Las Corrientes Luminosas

Las Corrientes Luminosas

Claudio Guerrero Valenzuela

Ediciones Casa de Barro

65 páginas

Por Matías Ávalos

Varias son las formas con las que distintos poetas han tratado de asir espacios de extrema dificultad como lo son la memoria y el silencio. Wordsworth utilizaba la técnica del fade-out (algo así como desaparecer o fundirse) para entrar en «lugares-tiempo» y describirlos completos, en esos grandes —y largos— poemas románticos que afirmaron el trabajo con la memoria, en el sentido en que la había empezado a trabajar Shakespeare. Respecto al silencio hay muchos más —y menos ingleses— ejemplos. Hölderlin o Celan resaltan en ese equipo de poéticas densas y contundentes.

Las Corrientes Luminosas, de Claudio Guerrero Valenzuela, trabaja con esos materiales. Su estrategia, como lo sugiere el título, es la de trazar líneas largas como ríos subterráneos en los que cada tanto, entre el sedimento, algo —luminoso— aparezca. Más que estrategia esa es la apuesta, lo cual no quiere decir que eso pase.

El libro está articulado por tres secciones. En la primera, la memoria es la indudable protagonista: «Adónde podríamos llegar / te preguntaste / si todas las direcciones / parten de la memoria». Aunque la pregunta, que abre el primer poema, es sugerente, lo que sigue nunca se eleva de descripciones, donde todo oscila entre lo que sí y lo que no a la vez. Una mirada más bien melancólica en la que uno se termina preguntando, al final de los poemas, para qué.

Es que las líneas largas que traza son monótonas. Esto no es a priori negativo, Ashbery no solo cultivaba sino que defendía la monotonía en el poema. El problema de la monotonía en Las Corrientes Luminosas es que, en el plano del lenguaje, jamás se distancia de sí misma, jamás cuestiona su identidad, por lo que tal luminosidad prometida no llega. Y no lo hace porque, para que la luminosidad aparezca, siempre necesita su contrario. En un poema llamado «Tartamudo», de la segunda sección en la que resalta como tema el silencio, se dice: «Esta voz no sabe hablar / dice cosas que pocos comprenden. / Se agolpan en su lengua las palabras / trastabillan / tartamudas / se aprietan entre sí / rehúyen de la claridad».

En poesía, arriesgo, el contrario de la luminosidad no es una oscuridad enunciada sino performativa. La oscuridad aparece cuando el lenguaje mismo cuestiona la claridad y se niega a comunicar, ya sea torciendo la sintaxis, forzando la gramática, o haciendo que el sonido haga del sentido más dirección que significado.

Ni en ese sentido ni en el de las ideas eso pasa. Lo primero porque se trata de un libro de poemas construidos con una sintaxis clara y una gramática impecable, tanto que por momentos, más que encabalgamientos, uno ve comas invisibles que articulan un texto que parece más un ensayo en prosa que un poema en versos. Lo segundo porque más que memoria en el sentido que sugerí al principio, se trata de un libro nostálgico, donde el pasado se evoca como algo perdido, plagado de elementos que resolverían los problemas del presente: «la partitura al fondo del baúl / que brilla con un retraso / de doscientos años / y que resuena ahora en esa aguja / cuya crispación nos recuerda /  la materia del tiempo olvidado / esa imagen móvil / que vuelve sobre su propia fuente / posibilitando e impidiendo a la vez / escapes por campos erosionados».

El problema del nostálgico es que no logra darse cuenta que, aunque esos elementos se transportaran al presente, sus problemas no se resolverían, porque lo suyo es un problema de perspectiva. Tan concentrado que está por mirar hacia atrás en vez de trabajar donde está situado. Paradójicamente, además, muchos poemas tienen por objeto un presente, una «corriente principal» en sus propios términos, a cuya corrección soporífera critican por ser «El albergue de lo obvio / de las palabras vacías / extendidas en el espacio / como un mantel limpio», críticas que se hacen con la misma corrección inofensiva del mantel limpio.

Quizá el gran error de perspectiva que menciono, y que ubico en otras poéticas, es que por estar en contra de la frivolidad de las editoriales pop de Santiago, se pasan a un extremo donde entienden a la escritura como un espacio donde «No se pasa hambre ni soledad». Y entonces la nostalgia —esa insistencia por algo de otro lugar inaccesible que solucionaría nuestros problemas— sujeta al poema, impidiéndole un objetivo de verdadero riesgo, y entregándole, en cambio, un objetivo menos tenso: «A lo lejos todavía la casa permanece erguida / para recibir a sus visitantes. / A esa casa tenemos que dirigirnos», escribe como final del poema «Agua», una especie de arte poética donde aparece, como verso, el título del libro. En este sentido estoy más con Carson: «Si la prosa es una casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella».

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