La hermandad de la bandera negra. Edición paranoica-crítica de el tesoro de los piratas de Guayacán de Ricardo E. Latcham – VVAA – Editorial Nihil Obstat – 154 páginas

Sobre el autor 

«Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario», escribió Clarice Lispector. El (s) EDITOR SINIESTRO es la máscara de quien fuera un poeta precoz en Punta Arenas y un chamán oculto en la Quinta Región. Para lo que nos convoca, el siguiente texto ­—reproducido de forma íntegra— es la bisagra que explica por qué un colectivo editorial decide reeditar El Tesoro de los Piratas de Guayacán e intervenirlo con distintos postfacios que componen otro libro, una motosierra textual inimaginable que hace soñar con la posibilidad de la edición experimental, gesto vanguardista y solitario.

Interfacio
distensión superficial

Crecí rodeado de libros. Colecciones completas de narrativa sudamericana y universal, sobre todo, y enciclopedias, y textos de estudio de ciencias y matemáticas, en menor medida, formaban la biblioteca de mi padre. Cuando niño, apenas aprendiendo a leer, me encantaba jugar con estos libros.

Algunos estaban protegidos con un forro de papel mantequilla, o plástico, ajustado con cinta adhesiva, así que yo revisaba si la cinta estaba ya reseca y, si lo estaba, disfrutaba sentir como se desprendía entera con un simple toque, y les quitaba los forros y los volvía a poner sin la cinta. Y también los reordenaba según el color de las cubiertas o las ilustraciones de portada o el logo de las colecciones, vaciando los anaqueles para volverlos a llenar una y otra vez.

Luego, de adolescente, cuando empecé a leer libros cotidianamente y a armar mi propia biblioteca, la colección de mi padre perdió mi interés. Lo mío era la filosofía, y la política, y la poesía de vanguardia, y con dificultad encontré entre sus novelas un par de títulos de los que apropiarme y reubicar en mi librero. Con el tiempo y las mudanzas mi madre se fue deshaciendo de las cajas y cajas de libros que alguna vez tuvieron su cuarto propio. La pérdida que más siento fue la de un libro de estereogramas titulado El ojo mágico, no de la biblioteca de mi padre, sino de la biblioteca infantil que compartíamos con mis hermanas. Con El ojo mágico aprendí el arte de la visión convergente, la capacidad de desplegar una visión multidimensional del más allá fijando la atención en un punto intermedio entre uno y el cuadro actual. Aunque el libro es también una herramienta para educar la visión divergente, la capacidad de desplegar una imagen multidimensional del más acá, fijando la atención en un punto más allá del cuadro actual, esto no lo logré de niño y tampoco lo lograba cuando escribí este texto. Una vez, hace un par de años, encontré un ejemplar de El ojo mágico, en la cabañita de una pareja de muchachas, en las cercanías de la Cueva de Huincacara, y mi sorpresa fue tal que opacó la de haber encontrado, también en ese librero del sur de Chile, entre bosques, campos de pastoreo y cuevas legendarias, un ejemplar de Be Here Now de Ram Dass. Todo el tiempo que estuve en esa cabaña estuve intentando la visión divergente sin éxito.

El Tesoro de los Piratas de Guayacán es uno de los libros de la biblioteca de mi padre que resistió el paso del tiempo y las mudanzas.

Quería escribir una historia de piratas para una hiperficción explorativa en la que me hallaba trabajando y —en vista de que mi experiencia marítima se reducía a cruzar como pasajero en barcaza una decena de veces el estrecho de Magallanes y algunas pocas veces el canal de Chacao y, lo más, ir a la deriva por el Golfo de Ancud sobre la última goleta a vela chilota con la tripulación embriagada de cannabis, pero sin jamás perder de vista tierra firme, y de alta mar naca la pirinaca— necesitaba leer, por lo menos, algo de literatura marítima. Entonces revisé lo que quedaba de la biblioteca de mi padre, y leí algunos libros de aventuras marítimas que me llamaron la atención, El Corsario Negro, Benito Cereno… Sin embargo el que más me cautivó fue El tesoro de los piratas de Guayacán, a pesar de que casi toda la acción sucedía en tierra firme.

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Publicada en 1935, el mismo año que Historia Universal de la Infamia de Jorge Luis Borges, obra que fuera señalada por Ángel Flores —el primero en acuñar el término aplicado a la literatura— como el puntapié inicial del realismo mágico (1955), El tesoro de los piratas de Guayacán puede ser leída como un desarrollo ulterior del movimiento y su influencia. En especial de las vertientes más recientes que ponen en cuestión y difuminan los límites entre realidad y ficción, llamando la atención sobre la naturaleza hechiza, ficcionada o fabricada, de la realidad, y, así también, sobre el poder «mágico» de la ficción.

Mientras Borges, en el prefacio de la edición revisada de 1954 de Historia Universal de la Infamia (1997, p. 10), se distancia de los hechos históricos que narra, declarándose falseador y tergiversador (i.e. «ficcionador») de los mismos; Latcham, reconstructor y director del Museo Nacional de Historia Natural entre 1928 y 1943, y pionero en la etnografía mapuche, no se limita a respaldar con su autoría, autoridad y reconocimiento científico, la realidad de su ficción, sino que además subtitula su obra como relación verídica. Por esta razón, mientras nadie citaría la obra de Borges en un trabajo histórico no-literario, El Tesoro de los Piratas de Guayacán: relación verídica ha sido citado y considerado durante casi un siglo por diversos autores, chilenos y extranjeros, como una obra científica de consulta histórica, volviéndose una singular muestra del comportamiento viral del lenguaje señalado por William Burroughs (Grauerholzy Silverberg, 1998). Esto, por no mencionar las innumerables exploraciones en búsqueda del tesoro. Resulta, por lo tanto, sumamente apropiado un análisis de esta obra desde la más contemporánea teoría cibernética aplicada a la literatura, por ejemplo a través del concepto

de hiperstición (CCRU, 2004).

Por supuesto no estamos hablando aquí de una simple “novela histórica”.

Tampoco de una simple broma. Tal vez de una broma seria, una antigua definición de la alquimia (Maier, 2011), al modo de los Poemas del otro (2003) de Juan Luis Martinez, pero mientras el disfrute de Martínez está en la desaparición de la autoría (Weintraub, 2014), Latcham se divierte enseñándonos los alcances que la autoría puede tener.

John Lamb Lash, creador del análisis metahistórico, propone la lectura de la obra de Carlos Castaneda, publicada entre 1968 y 1998, como un realismo mágico participativo, en donde no solo el autor se vuelve partícipe de su ficción, presentándose como protagonista de sus libros, sino que también los lectores son invitados a participar de la misma a través de la puesta en práctica de sus principios (2013, pp. 28-29). Los mismos términos aplican a El Tesoro de los Piratas de Guayacán, con Latcham como investigador protagonista de la historia, quién termina invitándonos a resolver su misterio: Y ahora, lectores, dejamos a vuestro ingenio el deshilvanar la trama de este misterio, deseándoos mejor suerte que las que nos ha tocado en nuestra investigación del asunto… (1976, p. 160)

Además, la obra se inscribe en la tradición de la historia de la piratería iniciada con la Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas, publicada en 1724 y firmada por un tal Capitán Charles Johnson —el cual se cree es un seudónimo de Daniel Defoe, padre de la novela inglesa moderna—, tradición en la que destacan exponentes como el mismo William Burroughs (Grattan, 2009) y Peter Lamborn Wilson (2003), quienes hacen de la historia de la piratería una teoría de la libertad.

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