La palabra elemental – Gabriela Mistral – Letrarte – 143 páginas

Sobre el autor 

La más grande poeta que ha dado esta tierra, demuestra en este libro el modo en que un escritor intervenía en distintos ámbitos de la vida durante parte del siglo XX. La palabra elemental es un compilado de sus discursos, realizado por Benjamín León y Claudia Reyes García, desde La Serena. Ellos escriben en la presentación: «Su voz viaja líricamente en una prosa llena de atributos lingüís­ticos, con sostenida convicción pedagógica, con brava belleza que repercute al admitir y denunciar las urgencias sociales en su palabra pública». Seleccionamos el siguiente discurso, pronunciado el año 1954 en Santiago.

«Lo primero la tierra»

Criada en el campo y con el campo quedado en mí, por mi infancia y mi adolescencia campesina, la noticia de una Re­forma Agraria en Chile ha sido la mayor alegría de mi vida en­tera. A las ciudades tuve que ir por necesidad, duré en ellas por lo mismo, pero perdí con el campo chileno aquella que llaman «la alegría de vivir».

La familia que me hospeda me preguntó por qué había yo amanecido tan risueña. Les contesté: porque al fin mi gente del Valle de Elqui, tendrá viña suya, huerta suya, uvas y pasas suyas. Y les leí la notición a toda boca, con el habla cortada y temblando.

Congratulaciones para el Valle de Elqui, que ha esperado un siglo con una paciencia de santo civil, de santo acongojado y con unos dejos de amargura en otras ocasiones. Y congratu­laciones para todas las demás provincias fruteras y hortelanas. Sin fanfarronería de promesas o anuncios fallos, la patria se ha despertado no sé qué día con el gozo de los novios que han re­suelto su vida pasada y entran en un futuro sonriente y cierto.

El tema era tan delicado o tan postergado por los grandes lati­fundistas, que el asuntazo ponía temor hasta en los más cora­judos.

Cuando yo contaba a algunos la reforma agraria de México y la alegría desatada del indio mexicano, cultivador único ya por fin desagraviado, las gentes me ponían una cara de espanto. Sin embargo, todos querían eso innombrable y nada más que eso, porque los problemas urbanos eran de menor urgencia.

La gracia mayor tal vez sea la de que eso llegó sin sonajeras de cascabeles y sin alharaca de discusión porque aún sus adversarios sabían —si sabían— que no se postergaría por otro siglo esta justicia rasa, esa devolución de suelo a su huertero primoroso y a su regador y a su cosechero ansioso, como todos los silenciosos.

El hortelano sin huerta el mismo que su patrón el ha­cendado sabían que aquello no podía esperar un siglo más, por­que los plazos naturales estaban vencidos ¡desde el nacimiento de Chile!

La fecha de esta justicia madurada con una lentitud que no podríamos llamar vegetal sino mineral, merecerá ser cele­brada con el fervor mismo de los «dieciochos de Septiembre». Se trata de la segunda emancipación y hasta diría yo de un segun­do nacimiento del país. Chile vive sosteniendo su largo cuerpo de angustia sobre tres asuntos o mejor asuntazos: la mina, los huertos frutales, el granero de la Patagonia. Ahora todos se di­rán: «Y porque no hicimos esto antes». Ay, que den la respuesta los miedosillos o los cegalines o meros asustadizos.

Los ausentes sentimos el bendito suceso como el mayor después del año diez y como tal lo celebramos. Hay ahora en los chilenos errantes y en los sedentarios algo así como el sa­boreo de una honra nacional nueva y ancha. Llevaremos por el mundo un rostro más digno, porque ha crecido nuestra honra colectiva.

Contando Chile a los extraños el suceso de 1953 bri­llarán nuestros ojos; la mera frase de «tenemos en marcha una reforma agraria» ha subido de golpe nuestra honra ciudadana nacional.

No pensar que ido el hacendado la suerte de las cose­chas va a ser menor. Los que trabajaron sin resquemor, muy lealmente para el hacendado no van a cruzarse de brazos pre­cisamente ahora. Siempre tuvieron para la oscura Madre Tie­rra ojos amorosos y un brazo sin regalonería para mudar los despeñaderos en llanada a fuerzas de dinamitas y para abrir los surcos de la hortetila como quien aliña el propio rostro.

Viajeros mexicanos, turistas americanos y gentes francesas me halagaron este elogio de Chile: «¡Que buen labrar, qué calidad y qué hermosura el campo de aquel Valle central!» Es esta la alabanza que más me conmueve. Hasta me engríe: ¡tan «bota­das», tan mal queridas y servidas he visto otras tierras de nuestra lenta y regalona América latina!

El Presidente Ibáñez, hacendado según me dicen, ha querido extender al campesinado de su Patria su propia alegría de Presidente rural, al revés de tantos que olvidaron la bella operación moral que era extender al prójimo su propio bien y su propia dicha. El mandatario ha querido borrar el absurdo eterno del hortelano sin huerta y de sus hijos sin fruta. Él ha cancelado la muy ancha y retardada deuda que Chile tenía res­pecto de sus labradores que conjuntamente con el minero son ciudadanos de nuestra patria.

Todos agradecemos el buen coraje, el escrito vertical y el desagravio de cuatro siglos ciegos y remolones. El manda­tario de Chile supo de una vez por todas que el País debía un desagravio ancho y rápido al hombre rural autor de nuestro paisaje, cancelador de la aridez, alegrador de nuestra mesa y padrino de nuestros niños.

Cuenten esta Pascua florida los padres a los chiquillos, cuenten el segundo nacimiento de Chile en la Reforma Agraria. Hemos inventado muchas fiestas mayores por causas pequeñas o vulgares, la más linda y más fundada será desde hoy la de esa reforma agraria del año…. El «hombre de la tierra» que no tenía a esta sino por azar, ya la tendrá con sólo nacer, vivir y morir en campesino.

¡Viva la Patria en su segunda y real emancipación de su suelo!

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