Como una variación de su último título, La revolución a dedo, reciente ganador en categoría Referencial del Premio Municipal de Literatura de Santiago, nuestra santa patrona indaga en otra perspectiva de aquel pasado.
En 1986 les dije a mis padres que me iba a estudiar a España. No existía internet. Alguien contó que en Barcelona iba a la universidad y supuse que también podía hacerlo. Como tenía poco dinero los convencí de que me convenía ir por tierra hasta México; de allá serían más baratos los pasajes a España. No me imagino cómo creyeron algo así.
Desde el comienzo fue un viaje increíble.
En Chile estaba Pinochet. La izquierda, diezmada por el Golpe, la clandestinidad y la represión, luchaba por la revolución. En lo que no se ponían de acuerdo era en la forma: si a través de una guerra popular prolongada, un movimiento insurreccional, etc… Prefiero no buscar detalles en internet para sortear el riesgo de que este relato que intenta ser político se pase al absurdo.
En la universidad milité en la izquierda. Al egresar, ya dudaba si la revolución, el hombre nuevo, el poder popular, la utopía, la conciencia, el compromiso, eran algo más que palabras… Mi plan era ir a dedo hasta Nicaragua para ver una revolución con mis propios ojos. Ahora que lo pongo en palabras, suena tan delirante como una guerra popular prolongada.
La joven de veintidós escribió en un cuaderno apuntes de aquel viaje a dedo. Leo la parte en la que describe la pensión donde vive con otros extranjeros que todavía siguen varados allí, junto al mercado Huembes, desde la que miran a la distancia, la revolución. Están los dos amigos arquitectos que vinieron desde Ecuador en bus a construir casas populares, y todas las mañanas van a una oficina a diseñar un hotel de cinco estrellas que no tiene fondos. El inglés con el pelo casi blanco de tan rubio, trenzado como las pelucas de los jueces, recorre todas las mañanas alguna repartición del Estado exigiendo que le devuelvan la cámara de fotos que le requisaron en una actividad de la Juventud Sandinista, que los extranjeros tienen prohibido fotografiar.
Todas las tardes se juntan a beber ron Flor de caña, el salvadoreño que descubrió a su esposa con su mejor amigo en su cama, los ecuatorianos, un holandés que va por el mundo siguiendo un fenómeno atmosférico. El inglés está convencido de que si le devuelven su cámara será una señal de que la revolución es pura. La única nicaragüense de la pensión es antisandinista, es la pareja de un belga vegetariano y llevan casi un año viviendo allí por las verduras y raíces que él encuentra en el mercado y cocina en la pensión.
La joven de veintidós no pensó antes de viajar qué iba a ocurrir cuando llegara a Nicaragua. Y ahora la revolución le pregunta quién es ella para estar ahí. ¿Tiene el aval de un partido político o de una ONG? De todo el mundo llegan cooperantes por dos o tres meses a construir, alfabetizar, sembrar… No solo pagan su estadía en dólares, aportan un bono a la revolución.
En el cuaderno aparece una cita que la joven de veintidós tendrá con el encargado de Cultura de una embajada para conseguir un trabajo que le permita seguir intentando vivir la esquiva revolución. Describe el carísimo restorán, la dificultad de mantener una conversación, la fastuosa casa llena de cuartos, la pieza en la que espera a que él despierte de la siesta y… a ansiada proposición, que tiene y no que ver con un trabajo remunerado.
Meses después consigue salir de la pensión para ir a vivir a la casa de unos cooperantes canadienses; gracias al aval de un exiliado chileno tendrá un trabajo en una radio estatal. El noticiario comienza a las 7 a.m. y termina a las 12 p.m. Resulta titánico llenar cinco horas con un equipo tan pequeño. Cuando no hay nada que informar, su jefe la envía a grabar opiniones a la calle contra una supuesta invasión norteamericana. Ese día no se siente capaz de detener a la gente y mostrarles su credencial, le avergüenza la pregunta, la nota antiimperialista que deberá escribir una vez más para acompañar las cuñas. No sabe qué creer. La revolución exige una adhesión ciega y ella tiene los ojos abiertos. La gente en el parque del Joven Combatiente ve pasar a una joven internacionalista con un vestido hippie hasta el suelo que llora con una vieja grabadora en la mano. ¿Y si su mirada es la de una pequeña burguesa a la que nunca le faltó nada? ¿ Y si sus dudas ayudan a los que piden una invasión de Estados Unidos? Tienen razón, es el momento de mantener al pueblo unido, no de criticar. Por la noche escribe, con una letra manchada por las gotas de ron Flor de caña, las tribulaciones de la dueña de casa que se acostó con uno de los comandantes de la revolución y ahora él le contesta un llamado sí, otro no.
