Para este número le pedimos a la editora de Kindberg, de amplia experiencia en editoriales de todo tamaño en España y Chile, que nos abriera su taller de trabajo con los textos que recibe para su editorial y en otros encargos.
El mundo editorial está lleno de historias sobre triunfos y, principalmente, fracasos editoriales relativos a la aprobación o negativa a la publicación de un libro. Es ya legendario el rechazo que sufrió el manuscrito de Harry Potter, de la autora británica J. K. Rowling, en infinidad de ocasiones antes de llegar a las manos de la pequeña editorial Bloomsbury, que consiguió ventas multimillonarias, del mismo modo que todos hemos oído hablar del ojo de lince de la estadounidense Sylvia Beach, mítica librera de Shakespeare & Co en París que, tras el veto censor que cayó sobre el Ulises de Joyce en los países de habla inglesa, fundó su propia editorial sólo para publicar la novela del irlandés.
Pero también circulan anécdotas relacionadas con el trabajo de edición propiamente tal. Corre una leyenda sobre Raymond Carver y los cuentos de sus tres primeros libros (entre ellos, los de De qué hablamos cuando hablamos de amor), pues al parecer su escritura no sería la misma si no hubiera sido gracias a su editor, Gordon Lish, quien catapultó al autor a la fama a base de tijera y reescritura. La verdad es que, viendo las imágenes que circulan en internet del manuscrito original intervenido y borroneado por Lish, es imposible pensar que la leyenda no sea cierta, hasta el punto de que se ha reclamado que la autoría de esas obras corresponde a ambos. Del mismo modo, la editora Tay Hohoff se puso a trabajar mano a mano con Harper Lee un manuscrito de la autora que había sido rechazado en diez ocasiones y que finalmente daría como resultado la novela Matar a un ruiseñor.
En el otro extremo, tenemos Wattpad o KDP, el sistema de autopublicación de Amazon, donde nadie parecido a un editor revisa los textos no ya sólo a nivel de estilo o corrección, sino tampoco de trama, lo que convierte a esas plataformas en una jungla en la que yo, personalmente, no me voy a adentrar.
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Nunca estudié edición como tal, de manera que el oficio lo fui aprendiendo por el camino y uno de los aspectos que más tardé en abordar fue el de la edición misma, lo que se llama editing, que en el fondo consiste en hacer sugerencias o intervenir para mejorar un texto (el ejemplo de Carver y Lish que mencionaba antes). En mi opinión, esta parte del trabajo, al igual que otras, no me parece que pueda estudiarse ni aprenderse, sino que descansa sobre dos pilares que vienen casi «de fábrica» con la persona: 1) la sensibilidad individual, y 2) el bagaje lector de cada uno.
En mi último año de colegio, mi profesor de filosofía, al saber que iba a estudiar literatura en la universidad, observó que para ello era necesaria «una gran sensibilidad», sin darme a entender si consideraba que yo la poseía o no. Por otro lado, las lecturas, al menos así lo pienso en mi caso, nunca son suficientes.
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Hace años tomé la decisión de no editar por libre, es decir, de editar sólo textos que fueran a ser publicados casi con total certeza por mi propia editorial (Kindberg) o por alguna de las editoriales para las que sigo trabajando como independiente. Lo otro, realizar el servicio de editing para alguien que después va a enviar su manuscrito a probar suerte, lo encuentro como dar falsas esperanzas: conmigo tu texto se va a ver mejor, pero sé perfectamente que eso no garantiza que vaya a ser publicado. Me hace sentir mal, como aprovechándome de una ilusión.
Sólo una vez hice el editing de un texto sin saber qué iba a pasar con él. Un amigo de un amigo tenía una novela en la que tenía mucha fe y quería que se la revisara antes de empezar a mandarla a editoriales. En aquel entonces, yo trabajaba en Seix Barral pero estaba con licencia por maternidad, por lo que no me iba mal un ingreso extra. El manuscrito era muy bueno y cuando me reuní con el autor le propuse mis cambios, que principalmente eran eliminar todas las referencias espaciotemporales y aligerar el estilo de repeticiones y tecnicismos. Él aceptó todo, pero tenía una duda: la historia empezaba medio trabada, hasta la página 5 le costaba avanzar, algo que yo también había notado. ¿Qué podía hacer? Le propuse eliminarlas, empezar in media res, como los manuscritos medievales que nos han llegado incompletos y que me resultan fascinantes. Como el Cantar de Mío Cid, le dije. Lo hicimos. Quedó increíble. Al cabo de unos meses, salió con una editorial y fue un hit.
En general soy muy cautelosa antes de sugerir cambios tan drásticos. He visto a editoras proponer la reescritura de párrafos completos, la modificación de la persona narrativa, la eliminación completa de capítulos, la recomendación de lecturas como inspiración. Su varita mágica lograba que un libro pasara de ser bueno a excelente, de meramente informativo a muy entretenido. Yo misma he propuesto el cambio de finales, la eliminación de digresiones o anécdotas innecesarias para la trama, pero en cada ocasión lo he hecho con pies de plomo. Puedo haber leído mucho o poco en mi vida, pero como dije antes, siempre me parece insuficiente, y lo peor de todo, mi mala memoria hace que se me olvide gran parte de lo que leo.
Y finalmente, la última palabra la tiene la persona que me confía su manuscrito. No sólo sobre las propuestas que yo hago para mejorar el texto, si es que lo necesita, que siempre están sujetas a aprobación, sino también sobre detalles que en ocasiones yo no había detectado y en los que una autora me hace reparar, o por reordenamientos que vuelven la trama más lógica y que ni se me habían pasado por la cabeza. Las interpretaciones de un texto pueden ser miles, aunque también puede ser que mi sensibilidad, como sugería mi profesor, no sea suficiente. Pero lo que sí siento siempre es que esa persona me está entregando algo muy valioso, un pequeño tesoro suyo, lo que me llena de gratitud y responsabilidad.
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Por supuesto, el editing depende del tipo de texto que me haya llegado. No es lo mismo editar un libro sobre fractales o derecho de propiedad, en los que prácticamente no entiendo nada y me limito a comprobar las normas sintácticas y asegurar la fluidez de la narración (dentro de la aridez del tema), que las diversas contribuciones para un libro corporativo en el que hay un espacio definido de antemano y en las que, por tanto, entro con la tijera sin ningún pudor.
En los textos literarios tengo que contenerme a veces, proceder con cuidado. Hace tiempo estuve a punto de cambiarle las comas a una frase de un poeta enorme; “¿a dónde vas?”, pensé, y guardé la mano debajo del escritorio. Porque según quién lo haga, las comas deliberadamente puestas en lugares donde no corresponden son un estilo, mientras que en otras ocasiones no pasan de ser un error.
En ese sentido, y para acabar, está el tema de la corrección. No importa si en ese momento estoy haciendo una corrección de estilo o un editing, la corrección ortotipográfica me sale automática, como por default: no puedo pasar por encima de las palabras e ignorar los fallos, me siento como el meme de «no salgas con alguien que comete faltas de ortografía» (ojo, que acabo de investigar y no encuentro ese meme en ningún lado, pero a cambio he encontrado un artículo en el que se afirma que dos de cada tres mujeres no tendría relaciones con una persona que comete faltas de ortografía y, en el caso de los hombres, seis de cada diez también anularía una cita por este motivo). Y ahora sí, para cerrar el tema, un spoiler: como decía Luis Lagos, el mejor corrector con el que me ha tocado trabajar, la errata nunca muere.