Una búsqueda incesante marca al lector, la de buscar nuevas palabras para conmoverse, para descentrarse de sus propias ideas. No se podría leer sin esa esperanza que se aleja más con cada libro, con la idea de profesionalización de la lectura, con cada año. Mi propia cacería me puso frente a una selección de escritores bolivianos que vino a la II Feria Internacional del Libro de Valparaíso, entre ellos uno que se desplazaba casi siempre aparte del grupo, Juan Cristóbal Mac Lean (1958), quien evadía en las calles del puerto incluso las situaciones a las que el mismo viaje obligaba: en la primera lectura, no llevó nada para leer. Entregado a su propia deriva, dejo estampas de sus movimientos:
-Mac Lean huyendo de la primera tomatera, caminando hacia arriba o hacia abajo, volándose en la cuneta.
-En el centenario y popular Bar Liberty de la Plaza Echaurren, escuchando los boleros más tristes de la historia. Al rato, el propio bolerista duro lo invitaba.
-Sus contradictorias fotografías en redes sociales, deslumbrado por los palacios de los colonos cerca de su hostal y también por los baños rayados y rotos de los bares.
-Una vez cerrados todos los bares por la delegación y algunos inseparables locales, Mac Lean es invitado carretear por chicas que sacan una cantidad de latas infinitas de sus carteras, como si no tuvieran fondo. Es parte del código local, que al otro día fuera Navidad no le importaba demasiado a nadie a esa hora. Una de ellas también es capaz de cantar los boleros más tristes del mundo. Se quedan hasta el amanecer. Mc Lean sube a su hostal con la vaguada bañando la ciudad.
Un poco antes de ese episodio por fin logré hablar con él en el bar Canario, de fondo sonaban los vinilos de La Máquina del Beat/ Quebrada Soundsystem. Allí me explicó el concepto Kita:
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Es una hierba que crece en medio de muro, sin saber dónde se abastece/ es un niño que rompe todo antes de abandonar la casa narrado por Dylan Thomas.
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El último episodio es la partida de la compilación de textos en prosa La mano que mira (Libros del Cardo/ Marginalia, 2018), que bajo el género de artículos se pueden transformar en muchas otras cosas. Un cuento de bar, por ejemplo, una fábula interminable sobre la estirpe del artista que elige también Mac Lean para sí mismo.
Un artículo está dispuesto para ser soportado de forma unívoca en un ejemplar de papel periódico, en conjunto se arriesga a no funcionar por sus mecanismos similares, vicios que no se ven en la lectura aislada. Evoco la sensación de lectura con el primer citado de esta saga, Enrique Symns, el que alguna vez estuvo en el mismo bar Canario y compiló sus artículos en La vida es un bar (2000). Son cuentos, hay que dejar envolverse en ellos, y la libertad de los elementos para que funcionen son parte del estilo.
Mac Lean se alimenta de la lectura universal. Gran parte de la compilación son sus propios recortes, las elecciones en otros idiomas porque nuevamente escribimos de alguien que puede traducir. Todos los fantasmas de la lectura, siempre contemporáneos, caben entonces acá:
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Pasa un poema dentro mío
Hago parar el carruaje
Un rato.
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Esta estrofa pertenece a Pasando por Chang-te, a la poeta china Sun Yün-Feng (1764-1814). Mac Lean toma esta versión del mítico beat Kenneth Rexroth para apropiarla al español. La convocatoria de La mano que mira es altamente literaria y sensible. El escritor, Víctor Quezada, encargado de presentar el libro en la feria, vuelca esa sensibilidad a la relación con los animales, desarrollado en una sección del libro.
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Aunque podamos efectivamente decir, «los pájaros», no todos los pájaros son el mismo pájaro: hay pájaros de la tierra y pájaros del cielo, de la ciudad extranjera y la ciudad natal, que anidan entre edificios o en las copas de los árboles. Dice Mac Lean: «Las clasificaciones del lenguaje son insuficientes o no siempre adecuadas para contar del mundo, visto desde el alma. Se pone a todos los animales en la misma jaula conceptual. Y es por una de sus rendijas que ahora mismo vemos huir un pájaro».
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Recogida letra (2018, Navaja) es una antología de la poesía de Mac Lean, que, en su primera parte, «Detrás de los corderos», conecta con las ideas de Quezada. En la siguiente, «Almas vistas a lo lejos», aparece Artaud; reproduce el gesto de recorte de su prosa integrando algunas líneas del francés anunciándolo con total honestidad y ternura en una nota al pie. En poesía podemos leerlos entonces en su espíritu natural, lo que estorba de su prosa ya no tiene obligación de romper el flujo del pensamiento. Distribuye con libertad la palabra en una página complementando su oficio de pintor, asumiendo tópicos clásicos como el de la mesa en la tercera sección, «Intemperies».