Junto al cuaderno hay unas hojas amarillentas tipeadas a máquina donde la joven de veintidós busca encontrar una y otra vez, en un lenguaje entre analítico y periodístico, un sentido a lo que ve. Los textos están inconclusos. Ninguno se publicará. Una voz le dice que es su responsabilidad haber imaginado la revolución, que otra cosa es con guitarra. Si ambas visiones no coinciden, es injusto echarle la culpa a la revolución real. En la página siguiente, pone en duda su silencio. ¿Y si lo que ha visto resulta verdadero?, ¿Acaso cuenta con información para escribir de algo tan complejo? ¿Quién es ella, sino una mochilera pequebú de paso?
Las capas de conciencia van taponando su deseo. La dejan sin palabras. El Día del periodista acude con sus compañeros de la radio a la celebración oficial. El comandante Daniel Ortega le estrecha la mano y le pregunta dónde trabaja, cómo encuentra Nicaragua. A la salida promete no volver a dudar. Hasta que conoce las tiendas diplomáticas donde cooperantes y jefes sandinistas compran en dólares los artículos desabastecidos para la mayoría. La joven de veintidós llega a pensar que el ser humano y no la revolución, es el problema. ¿Por qué los comandantes y demás funcionarios del FSLN no tendrían que vivir bien con el trabajo que les toma dirigir la revolución? En las conferencias de prensa de los Ministerios escucha planes maravillosos, cuando camina por las calles, no los encuentra. Un compañero de la radio la llama cortoplacista.
Cuando me salto las reflexiones de la joven de veintidós, evado sus dudas y la desazón existencial que le produce no saber en qué creer, y me concentro en sus impresiones de la radio, el ron compartido con la cooperante enamorada del comandante que le es infiel; las conversaciones con desconocidos en las calles (memorable el diálogo existencial con el joven soldado que cuida la solitaria tumba de Sandino), el viaje a la cooperativa en la zona de guerra con la colombiana que se caga en los pantalones de miedo, aparece un material raro, sin lógica, que no calza en ninguna ideología, no se entiende bien pero tiene algo misterioso. Y es que cuando vive, la joven de veintidós no aplica método o jerarquía, se deja llevar por el azar, escucha a cualquiera, mira de pura curiosidad. Si no puede escribir de la revolución es porque no hay forma de hacer caber sus experiencias bajo la tiranía de esas diez letras.
La pérdida de la verdad, como categoría para medir lo real, afectó a mi generación de tal manera que se volvió incomunicable. Algo así como una salida, plantea Sergio Chejfec en esta cita que da para pensar: «Me parece oportuno destacar como inherente a la literatura de nuestros países, cierta dimensión política. No me refiero a las obras de denuncia ni al realismo social, sino a ese proceso esquivo y sinuoso que hace aparecer lo político como componente de lo más hondo de nuestras interrogaciones literarias e intelectuales. En este sentido, quisiera reiterar la profunda calidad insidiosa de la narración: apunta, por su desarrollo entrópico, hacia múltiples sentidos y en este sentido asignarle la mera tarea de contar resulta superfluo. Cuando la verdad se yuxtapone y se hace múltiple, la novela conjuga verbos más amplios: transmitir, aludir, insinuar. No existe realidad que ella pueda representar, no es verdadera la verdad que pudiera proponer, tampoco garantiza que sus mismas palabras tengan una razón precisa o unívoca para estar donde están. Estas negatividades operan para rescatar un enigma depositado en la mente de escritores y lectores, el misterio que se interroga sobre el sentido último de las cosas: “¿Qué estamos haciendo acá, en la tierra, después de todo?”. Y cuando consigue reformular la pregunta es una narración lograda».