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«Hombres sin ocupación, perros vagabundos, mercachifles arruinados, muchachos haraposos, empleadillos hambrientos, señoritas humildes, etc., todos se guarecen en el amistoso silencio de esta calle hospitalaria».
En “La calle Viana», Carlos Pezoa Véliz.
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Hace ciento quinceaños años, Carlos Pezoa Véliz escribió que elegía caminar por la Viana en lugar de por calle Valparaíso, para evitar el juicio social, las miradas a su ropa y a las de quienes eran como él (mujeres con alguna imperfección visible, por ejemplo). Hoy, esa calle que evitaba tiene tanto un leve residuo de aquello en sus cafés pecera como de disruptivo en su comercio informal. Viña del Mar ya no es la ciudad que fue, o que quiso ser. Ni balneario, ni jardín.
Tras el 18 de octubre esperaba en Valparaíso el caos, pero jamás lo imaginé trasladado a Viña. Pero sucedió, sucede. Los cerros y los campamentos dan toda la cara en la calle. Es historia. A esta disciplina la literatura no le interesa, pero el desplazamiento en su producción entrega señales que pueden aportar al entendimiento de los hechos.
Algo cristalizó con Viñamarinos (Laurel, 2015) de Catalina Porzio, los recortes de una biblioteca vivida y oída en los mismos cafés pecera, selección fragmentaria de la memoria de cronistas como Joaquín Edwards Bello, Roberto Merino, Pedro Lemebel, Sara Vial y Álvaro Bisama, que perfilan la vida de prohombres que definen el carácter de la ciudad y de artistas míticos, como Juan Luis Martínez y María Luisa Bombal. Este libro es el último estertor aristocrático, el último hecho con clase de Viña del Mar, desde un trabajo de montaje (Porzio no escribe, articula). Imanta incluso las referencias que no alcanza a integrar, las absorbe como un desastre natural jamás sucedido.
Pero bajo esta vida viñamarina, había otra escritura oculta. La poesía «negra» de Neoprén (1997, autoedición), de Francisco Núñez Lozano o la revista dosmilera La Cruda, carnívora zine donde salían sujetos suspendidos de su piel en ganchos en fiestas subterráneas. Ambas producciones eran superadas por la pulsión, no les bastaba el lenguaje y regaban imágenes chocantes en sus páginas. ¡Qué ganas de impactar! Mas, no les interesaba su lugar, solamente lo habitaban, a diferencia de Carlos Altamirano, que en Los desórdenes de un arresto (2008, La chusma no editorial; libro anárquico, sin corchetes, ilustrado obscenamente, vanguardista en plegarse a las x para romper el binarismo de los géneros) encaraba Viña del Mar como un paseante en drogas.
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Los carniceros de calle Arlegui
Cuelgan los últimos cerdos y corderos
Que les van quedando para la venta
Y ya hasta las vitrinas de la carnicería
Tienen el olor y el sabor
A carne y sangre muerta
Lxs ratis y lxs pacxs de la plaza forestal
Les quitan (roban) los termos con aguas calientes
Y los canastos con sanguches
A lxs cafeterxs ambulante del centro
Y toman desayuno una y otra vez!
Los hijxs de putxs!
(de «El reloj de flores»)
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Altamirano consiguió el dinero para la impresión de Los desórdenes de un arresto a partir de diversas actividades autogestivas con fideos y música. La chusma no editorial no publicó nada más, era una editorial para autoeditarse. El Do it Yourself lo aprendió del punk, cuando organizaba tocatas gloriosas para los subterráneos.
Más adelante, me uní a Altamirano para sacar su segundo libro, Que en paz descanse la poesía (Perro de puerto, 2012). Todas las semanas nos juntábamos a editar un poco en los bares del Viña del Mar popular, en La Sociedad Protectora de Cocheros, El Venecia, El Cosmopolita, El bar del chico. Como nos fuimos a medias con la impresión, costó ponernos de acuerdo y terminó siendo un mix entre poemas y canciones de las bandas HXC en que el poeta gritaba, impreso en el mismo barrio a un costo ridículo conseguido con cervezas.
El lanzamiento fue lo mejor, jamás vería tanta, tan distinta, en un barcito del Mercado Municipal. De eso ya han pasado años.