El espíritu de esta selección muestra que vibra en una onda distinta, como diría Juan Malebrán en la misma barra para explicármelo, mientras aseguraba que Mac Lean venía de una casta que había vendido el Huáscar, una Miss Chile y un familiar hippie que había dilapidado todo en Valparaíso. En un momento, el boliviano sacó los binoculares de su chaqueta, seguro, en sus manos, sería como la espada del augurio de los Thundercats: ve más allá de lo evidente.
Ulupica
Para calles bolivianas y otras sensaciones, la mayor parte de los poetas de la visita leyeron en una ronda, todos presentes en Ulupica. Trece poetas bolivianos actuales (Libros del Cardo, 2016), que sería el tráiler de esta visita. Los dos años de ventaja entre la antología y su llegada al puerto, no bastó para que llegara gente y se perdiera así uno de los mejores recitales poéticos de la región en años. Comenzó Edgar Soliz Guzmán (1982; Eucaristicón, Libros del Cardo, 2018) con versos estridentes de línea Quuer; seguidos por José Laura (1987), que causó un contraste importante con pequeñas piezas; continúo la sorprendente Anahí Maya Garvizu (1992; Las estaciones, Libros del Cardo, 2018). Los dos últimos comparten elementos identitarios, tendencia que se rompió con la lectura de Rocío Agreda (1981; Detritus, Makinaria, 2016). Enrique Winter, en su texto sobre Ulupica, une las dos autoras en la búsqueda de la belleza.
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Plafón
Que importa saber que no
podremos despedirnos
En este medio día en que las bolsas plásticas
se deslizan bajo el buen tiempo
y los vecinos atareados doblan
las esquinas en busca de trufis.
Me tomas de ambas orejas.
Estiras como si así yo pudiese ganar más estatura;
un centímetro sería suficiente
Estiras
con la convicción de que pasado mañana
ya no seremos iguales
-José Laura-
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Los ecos de la supervivencia
No importa cuán estricta sea una reconstrucción,
pasados los años recordar conlleva una pérdida.
Mi madre me tomaba la mano y se sumergía entre la multitud
buscando una porción de pescado
a través de un mercado donde no hay edición de gestos
ni de sagacidad de supervivencia.
La vendedora escogía las caras de las monedas
pegadas a un imán en su bolsillo
y entregaba el cambio en sincronía con las manos extendidas.
Al recorrer esas calles
con suerte podías ver de cuando en cuando
un ekeko que al pasar por las patas afiladas de los cerdos
hacía una mueca y luego volvía a sonreír.
Ahí las grietas eran más reales,
distraerse con un gato llevando un ratón en la boca
bastó para tropezar dejando caer los huevos
que tres perros lamieron rápidamente.
De noche la lluvia y el mismo ekeko
escondido bajo el techo de la iglesia.
Cada uno se limita a sobrevivir
en el suelo que pisa en medida que avanza.
Nuevamente los perros
caminando sobre los restos de las escamas,
lo demás de la existencia fue secada por el sol.
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Anahí Maya Garvisu convoca las calles para transformarlas. Carlos Henrickson, en su texto sobre Las estaciones, apela a la nostalgia. La ciudad que describe Maya se parece al lugar desde el que redacto, pero la poeta prefirió salir del puerto apenas le fue posible, siguiendo la huella en Santiago de Jorge Teillier. Muchas veces debemos ser críticos con nuestro sistema editorial, pero su primer libro es editado en Valparaíso, demostrando que hay capacidad de hacer debutar un autor extranjero.
También sucede la edición chilena de Preview (Libros del Cardo, 2018) de Milenka Torrico (1987), que antes fue publicada en nuestro país con La piedra y la sal (Desbordes, 2018). La favorita de sus propios compatriotas, que declinó participar en la lectura de Ulupica, muestra en el primer título una estética feminista; para Winter «encauzó su rabia hacia los moldes de la apariencia». En el segundo, genera un juego con sus lecturas en los numerosos epígrafes de matices muy diversos en estética y época (Roberto Arlt, Lezama Lima, Vicente Huidobro, Felipe Becerra, Gladys González, Juan Malebrán, entre otros), que dan pie a imágenes propias del delirio de las neovanguardias latinoamericanas, una intensidad que sublima en las calles nocturnas.
