Joy Division. El fuego helado
Marcos Gendre
Santiago—Ander Editorial
148 páginas
Para críticos como Mark Fisher «Joy Division conectó no solo por lo que fue, sino por cuándo fue». En concreto, se trató de un momento —desde finales de 1978 hasta mayo de 1980, fecha en que se suicida su vocalista, Ian Curtis— en que un mundo socialdemócrata, fordista e industrial comenzaba a volverse obsoleto, dando paso a un mundo que empezaba a delinearse como neoliberal, consumista e informático. De este modo, a juicio de Fisher, la banda mancuniana capturó el espíritu depresivo de nuestro tiempo, dando forma a aquella sensación de que el futuro comenzaba a clausurarse, de que solo restaba una creciente melancolía por delante, expresada mediante un culto a la muerte bajo el principio del placer.
Para Fisher, la noción clave de Joy Division fue la de «paisaje interior», es decir aquella conexión entre la psicopatología individual y la anomia social, una desolación producida aparentemente sin causa ni objetos específicos y expresada en versos como este del tema «Insight»: «He perdido la voluntad para querer más». La circulación de Joy Division. El fuego helado de Marcos Gendre, publicado inicialmente en 2014 y vuelto a publicar recientemente por Editorial Santiago—Ander, deja asomar durante el estallido social de octubre en Chile una impresión de contrapunto y gozne, puesto que la clausura del futuro y la anomia social que marcan lo que Mark Fisher denominó «realismo capitalista» (la sensación de que no existe una alternativa al capitalismo) han sido suspendidos en el tiempo de la revuelta contra el neoliberalismo. «No era depresión, era capitalismo» ha sido una de las consignas que ha circulado con mayor potencia por estos días.
Gendre en su libro explora la implicación que lleva a establecer un vínculo enquistado entre sonido y ciudad y entre sonoridad e historia, a partir de la banda integrada por Bernard Albrecht, Peter Hook, Stephen Morris, además de Curtis. El libro se estructura en siete capítulos, organizados en torno a la reconstrucción de un relato que avanza encajonadamente desde los inicios de la agrupación bajo el nombre de Warsaw hasta el momento en que New Order define nuevas sonoridades tras la finalización de Joy Division, coincidente con el deceso de Curtis. En ellos se explicita cómo la situación decadente de Manchester hacia fines de la década de los setenta, dentro de un marco histórico que la releva como punto urbano crucial en el desarrollo del capitalismo industrial del siglo XVIII, y la «tensa arritmia existencial» que comenzaba a expandirse por sus calles, son convertidas a forma musical mediante los «horizontes de sonidos en relieve» construidos por Joy Division en sus dos LP Unknown Pleasures y Closer, los que en opinión de Gendre «son discos que, más que ningún otro par de obras en la historia del pop, se retroalimentan entre ellos mediante un visceral, y aterrador choque de contrarios».
El libro acompaña la confección de esta sonoridad fantasmática colocando en perspectiva —en relieve, podríamos decir, en consonancia con la icónica cordillera presente en la portada del primer disco de la banda— las relaciones en términos de diálogo que el grupo mancuniano manifestó con obras literarias como las de Herman Hesse, J. G. Ballard, Dostoievski, o el cine de Fassbinder o Werner Herzog, así como da lugar a figuras relevantes que acompañaron la breve pero significativa trayectoria de la banda, entre ellos Tony Wilson (creador del sello Factory) y Martin Hannett, quien fue una pieza clave en la elaboración de su sonido defi nitivo, al trabajar cada instrumento de manera separada, adicionándole reiteradas implosiones y llevando el sonido hacia una especie de interioridad por medio de ecos y sucesivas capas de instrumentos. En palabras de Simon Reynolds, citado en el libro, «Hannett hablaba de crear ‘hologramas sonoros’ por medio de la superposición de capas de ‘sonidos y reverbs’. Su uso distintivo del delay digital AMS, sin embargo, era más bien sutil. Le aplicaba a la batería un delay de un microsegundo que, aunque era apenas audible, creaba una sensación de espacio cerrado, un sonido abovedado, tal y como si la música hubiera sido grabada dentro de un mausoleo».
A esta sonoridad y rítmica desaceleradas, marcadamente «fúnebre e introspectiva, pero continuamente subversiva y en deuda con el espíritu y el pasado del punk», la banda sumó expresivamente, y de ello da cuenta la prosa de Gendre en ciertos pasajes, otros elementos en consonancia con el tiempo y espacio socio—históricos que habitaron, como por ejemplo la kinésica de Ian Curtis, quien en directo «acompañaba la canción con una convulsiva oscilación de los brazos que sugiere la robótica monotonía de una modernidad capitalista, señalando al mismo tiempo el espíritu de rebelión y posibilidad de cambio». O también, desde luego, las letras de las canciones de extraña forma construidas por el grupo. Al respecto, Gendre dispone una cita del crítico Jon Savage: «El gran logro de la lírica de Curtis era captar la realidad subyacente de una sociedad en crisis, haciendo que fuera algo universal y personal a la vez. Las emociones destiladas son la esencia de la música pop y, al igual que Joy Division, están posicionadas entre la luz blanca y la oscuridad de la desesperación. Las canciones de Curtis oscilan entre la desesperanza y la posibilidad, si es necesario, para la conexión humana. En el fondo se trata del miedo a perder la capacidad de sentir». En otros términos, una lírica que presenta una arqueología neoliberal de la indolencia; imposibilidad de sentir que ha quedado suspendida en los días de la revuelta de octubre, a casi cuarenta años de la creación del sonido de Joy Division, tiempo paralelo al establecimiento constitucional del neoliberalismo en Chile.
Publicado en la edición de noviembre de 2019