A Carlos no le interesa la literatura como habitualmente se entiende, con publicaciones sistemáticas, doctorados, críticas, yoísmo. Desde tiempos inmemoriales, los escritores han sido unos eficientes managers de sí mismos, pero mi colega no lo necesita. El libro vendió todo su tiraje en un mes y medio, sin necesidad de salir del barrio donde trabajaba el poeta, en kioscos y restaurants. Desde que sé de él, ha vendido de forma callejera medicamentos, libros, chocolates y matamoscas.
Hace un tiempo ocupa seudónimo, imprime hojas para llevar sus poemas ilustrados. Canta con Los del cerro, la barra brava de Éverton, o le da letras a murgas. Recita encapuchado, así que este tiempo le ha venido bien. Desde el comienzo del estallido he leído en muchos lugares que los escritores no tenemos espacio. En Viña del Mar, en los cerros y poblaciones, Altamirano va a distintas actividades. Y lo escuchan. Quizá es porque es capaz de agacharse y tirar el camote, quizá porque lo han visto toda la vida.
Un poco después conocí a John Uberuaga. Es editor de Hebra, y en la misma primera etapa de la editorial autoeditó en pequeño formato Forestal, en una colección que incluía los primeros textos de, por ejemplo, Nina Avellaneda. No tienen fecha de imprenta esos libros, pero creo que habrá sido por el 2011 o 2012.
Miguel Núñez Mercado: el mundo a escala
¿Qué ha visto en la crónica roja?
Fui a la tragedia de Queronque. Sentí ese olor de tanta sangre, la luz, incluso como si uno pudiera oler la muerte en el aceite de vehículo. Se presta la muerte, es muy, no digo poética, pero la realidad supera la ficción. Yo he visto gente de repente que se ha hecho perfectas las amarras para simular que las han matado. Me tocó una vez una mujer que se pegó treinta y ocho cuchilladas y llevaron al marido preso seis meses. El suicida quiere dejar una culpa, escriben al diario porque es uno de los pocos diarios que lleva suicidios, no debería. Los suicidios son todos iguales, la familia, la novia. Cuántos muertos por amor. El suicida siempre quiere dejar culpa, siempre tiene la culpa otro. A los suicidas comenzamos a retarlos, para evitar la ola de suicidios; poníamos el tanto tanto de 23 años decidió morir por mano propia, cosa que le impidió ver cuánta gente lo quería. Si levantábamos a los suicidas, los en potencia agarraban papa.
Como los poetas suicidas quillotanos.
Es que el quillotano es fanático. Revisando un poco el tema de la literatura chilena hay hartos suicidas. La otra cosa es que los poetas mueren jóvenes.
¿Cuál es la labor de un escritor en la provincia?
El rol del escritor en la prensa norteamericana está bastante claro, todo medio tiene un escritor. Incluso en los periódicos de condado, alguien reportea y el Writer escribe. El New York Times también, una vez entrevisté a Fernando Paulsen y su trabajo era enviar datos y otro escribía. La pelea actual tiene que ver con la calidad de lo que se escribe, porque por la velocidad no vas a ganar. La gente nos presta las historias y tenemos que ser responsables. Tienes que responder a la confianza. Leo diarios antiguos y yo también tengo que pensar en alguien va a leer lo que escribí, es una responsabilidad que me di, una responsabilidad histórica. Entrego antecedentes.
Usted escribió un libro, liberado en Scribd, llamado Punto de vista.
Escribo lo que no puedo escribir en el diario, por ser demasiado poético. Yo no puedo escribir en una nota que un muchacho era bonito, pero cuando voy y veo a todas las muchachas del barrio llorando por él, lo escribo. O escribir del poema de Hernán Miranda Casanova, «Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14», que no podía llevar en la antología, porque tenían que escribir cosas bonitas de Quillota.
¿Por qué decidió investigar sobre escritores del interior?
Es un autorretrato. Yo escribo de escritores porque soy cronista. Siempre los voy a rescatar, es lo que está esperando uno mismo.
¿Alguna vez le han dado ganas de novelar?
Sí, he hecho novelas, con la historia de los sicópatas en capítulos. En Colombia han hecho novelas de mis casos. También en el libro de San Luis de Quillota, la capacidad de amalgamar una sociedad como lo hace el club, o los bomberos, que también lo hacen.
