La destrucción de los espacios

La destrucción de los espacios

Raúl Hernández

Libros La Calabaza del Diablo

51 páginas

Por Priscilla Cajales

La ciudad es el escenario en el que se mueve el hablante de La destrucción de los espacios, último poemario publicado de Raúl Hernández (1980), autor de Poemas cesantes (2005;2016) Paraderos iniciales (2008), Caligari (2010), Estética de la lluvia (2012, 2013), Cosas simples (2014), Los pájaros al atardecer (2014) y Películas (2020). A lo largo de su escritura podemos presenciar una constancia poco habitual, una insistencia, si se quiere, en el trabajo con escenarios, temas e incluso un ánimo al que podríamos llamar poesía del individuo.

Este individuo que se despliega en La destrucción de los espacios se pasea en medio de una ciudad que está siendo arrasada por las inmobiliarias, por las palas mecánicas, por una modernidad que deja perplejo o al borde del llanto a quien mira. Es también una ciudad que conserva con uñas y dientes la idea del barrio, arrasado, pero aún barrio, donde es posible comprar pan caliente y tomarse un té mirando por la ventana.

Los procedimientos de Hernández colindan con lo cinematográfico, usa la composición para hacer hablar a la ciudad con un lenguaje seco. Este individuo se resta cuando quiere que el espacio tenga cabida y voz como en el poema «Advertencias»: «Cuidado. / Excavación profunda. / Precaución./ Entrada y salida de vehículos./Sr. Peatón./Transite por la vereda de enfrente./ Peligro de derrumbe». En este poemario abundan las escenas y estas se construyen a través de la simultaneidad de imágenes que componen estos escenarios en peligro de destrucción. El poema que abre el libro «Esquinas» es un ejemplo de este procedimiento: «Un edificio derruido/ un edificio imaginario./ Un orificio gigante y circular/ Una ventana que se destruye al paso/ de los camiones. /Un recuerdo una memoria/ un paso del tiempo que se imagina/ tendido entremedio del pasto. / Todo esto/  al mismo tiempo». 

Me interesa precisamente ese procedimiento en el cual el hablante se resta y pasa a ser uno más en medio de la catástrofe, pero, ¿cuál es la catástrofe en La destrucción de los espacios? Precisamente la caída de lo cotidiano, su derrumbe. El riesgo de que lo que tengamos por conocido sea amurallado y privado de la luz del sol por una mole de cemento sin nombre. ¿Qué es eso que hacemos nuestro hogar? ¿un edificio destruido?, ¿una construcción? ¿un día de descanso? También puede serlo un mural o las piernas apoyadas en un muralla aguantando el calor de la tarde. Pero la otra ciudad habla también «Las veredas se elevan / con las raíces de los árboles» y esa latencia de lo natural por sobre, o sosteniendo lo que entendemos por cultura también se presenta en este libro y contiene al hablante y sus miedos, los que son tratados con cuidado: «Lo mejor será afrontar todo escenario/ con la destreza del funambulista», ese que es capaz de mantener el equilibro en una cuerda: «hay que tener destreza cada día/ en esta ciudad./ Una destreza feroz/ como la del gato/ con una herida en la frente».

Sin embargo, este poemario es irregular en su breve extensión. Hay en él momentos en que el hablante sí se  posiciona como sujeto de sus referencias, haciendo alusiones a su infancia en los ochenta o alguna anécdota de un viaje, y aunque pudieran ser textos que compongan un más complejo escenario vital, terminan siendo  los momentos más débiles del conjunto, rayando en una ingenuidad que no necesitan estos poemas construidos con un lenguaje objetivo y limpio, ejemplo de esto es el poema Allende vive, que termina con los siguientes versos: «El niño ahora es adulto/ sabe quién era Allende./ Cierra un libro/ cierra los ojos./ Y llora un poquito».

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