Leí Palacio Larraín (Calabaza del Diablo, 2006) de Luis Marín por una entrada de Diego Zúñiga en que invitaba la lectura de forma elocuente, en el tiempo en que se usaban mucho los blogs. No recuerdo cómo obtuve el correo —quizá estaba en el mismo artículo—, y Marín no tuvo problema alguno en enviarme el Word del libro. El breve intercambio es del 2008, no era fácil conseguir libros independientes, y es normal esa correría de archivos. Aún lo es, ¿por qué no hacerlo? ¿Qué gana un autor independiente al publicar? Nada más que algo de lectoría probablemente, incluyendo este modo, que reemplazaría la correspondencia usual hasta la década del ochenta. La editorial gastó recursos y el autor un intangible difícil de tasar. A veces con eso es suficiente para el escritor. Le pregunté a Marcelo Montecinos de Calabaza del Diablo por el libro, me contó que Marín estaba sorprendido que no le cobraran. El debut literario desapareció con el tiempo, como lo hizo ese artículo y blog de Zúñiga que me gustaría citar.
Releo el Word y la insistencia de algunos tópicos. Los cuentos en distintas geografías, marcadas por el humor cáustico. Subyace el mítico viaje nerudiano, de Temuco a la capital. Pero el éxito no es para todos los que migran (hay que ser más santiaguino que los santiaguinos para lograrlo), y es en ese pliegue hacinado donde aparece el set de personajes excesivos, del todo posibles, siempre en un traslado que no resulta, que no termina. ¿Cuántas de las personas que habitan la capital estarán bajo ese signo irresoluto?:
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Fue así como en marzo del 99 decidió probar suerte en Santiago. Se fue con lo puesto y su mujer, que después lo dejó, esta vez para siempre, por un hijo de exiliados que volvía de España (así como él a ella por otra, robada a un poeta menor). Esperaba hallar trabajo de garzón en algún caro restorán francés y luego estudiar filosofía en el ARCIS, pero la crisis económica lo llevó a lavar platos, encerar pasillos y, tiempo después, cuando el abuso de los patrones los instó a la microempresa, vender longanizas y mermeladas sureñas que pocos compraban, pues las brillantes ideas de su mujer no dieron fruto jamás. Sólo con la venta de canabis les pudo ir mejor, pero Aliro se fumaba la mitad y lo poco que vendía lo gastaba en shoperías colindantes a la Plaza Brasil, donde decía leer más concentrado.
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El libro fue lanzado en Nacimiento, octava región, marcando su periferia geográfica. El autor llegó antes de los nuevos fortines provincianos, antes del colectivo Pueblos Abandonados, antes de la generación de autores que renuevan las letras de la zona (Claudia Jara Bruzzone, Pablo Ayenao y Felipe Caro, entre otros), junto a editoriales que trabajan allí y que son capaces de enviar libros por correspondencia.
Alguna vez conseguí escribir un artículo sobre el bar de Jorge Teillier en La Ligua, el que conocí yendo a comprar chalecos con mi madre. El hombre grande que tanto quería el poeta, el dueño de El Parrón, sacó de entre sus tesoros la biografía que realizó Marín junto a Carlos Valverde: Nostalgia del futuro (Del Aire, 2015). Teillier, otro modelo literario de alta estima, del cual Marín prefería la sombra. Tras la muerte de Luis, lo despidieron leyendo al poeta en sus exequias.
No fue el único que se llevó la parca este verano. Más al sur, en Osorno, falleció Juan Balbontín. La historia de la edición de su único libro, El paradero (autoedición, 1989), es tan particular como la obra misma. Escrito a mediados de los setenta, es publicado al borde de la vuelta a la democracia, en quinientos ejemplares que no se comercializan financiados por ochenta amigos. Porque son los amigos los que impulsan esta edición, y qué amigos. En 1989 el libro sale acompañado de textos de Diamela Eltiit, Raúl Zurita y Eugenia Brito —ella la considera «una de las más interesantes producciones literarias escritas en Chile bajo dictadura»—. Esos textos se reproducen en la primera edición comercial del 2015, hecha por Cuarto Propio, que recupera el aspecto gráfico del original.
Una vez fui a la casa de Raúl Zurita, a entrevistarlo. Comparó un libro mío con El paradero. El elogió me dio escalofrío, me cuesta pensar en un horizonte más crudo que el que develó la entrevista que le realizó Daniel Rozas a Balbontín en loqueleimos.com. Balbontín vendía quesos con poemas en Osorno, tras decidir huir de la literatura. Esto ya no podría responder a lo geográfico, sino al propio lenguaje. La condensación en la prosa de El Paradero es terrible, circular, absolutamente elíptica en su forma de mirar. Un libro que fosiliza su argumento y que arroja un autor liquidado para la escritura, como tantos otros de su mismo tiempo.
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Tantas medias horas hasta tocar la medianoche con la fija idea de un verde cubriendo rodillas arriba y al final del color el conocidísimo rostro amado aún no visto, que una noche lo vi perder el brillo en sus ojos estirados tras las nuevas condiciones de color en movimiento desde la esquinas y los buses. Volvía a fallar, pero no empalideció.
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Entonces ya no hablamos del sur, de clase social, de posición política: Diego Maquieira, Gonzalo Múñoz, Paulo de Jolly y Juan Balbontín caen bajo el mismo signo. O política, sí, ocupando la ya consigna —por uso— de Theodor Adorno: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Diamela Eltit publicó su necrológica en elDesconcierto.cl, estableciendo su vínculo personal de forma definitiva:
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Apenas nos enteramos de su aparición fuimos con Eugenia Brito a visitar a Juan al regimiento donde lo mantenían preso. Allí estaba después de un tiempo que había resultado peligrosamente interminable. Fuimos. Y mientras íbamos llegando al recinto nos cruzamos de frente con un vehículo militar y allí pudimos ver que sacaban a Juan del regimiento. Lo llevaban sentado en el medio del asiento delantero del camión, con los ojos vendados.
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Uno podría imaginar un relato de muerte, pero Balbontín sobrevivió. No tengo noticias como fue el cierre de su vida. Balbontín, que formó parte del MIR, bordeó el CADA y fue alumnos en el Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile —aquella isla donde cupo Nicanor Parra, Enrique Lihn y Ronald Kay —, estuvo siempre cerca de sujetos destacados o por destacar y prefirió virar. Eso, sin duda, se puede leer en su obra. Pienso en la reflexión de Ricardo Piglia en sus diarios, sobre el arte del cuento en Chéjov, de narrar otra cosa, de escoger no ser directo. Descentrarse para hacer mirar una totalidad siempre parcial.
Marín no estuvo cerca de la fama y los famosos, pero al igual que Balbontín intervino el espacio público, junto a otros anónimos de la escritura. Hay en ambos una fe que se pierde al salir de Santiago de vuelta. En Palacio Larraín tienen cabida el registro de esa experiencia, Marín la elige junto a una estructura más laxa si se quiere. De hecho, el subtítulo de su libro es «Y otros relatos de novela», donde los personajes pueden volver en otros cuentos e incluso tener señas fuera de la ficción, en su prólogo o dedicatoria, como sucede en los cuentos de Cristian Geisse. Leo Ciudad Sur (Del Aire, 2011) desde un anillado que me envío Valverde. Sur en estos cuentos se escribe con mayúscula, y es ahí donde algunos se pierden en los bosques. Me adentro en el resto material o virtual de ese camino, porque ya no existe como libro, probablemente. La literatura es un archivo de fantasmas.