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¿Cómo serán las noches sin los cuerpos de mis amigos?, pregunté
Y la noche se arrastró como un niño manco
Se arrastró como la noche como un niño sin brazos
incapaz de atrapar los más bellos insectos.
¿Cómo serán las noches sin los cuerpos de mis amigos?, pregunté.
Yo hubiera querido, al menos, guardar sus ojos
llevar sus pupilas a salvo del óxido,
de la sal que muerde bajo cuatro mil metros.
¿Cómo serán las noches sin los cuerpos de mis amigos?, pregunté
Y escribí por ellos palabras con letra amor,
rojas quebradas como una constelación,
en esa noche que fue, siempre y sólo, una idea loca.
¿Cómo serán las noches sin los cuerpos de mis amigos?, pregunté.
Y la noche empezaba con el sol
Y empezaba con el sol
Y sólo empezaba.
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Rocío Agreda merece atención. Sebastián Melmoth, en la contratapa de su edición ariqueña, escribe: «Leo Detritus a la par que escucho Morphine. Aquel susurro que predomina en la voz de Sandman, el mismo susurro que incita seguir leyendo…». Hay efectivamente una musicalidad que logra superar el sentido, que propone múltiples vínculos con nuestro propio panorama poético:
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calle abajo
no aguanto
tomo el aire tal como viene
me interesa lo que demora
me invade un acceso de alegría transparente
tropiezo en cada piedra de la ciudad
me siento democrática
gris desde que he vuelto
notoriamente gris desde ayer
pregunto a mis amigos acerca de la exacta simetría
entre materia
y anti materia
mi miedo no necesita motivos
a veces lo deconstruyo a partir de un hilo muy fácil de jalar
camino por las plazas
callejera
con el rumor de los loros adheridos a mi sombra
su ruido es mi pasaje al umbral
de otras realidades concomitantes
no me atrevo a dudar
hace 555 días que no vuelvo a casa
lo imposible me acosa
me siento a gusto en medio del pánico
miento tres veces al día
mi escritura hace crac
me concentro en no decir fluido
regreso de algún sitio sin memoria
el escenario cambia a cada hora
ahora las obreras están segando el maíz
me silencio
me adhiero a una corriente de opiniones fluidas
río abajo
avionetas llegan cada trece minutos
anotaba en su diario
transportan el maná de los dioses nihilistas
me adhiero a un río de opiniones fluidas
y callo antes de que algo de esto tenga sentido
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Kita Malebrán
Quien coordinó la visita fue Juan Malebrán, otro kita, que desgraciadamente no leyó. Podría haberlo hecho perfectamente, e instalar la idea de que la barrera geográfica chilena de la poesía estaba en Iquique. Vivir, crear más al norte, se vuelve insoportable hasta para los duros de verdad, como Daniel Rojas Pachas, quien por estos días vive la diáspora neoliberal en México. Si algo tienen en común los autores bolivianos es haber comenzado su llegada antes, en los Tea Party que organizaban Rojas y Malebrán en colaboración. Así también debutó con una edición tradicional el iquiqueño, en Entretenciones Mecánicas (2016, Cinosargo), tras varias publicaciones en tiradas limitadas en Yerba mala cartonera.
¿Cuántos kilómetros han recorrido cada uno en la literatura? ¿Cuántas estaciones de buses conocerán cargando, más que peso, una idea, o una obsesión? A mediados de este año, en la revista digital Saposcat, Juan Malebrán publicó la crónica La última ruta de Rodrigo Rodríguez, donde señala que son siete mil los accidentes de carretera en Bolivia al año. Viajar así, es destinarse a morir, como lo hace esta delegación que viene en avión sólo desde Iquique y se derrama en Bolivia por tierra; escribo esto encomendando que lleguen sanos mientras atraviesan los caminos.
Entonces Iquique es la barrera, como en el tiempo de la Guerra del Pacífico. Y Malebrán un autor boliviano para entender el silencio sobre el implacable Bozal (Hebra), libro que refiere a su formación íntima, marcada por el consumo del alcohol de su padre, que lo marca como a muchos en este oficio, en la línea difícil entre la diversión y el destrozo.
Especialmente si ya estás destrozado.
Como familias durmiendo, que son despertadas en lo más hondo de la noche para ser exoneradas a Hospicio, para fundarlo.
No había nada.
Allá Malebrán se acerca a la cana e inventa una cartonera para versos afilados como los de Carlos Williams, tan desafiante como Jean Genet, hoy convertido en la Shakira de la vereda.