¿Qué le interesa de la crónica?
La crónica tiene la perspectiva de contar la historia de otra manera. La situación no se limita a lo literal. La poesía también es vida, y se puede trasladar a la crónica y viceversa. La crónica es un género enorme. Ha tenido siempre hartas posibilidades.
¿Cuál es su relación con la autoría? No todas sus crónicas están firmadas. ¿Cómo los podremos reconocer en el futuro?
Quizá por el estilo. Lo mío es el reportaje, cuando voy a redactar tengo la frase inicial y la última en la cabeza antes de escribir.
Usted ha trabajado el tema de los Derechos Humanos.
Es una de las razones que me tiene en el periodismo principalmente. Yo me he dedicado porque la verdad es clave, el rol de un reportero es sacar la lámpara, poner la luz para que ilumine. No creo tanto en la justicia, pero la verdad es clave para dejarla allí como testimonio. Mi último trabajo tiene que ver con una familia que va arrancando en Cabildo, los carabineros los agarraron y los mataron a todos. Hay una gruta que me llevó a investigar en el cementerio de Chincolco, están identificados los carabineros que mataron a la gente, pero no se sabe el nombre de los muertos. He apoyado investigaciones, he sido testigo y en algunos casos se han logrado condenas y en otros cárcel. Esa es una de las grandes satisfacciones. La gran pelea es a través de la prensa, que los Derechos Humanos sean parte de la vida humana, de la consciencia social. No puede ser que a quien le confié la seguridad el Estado abuse. Ese es un rol que debiese hacerse activo en la prensa.
Trató de evitar esta entrevista. ¿Por qué?
Nunca me he sentido como poeta ni escritor. El cronista es otra cosa, está en el periodismo. Aunque sí ocupo recursos literarios en la crónica.
Boldrini: escribir para conectar
En Quillota nombra una serie de revistas hechas en la provincia, con movida literaria, vanguardia y malditismo de poetas.
Es un mundo que yo no conocí, el de los poetas del año 20, de esa vanguardia. Yo era muy bibliófilo cuando chico, hacía cimarras para venir a la calle San Diego a comprar libros. Recuerdo haber comprado algunos que tenían que ver con quillotanos, pero los quillotanos y los limachinos eran bien costumbristas y no tenían que ver con las vanguardias. Yo creo que uno entró a saber eso por Neruda y especialmente por Rojas Jiménez. No tanto por quillotano, ni por todo el hálito, no de maldición, sino de rebelde que tenía, y él te remitía a la gente joven de los años veinte que no necesariamente era quillotana. Luis Enrique Délano es un poco posterior. Romeo Murga estaba ahí, era un tipo más tranquilo. A mí me enternece la relación que tiene con los estudiantes en términos de cómo se coludían y armaban pequeños rituales, como andar con capa. Recuerdo revistas que fui a ver a la Biblioteca Nacional que se han robado. Había mucha gente, como Lautaro Yankas, Jacobo Danke. Antes estaba Zorobabel Rodríguez en el siglo XIX.
¿Qué significa para usted la literatura?
Mis amigos me dicen cosas de mis libros y eso me hace vivir, es lo que me da la escritura. Yo no paré de escribir desee chico, y no sabía nada, ni que podía haber una carrera, de eso me di cuenta cuando era adolescente y era empedernido lector. Pero tampoco me podía vincular, no iba a escribir como los rusos, no voy a escribir como Dostoievski. Mis libros los escribí porque no daba más, para olvidarlos un poco. A mí Raín me tenía obsesionado, yo fui cuatro veces a ese lugar y al final me estaba haciendo mal en el alma. Ahora estoy en condiciones de escribir lo del mar pero no puedo, tengo que ir una vez a la semana al pueblo chico, antes preparo a dónde voy a ir, leo, siempre le pongo algo de historia que no me sé de memoria para hacer la crónica. Ocupo tres días en hacerla y en otras cosas que andan volando. Yo estoy más vinculado a la gente de la plástica.
Siempre dedica capítulos en sus libros. Guadalupe Santa Cruz le dedicó libros también, uno es Quebrada.
