Las plumas que nos van quedando

Como un lado B del informe de la narrativa penquista entregado en el número anterior, el autor de Incendios (Mago Editores, 2019) continúa con el despliegue urbano y editorial de los poetas en los últimos años en su zona.

No es fácil hoy hacer un panorama de la poesía en Concepción, una ciudad mediana que con el tiempo no ha hecho más que desperdigarse —como su poesía—, pero ante la tarea de intentar una etiqueta yo diría que si hay algo que marca a buena parte de la lírica penquista es su afán por la marginalización, por el susurro, incluso por el silencio. Ya ha quedado atrás la época en la que la sombra de la Universidad de Concepción parecía cubrirlo todo signando a narradores y poetas, malos y buenos, para bien y para mal. Hoy es la época de los centros culturales, de los talleres auto organizados, de las lecturas en la calle, en los bares e incluso en los baños de los bares (hablo de la época previa a la cuarentena como si todavía fuera nuestra época, como si solo la hubiéramos dejado en pausa para regresar a ella y finalizarla). También es la época, cómo no, de las editoriales independientes. Parte del proceso de marginalización se debe a la aparición de editoriales independientes, más o menos desconfiadas del mercado editorial tradicional, que han optado en muchos casos por no solo editar y vender sus propias publicaciones, sino imprimirlas, y en algunos casos incluso artesanalmente. El ejemplo más claro es el del Taller del Libro, que mantiene una constante labor editorial abocada a escritores y poetas de la zona, pero que llegado el caso no tiene problemas en ampliar sus horizontes (hace años editaron una antología de Juan Carreño). Hay que mencionar también a Editorial Mujeres de Puño y Letra, Editorial Nébula, Amukán Editorial, Alto Horno, y —como este es un intento de panorama—, a dos editoriales ya extintas, pero que en el último lustro publicaron algunos buenos libros de poesía: Pequod Ediciones y Ediciones Balmaceda Arte Joven. Casi no hace falta decir lo auspicioso de este florecimiento, por decirlo así. Más oportunidades de publicar, más libros arriesgados, extraños, envueltos en llamas. A esa categoría pertenecen libros como el singular Paxaricu (2016) de Óscar Vidal, el neobarroco Poemas e hiperpoemas (2019) de Francisco Valenzuela, y la sutileza de Edad (2019) de Gloria Sepúlveda, todos poemarios pulidos, maduros, escurridizos, de los que solo cabe lamentarse que no hayan tenido mayor difusión, y eso es poner el dedo en la llaga del campo editorial penquista. Ya sea por su rechazo a las formas tradicionales de edición, por falta de recursos, o por mero desgano, lo que aún no se ha conseguido es que los libros circulen. Se replicará que los libros de poesía nunca han circulado. Cierto, pero eso no anula el defecto. No haría mal trazar vínculos con las decenas de editoriales independientes de Santiago o Valparaíso o de otros lados y, si no se confía en el mercado y librerías tradicionales, por último, posicionar los libros en ferias más allá de Concepción.

Paralelo a este campo literario, como dicen los académicos, hay otro aún más silencioso, pero paradójicamente estridente. Se trata de los y las poetas abocados por completo a los recitales, a las performances, a las irrupciones artísticas en bares —y en baños de bares, como ya he señalado—. Poetas y poetisas prácticamente sin interés alguno en publicar, pero de una actividad impresionante a la hora de dar lecturas. Se nutren de la reacción del público (y en no pocas ocasiones, de las monedas que reciben del público) y que en los últimos tres o cuatro años han cobrado una particular notoriedad. Hablo de Rosy Sáez, Karina Kapitana, Alan Muñoz o Ignacio Gallardo, entre muchos otros. La de ellos es una poesía abiertamente política, feminista o, de plano, tendiente a la coprolalia, menos interesada en la calidad de los textos que en azuzar a la multitud —varios de ellos tuvieron un papel importante en las manifestaciones post 18 de octubre del 2019—. Dada su opción por el silencio escritural es posible que los años futuros no los recuerden. Pero no tengo duda de que quienes frecuentamos los bares de Concepción, afortunada o desafortunadamente, no los olvidaremos con facilidad.

Junto a los buenos poetas con libros de escasa circulación, o a los poetas que se rehúsan a escribir libros, habría que dedicar alguna palabra a los consagrados. El gran Alexis Figueroa mantiene una constante producción, incursionando también en la narrativa y en la novela gráfica. Su poemario Finis térrea (2014), de gran calidad, merece siempre ser considerado. Bárbara Calderón continúa, con éxito, su exploración por las décimas, Damsi Figueroa reeditó hace unos años su clásico Judith y Eleofonte, Marcelo Garrido cada cierto tiempo remueve el panorama con alguna autoedición y una poesía cada vez más barroca, para perplejidad de sus fans (en Concepción los poetas tienen fans), y Omar Lara, bueno, Omar Lara continúa escribiendo y recibiendo visitas de los poetas jóvenes, antes de que estos opten por el susurro o por el silencio, es decir, antes de que los absorba la marginalización.

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