velas, la vida. Todo estaba en ruinas. Los perros se comían
la mierda que quedaba en los pañales de guagua tirados en las esquinas. Los cabros pinganillas y harapientos se pasaban el día y la noche piteando al otro lado de su ventana, sentados en las escaleras, mirándola y gritándole: ¡tía, tía, una moneíta!, ¡güena, tía! ¿Y el tatita? El gato en medio de la calle continuaba llenándose de hormigas y gusanos. Un gato destripado por culpa de un auto enchulado que ni lo vio moviendo el culo al son del reggaeton y la cumbia. Unas niñitas con olor a leche pedían plata en el paradero de Los Pirineos, mientras mostraban el poto a los hombres que ve- nían del trabajo y las sirenas de las ambulancias y las patrullas co- rrían en distintas direcciones. Y siguió ahí, en la ventana, clavada a la imagen de su cotidianidad. Pensando en que quizás se equivocó de lugar, que quizás su casa de los sueños no estaba en la pobla- ción Andes 2. Que su calle no era Los Pirineos, que sus hijos no llegaban del colegio volados por el neoprén o con las camisas rojas por romperse la nariz peleando en la plaza de San Bernardo con los del Liceo A-127. Que su departamento no era ese de ladrillos negros de hongos por la humedad de la lluvia en invierno. Imaginó que no se fumaba aquellos cuarenta Life corrientes que le dejaban la boca amarga de tanta piteada. Que su piso no era de cemento y que sus pies no estaban heridos. Que el polvo sí desaparecería de los rincones arácnidos. Que la cadena del baño no dejaba los lulos flotando porque el agua caía débil. Que nunca le trajeron los muebles que soñó y se tuvo que conformar con las colchonetas que usaba de cama, de sillón improvisado o de patio de juegos cuando las balaceras no dejaban a sus hijos salir a la calle. Se tiene que conformar con esas sillas con olor a poto y con chinches que le habían regalado las vecinas para que tuviera donde sentarse.
Y se quedó ahí, esperando, mientras la torta se repartió mal y unos pocos seguían engordando, comiéndose los trozos más gran- des de la dignidad. Finalmente, continuó mirando por la ventana porque se dio cuenta de que las velas no servían de nada y que tendría que armarse de paciencia si es que quería sobrevivir a su puto sueño.

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