Me siento muy hermano de ese libro, porque le dije a la Lupe tenís que salir, hueaviamos con las quebradas e hicimos una lista. Eso fue en noviembre ponte tú, y en marzo me dijo que estaba listo. Esa reivindicación del pensamiento regional, vernáculo, es impagable. Hicimos el mismo curso algunas veces, le dábamos las dos miradas. La quise mucho. Dedicarle un libro a alguien es conversarle, siempre que estoy escribiendo es una conversa, en cada capítulo. Si tú veís Raín primero aparecen los lancheros. En los ¡Cuchetas! también aparecen varios de los hombres que conocí en el Huerto California.
A veces los hace personajes.
Es un guiño no más. En Raín hay mucha gente, estaba pensando en determinada personalidad de los chilotes. También es un modo de conversar, de quererse. Escribir es una cosa familiar, de lo más íntimo. Los chilotes tienen Raín y aquí no es mucho lo que lo cachan. Longotoma y ¡Chuchetas! quedaron por allá, en la Ligua. He tenido la cueva de sacarme la adquisición de libros en cuatro libros y los distribuyen y encuentro libros míos en la Patagonia. Yo pensé que nunca los iban a distribuir, pero lo hacen. Mi ideal de lector es que sean los estudiantes de los lugares que he escrito.
A eso ayuda que lo edite Kultrún.
Raín se vendió en Castro, en Lautaro, en Valdivia. Ricardo distribuye. Hay una poeta chilota que es muy buena, que se ha quedado allá y me encanta, la Rosabetty Muñoz. Hay gente que se quedó en las provincias y muerde. En Coyhaique hay también muchos escritores, Ricardo los edita. Es una cosa maravillosa, no hay muchos poetas en Chile. Está también Elvira Hernández.
Un fragmento de ¡Chuchetas!: «La sangre salpica en el lugarejo en Las Paredes, camino a El Cobre, allí, al lado de la cama, un día de agosto, un día en que un hombre llora la pérdida de sus animales de trabajo, de crianza, sus animales de montura; Cereceda no puede dormir, y se sueña y vigila y es despertado nuevamente, violentamente, en las cercanías del Fundo San Lucas, en el meollo de la almohada, en la Ruta F-30, viajando arropado desde Papudo a la Carretera 5 Norte». Hay un fraseo particular en sus obras. Una magia que es difícil de precisar en una pregunta. ¿Usted es consciente de ella?
Soy apasionado de la palabra, y quiero que ella sea la protagonista. Muchas veces hay frases en mis libros que todavía no sé qué quieren decir, pero me gusta. Insisto, es el puro goce de la palabra. Quisiera volverla a la fuente. Paso anotándolas, quiero que lleguen al momento etimológico, al momento más verdadero que tuvieron, a su nacimiento, casi una larva. Creo que no existen los sinónimos, las palabras son precisas. Eso lo cuido. Cuando tú hacís eso llegai a situaciones de belleza, casi mareantes. Hay frases que me explotan miles de cosas, que no tienen nada que ver con lo que estoy haciendo. Escribo en éxtasis, casi levitando. Me dejo llevar por las palabras del lugar. No sé qué hacer con mis libros. Antes quería hacer una novela. Mis libros son altamente vivenciales. Tampoco me pillan. Hay un capítulo de las sombras de los árboles, del boldo, del maitén, del ulmo, quién va a creer eso, parecen invenciones; las huevas, no son invenciones. Así todo, todos los temas están probados, los viví. Viví una magia que no es convencional en mis derroteros.
¿Eso aplica a sus crónicas?
A veces mis amigos me quieren llevar en auto, y para mí el terminal es sagrado. Los lugares te dicen una palabra. Por ejemplo Quinta de Tilcoco, y el sonido te dice algo, mapudungún. Pero no es que buscai las palabras, ya las tenís adentro. Es como los chilotes que ven un pájaro y saben que tienen visitas, no piensan que por el pájaro tienen visitas, ya lo tienen integrado. Empezai a recorrer, los reconocís desde todo lo que has hueviado.
¿Se las imagina en un libro?
No, de ninguna manera, no me las imagino. Hay cosas que no puedo hacer, se suprime mi yo. Como usar el conocimos o conversamos. Hay cuestiones del periodismo que a mí me coartan mucho. Empecé a escribir El alma navegante. A veces pienso que me está quedando acronicado. Siempre está eso, si el periodismo afecta la literatura y la respuesta es disímil. También hay que reconocer que hay gente que no tiene ninguna intención de ser escritor y escribe la raja. El Pancho Mouat, Merino.
