Nicolás Letelier Saelzer
Cástor y Pólux
77 páginas
Recuerdo que una amiga hace algunos años me decía que no leía poesía porque no sabía qué hacer luego de terminar de leer un poema. Con el cuento es distinto, también con la novela. Se puede una devolver a pensar en la trama, recapitular espacios, sensaciones que fueron apareciendo y modificándose a medida que avanzaba la historia. Pero cuando se termina un poema, aún más, un libro, sobre todo cuando ese libro es compacto y de naturaleza extraña, efectivamente uno se siente cercano a un animal de extraña especie, no se sabe si se le quiere o no cerca. Pero ahí está, ya lo vimos.
Nicolás Letelier Saelzer (Violencia barroca, y Al sol invicto, ambas publicadas por Lecturas ediciones el 2010 y el 2014) en La salvaje perspectiva configura a través de diferentes procedimientos un libro a ratos misterioso y a ratos siniestro. El libro abre con una canción de Ornette Coleman, «Beauty is a rare thing» y luego, aparece alterada el nombre de otra clásica del Jazz «Softly, as in a morning sunrise», pero con variaciones, en lugar de Soffly: Drunk, o Berghof: la segunda residencia del fiurer, y un ebrio. Así ya en los epígrafes que acompañan diferentes momentos del libro podemos ver este primer procedimiento, la fragmentación. Y es que ubicar objetos contrarios y dar cabida con ello a la sorpresa o a la incomodidad del lector constituye una forma de entender la libertad dentro del poema.
Fragmentar el discurso es una forma de entrever la fragmentación del sujeto, uno que además está enfermo: «recuérdame/ que debo/ inyectarme/que no puedo vivir aletargado/ dividido», «busco balbuceando/ un olor/ que me reúna/ retorne/ a una rama/ un zorzal». Pero esta rama a la que el hablante quiere retornar solo parece astillarse y en el primer momento del libro, un poema extenso de versos brevísimos los sentidos se interceptan para dar cabida a un otro: «Y si hubieras visto/ sobre la norte sur/ era un cabro/ de unos veintitantos/ respirando/ un bidón/ si hubieras escuchado cómo respiraba/ un mono/ un chillido/ y el esófago hecho mierda/ tuve miedo de perder el referente/ mantenerme/ regularme/ empecé a bailar».
En los siguientes momentos del libro, Letelier desvía la voz poética y nos conduce a diferentes espacios familiares, recuerdos de intimidad, la vejez y la ciudad transformada en un cuadro. Aparece en un momento la voz de Cornelius Agrippa que monologa en un espacio simbólico en el que conviven cuerpos sacrificados y animales sagrados, mezclados con una poética que se enuncia en el poema IV «El círculo responde a la unidad» y se ejecuta dos poemas después en donde el texto logra la circularidad no solo empezando y terminando con el mismo verso sino en la cadena completa del texto: «La ciudad y los muertos/ el sacrificio y la expiación/ las estrellas y la caída/ el juicio y la adivinación/ el punto y la figura/ el humor y la seducción/ los signos en la imitación/ la ciudad y los muertos».
La variación de voces que se presenta dentro de este breve poemario nos habla de este sujeto escindido, pero a la vez de la supresión de una finalidad en su discurso, las palabras que no quieren llegar a ninguna parte, sino dar cuenta de un modo de pensamiento. Una progresiva individualidad, que como la música a la que hace alusión el libro, no tiene por qué llevarnos a ninguna parte. Así, desde el paisaje olfativo de una carretera aparentemente en Chile, hasta una terraza en Baviera en donde se puede (una vez más) oler una torta de zanahoria, el tomillo, el orégano, el laurel, la sola ubicación de estos disimiles nos obligan a pensar en el modo en que conocemos la belleza y la tragedia