Lago Esquirla
Mariela Malhue
21 páginas
Traza Editora
De todos los oficios que se pueden ligar al lenguaje el más gratuito es la poesía. Nadie paga, nadie lee, nadie reseña. Los textos nacen y se ubican en un reducido arco de lectores que casi siempre son amigos cercanos, salvo, obvio, contados nombres que todos conocemos.
Tener las manos sobre algo que para nadie más que para ti tiene valor le da al ejercicio de la poesía una libertad cómica, cuando el libro es pésimo, pero cuando te pega, cuando el libro que estás leyendo ilumina una zona del lenguaje y con lenguaje digo también historia, entonces la libertad del escritor es un bien inapreciable.
Mariana Malhue (1984), en Lago Esquirla, una plaquette de tan solo 15 poemas breves, va a vincularse con el ejercicio poético desde una de sus aristas más difíciles de abordar para el lector: cuando el poema es una propuesta reflexiva fundamentalmente sobre el material que este ocupa, es decir, sobre el lenguaje. La autora se propone tensar el hilo: «hasta que las palabras / dejen de ser palabras/ o una imagen pase a ser parte/ de ese conjunto de cosas que nadie ha pensado/ ni va a pensar»(Pág. 7). Se posiciona entonces en una tradición de poetas que van por el trabajo sobre y para el lenguaje, en ese lado del oficio poético en donde ahí está el centro: a él se le alaba, a él se le recrimina, al lenguaje, finalmente, como motivo principal de la poesía. Se aleja de la referencialidad y sus posibilidades tras esta búsqueda más gratuita todavía, pero gracias a la cual es posible tensar esta herramienta que convoca a quien escribe.
Esta idea se pasea insistentemente a lo largo de Lago Esquirla, una y otra vez la hablante se niega a participar de un lenguaje que pueda tener otro foco que sí mismo: «Huyo de la posibilidad de una idea/Una lengua no es la afición en la cual repito mi especie/ ni la zona donde recobro el agua para el cuerpo»(Pág. 9).
Me interesa sobre todo del poemario el modo en que Malhue ubica el funcionamiento del texto dentro del cuerpo, como si la experiencia del lenguaje no fuera suficiente en su exterioridad. Ya no es un buzo que se sumerge en aguas oscuras, como decía Bolaño cuando hablaba del ejercicio de la escritura, es la propia piel del hablante, sus deformidades, el sitio en el que las palabras ocurren: «Un conjunto de hormigas se traslada por dentro de mi frente/ El capricho de la piel por errar su forma/ es el lugar para construir una letra». La construcción de estas letras, la exposición de las deformidades del propio cuerpo ocurre porque este ejercicio «contrarresta su desaparición»(Pág. 16).
En Lago Esquirla las palabras son dinamitadas incluso por el paso del tiempo, se mueven de un lado a otro y dejan que las pausas que las rodean, el tiempo que hay entre una y otra, sea lo que finalmente importa: «Una madre y un padre envejecen juntos/ sus movimientos se vuelven lentos/ se reiteran las pausas dentro del habla/ Hay cierta valentía en respetar el tiempo sin cuestionarlo/ Hacerle lugar a lo ilegible»(Pág. 15).
En la breve extensión de la plaquette, la que se condice perfectamente con esa constante remisión al silencio, nos muestra al poema como un espacio en el que podemos finalmente sumergirnos y descubrir no solo qué somos capaces de ver, sino el modo en que esta oscuridad nos modifica. Pienso que esta oscuridad, este no poder decir, tiene que ver sobre todo con este verso con el que termino: «Aquello que se dice al hablar equivale a la cantidad que se guarda».