Las marcas de Malebrán salen de su brazo en estos poemas, donde la violencia cotidiana es pagada golpe a golpe y copete a copete.
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Malebrán
Esta suerte la define un apellido
que letra a letra se paga
como una deuda pactada
en la sed y el parentesco.
Un mismo hígado y
las ganas de lanzarlo
boca afuera, como se lanza
el asco cuando atora o
el chorro caliente contra el poste o
en los bordes de la mesa.
Malebrán te llaman en las cantinas como a mí mismo
siendo niño paseando con la leche de la burra.
Porque de líquido en líquido nos gastamos el medio
siglo que nos corresponde.
Porque que nadie sale tan fácil de esta —te digo—
Porque letra a letra nuestra deuda se paga
cada noche —peso a peso— en cada sorbo.
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Donde la erosión del sol erosiona también el espíritu, el sentido de la existencia, se confunde el emisor. ¿Es el padre? ¿Es el autor la voz lírica? Es ver al padre siempre una especie de autorretrato. Pero Malebrán se rescató, y desde Cochabamba trabaja en distintas instancias culturales, donde elige desaparecer del ego y mantener la brutal intensidad de su escritura, de la que de ninguna forma podrá huir.
La voz de todos los hombres
Sebastián Melmoth no existe, pese a firmar el libro 24 cortos y un prólogo en braille para Gelineau Laibach (Andesground, 2014, otra editorial preocupada de la difusión de literatura latinoamericana) o ser compilado por Milton Steiner en Márgenes infrarrojos (Nuevos clásicos, 2018). Su clave está en otra edición, pequeñísima, Ir a la trinchera (Punto G, 2016), donde sale bajo el nombre de Iris Kiya (1992). El intento de esconder la identidad es traicionado cuando los libros ya no están bajo el control autoral de la poeta, la igual que en Ulupica, donde aparece otro potencial autor, Oliver Sacks. Kiya elige la confusión escondiendo su nombre, arrojando equívocos en pequeñas ediciones (a veces autoediciones, en Makinaria), pero Sebastian Melmoth es ella, porque no hay fotógrafos de guerra en nuestra lengua/territorio, porque ningún hombre extranjero podría escribir como ella versos a una ciudad en forma de cebolla donde Iris inventa soportes, prólogos para cimentar la desaparición del autor.
Somos hombres incapaces de escribir y amar, solo ir a la guerra y sus mímicas, como Melmoth escribiendo poemas a la lucha libre o al boxeo. Quizá esos heterónimos extranjeros solo comparten con Iris la cinematográfica forma de fumar. Heterónimos, como eran todos los hombres que nos rodeaban en un bar gay que la llevé. Nunca se sintió incómoda entre esa testosterona, que se desnudaba encima de la barra.
La de ella es una voz capaz de sobrepasar las distancias, que así sea. Porque como varios de los autores revisados en estas páginas, inserta referencias que la extrañan del entorno en la lectura; una biblioteca, quizá, es una nueva especie de no-lugar. En 24… son parte de la película grandes artistas de Occidente; vaya paradoja esconder en lo visual la poesía.
Su nombre debería sonar en algunos lectores tras algunos años de residencia en Arica, que permitieron conocer sus poemas en distintas ciudades de Chile, hoy ha vuelto a La Paz. Con un tempo arrastrado en su lectura, convierte en experiencia la encarnación proyectiva que generan sus poemas, que rebotan como las fotos en los espejos de los baños de su Instagram. ¿Es ella la mujer de la que hablan las voces masculinas que elige, para confundir con la firma inclusive?
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¿A dónde vas?
tus cabellos se impregnan de avena,
tu cabellera pendenciera
tu cabellera se enciende en la noche cuando dejas Ítaca
los pasajeros que juegan al póker contigo
jamás entenderán porque necesitan cuatro ases para llegar a Ítaca
siempre se vuelve a Ítaca
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Esa cabellera pendenciera puede ser la suya, capaz de enfrentarse a Mac Lean en un bar y al otro día arrepentirse fumando en pijama, en el escalón que daba a la puerta de su hostal. Cada vez que nos encontramos, trae ladrillos narrativos para evitar los equívocos de mí lectura de la narrativa boliviana («¿Vizcarra? Estaba borracho fuera de la facultad»), como acercarme la lectura de El loco, de Arturo Borda, esa geografía delirada. No, en realidad, no hay necesidad de angustiarse en la búsqueda; bajo la novedad, brilla para siempre la literatura latinoamericana por descubrir.