La comemadre
Roque Larraquy
Kindberg
162 páginas
Por Matías Ávalos
Hay una serie llamada The Nick, nombre que recibe de un hospital neoyorkino de principios del siglo XX. Los doctores del hospital son despiadados descubridores de avances médicos y técnicos. Vistos en mute y sin subtítulos, con las batas blancas llenas de sangre y las pupilas dilatadas por el uso de la cocaína, son unos carniceros. Hombres de ciencias que por momentos les gusta, sino jugar, al menos competir con Dios/Alá/Brahma, etc.
Las opiniones de estos doctores respecto a raza, clase social y género son las de la época: van desde un racismo-machismo-clasismo moderado, al nazismo, con sus respectivas teorías genéticas. Como espectadores, nuestro juicio contextualiza a los personajes, ya que al fin y al cabo son varios otros —aunque sean actores— los que dicen lo que dicen. Esto, probablemente suceda porque la cámara es invisible.
El primer riesgo que asume en La comemadre Roque Larraquy es trasladar esa operación del cine a la literatura, como lo hizo en algún momento Robbe-Grillet con el cine de su época. Es decir, no con el artificio caduco de realizar narraciones extremadamente visuales y entretenidas que parecen —y a veces son— guiones de telenovelas. Sino tratando de construir un narrador tan frío como un aparato —la cámara— que muestre lo que pasa de la forma más objetiva que puede.
La novela está dividida en dos partes. En ambas evita el énfasis ya que la trama, delirante por posible, no lo necesita.
Ambas partes transcurren en Argentina. En la primera, situada en 1907, el dueño inglés de un hospital de Temperley —algo así como Maipú o Quilpué pero, en vez de Santiago o Valpo, de Buenos Aires—que quiere demostrar en el plano de la experiencia, una idea que leyó de los verdugos franceses: las cabezas, luego de ser cortadas, viven durante nueve segundos. El inglés quiere que las cabezas le susurren el secreto de la muerte.
Para eso, diseñan una máquina que corta la cabeza de voluntarios —enfermos terminales que internan mediante un engaño y que someten a un tratamiento falso—, deja caer el cuerpo a un depósito y hace correr aire al cuello recién cortado para que la cabeza pueda hablar.
Los cuerpos serían gestionados con savia de comemadre, una planta que produce larvas microscópicas que apenas crecen la devoran por completo.
El doctor Quintana, protagonista de la primera parte, lleva a cabo un diario del experimento, que se mezcla con el suyo propio, donde leemos una segunda línea de la trama: la lucha por el amor de Menéndez, jefa de enfermeras; mujer codiciada por los demás hombres, incluido su jefe inglés.
La segunda parte, situada en el año 2009, es una especie de carta, tan extensa como veloz, fragmentaria y atrapante, en la que un artista contemporáneo le responde a una inglesa que lo estudia, con los pormenores que mejorarían la tesis de doctorado que esta última envía para su lectura. En el transcurso, y sin salirse de las condiciones que impone la segunda persona, cuenta la historia de su vida. Una delirante, excéntrica, pero verosímil vida de niño prodigio, criado en los ´80, que luego deriva en artista de vanguardia, cuya obra más conocida incluye larvas de comemadre desapareciendo la extremidad de un cuerpo humano.
Estas larvas que titulan la novela tiene una aparición muy breve en ambas partes, esa brevedad, hay que leerla como una especie de agujero negro.
Larraquy, con el procedimiento de la cámara, hace primeros planos de las partes oscuras de los mundos que aborda. Se limita a eso. No juzga por el lector, ni protege a sus personajes, ni, con ellos, a sí mismo. Sigue la máxima de uno de sus protagonistas y acierta: «Estar, pero no participar directamente, es el sueño de cualquier doctor».
En el reemplazo de la palabra doctor por la palabra escritor/a o poeta, veo un camino tan inquietante como prometedor.