¿Conversa con la gente?
No mucho, no me gusta. Hago poco de etnografía. Hay pueblos que odio, pero en mis crónicas nunca me los voy a cagar, nunca voy a decir pueblo infame, porque la gente de los pueblos chicos vive en el horror del centralismo, e ir y cagárselos es de una crueldad tremenda. Todos tienen un cien por ciento, y a veces hay un 2 por ciento; hay que exacerbar eso. Lo de la ética puede ser. Joaquín Edwards Bello dice no hay que escribir nada que la gente no sepa. Yo no ando arreglando el mundo cuando escribo crónicas, busco lo festivo porque las regiones son regiones, huevás menoscabadas por esas miradas que quieren encontrar el cien por ciento en las cosas. A lo mejor es ético, a lo mejor es paternalista, pero no me los cago. Hay pueblos de los que quiero irme inmediatamente, pero no me los cago. Hay que buscarse un tema, lo que les gusta a ellos.
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Aún era julio cuando los malos amigos se internaban en la selva, la mala vida les robaba el corazón o los escondían dentro de los ojos de los callejones como si fuera septiembre, y en la radio sonaban canciones sucias habladas en inglés, las micros subían chillando resortes olvidados y rancheras y en las esquinas, calladitos, los asesinos y los pasteros recitaban poemas que no ha escrito nadie.
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Y que no oía nadie. John entendió que Forestal era un mundo, más que un cerro o tranque funcional a la ciudad. Aunque por otro lado estuviera Valparaíso, donde era de los que se tomó la sede Gimpert hasta las últimas consecuencias.
¿Cuántas veces se puede escribir un libro? El ya mencionado Joaquín Edwards Bello publicó su novela porteña con tres nombres, en tres décadas distintas. John anunció recién una versión de Forestal para su propia editorial, mientras paralelamente interviene cajas de fósforos con pequeñas fotografías —oficio que desarrolló durante el 2018 en estas páginas— y poemas desplegables, que pueden ser la mejor muestra de lo que sucede acá, ahora.
Poemas para quemar supermercados, Poemas para quemar escuelas, Poemas para quemar fotografías, Poemas para quemar ciudades y Estos días es la serie hasta el momento completa que ha desarrollado. El caos que arma escribir encima del caos, el caos que arma la reescritura hace que todos los momentos altos de esas cajitas no vayan a aparecer en el próximo Forestal. No le podemos pedir asepsia a la autoedición, sino que se ejecute. La obra de Altamirano y Uberuaga responde a la misma irregularidad de la vivienda cerro arriba de Viña del Mar. Queremos que se expanda como hizo la escritura de Pezoa Véliz en distintos soportes para después poblar las bibliotecas con ellos.
Las imágenes que toma Uberuaga en la calle, en las protestas donde pueden estar los otros escritores referenciados en esta página, serán las postales del futuro. Como los encapuchados haciendo un asado instantáneo luego de saquear un supermercado.
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esta ciudad
será una palabra dicha
en voz baja
y arderá
como la fotografía
de un país lejano
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Habría que preguntarse a esta altura por qué se hacen libros tan raros en Viña del Mar. Si parte fundamental de la vanguardia viñamarina es la de Juan Luis Martínez y sus libros carísimos, objetos de culto, lo de Uberuaga se aleja absolutamente de la elite adquisitiva. Las cajitas de fósforo se hallan gratis si tienes el coraje de meterte a las protestas. Sus mismos poemas revelan la relación con el dinero, aplastando monedas en la línea del tren para convertirlas en vidas de juego en los Samoa, de niño. El dinero efectivamente es un elemento de conversión, y no limita la circulación. Así como el poeta halla quesos rallados y autitos para su hijo que lleva sin pagar o recupera en el supermercado, gratis; traduciendo a nuestra realidad la deriva en pasillos iluminados de consumo de Allen Ginsberg. Porque perderse de leer traducciones es perderse de ver qué podemos hacer cuando apropiamos las influencias.
La poesía es nuestro patrimonio cultural más relevante, pero se sabe que se ha desconectado de la lectoría en general. Las intervenciones sobre la realidad se hacen desde la prosa. Eso me faltaba leer de Viña del Mar, prosa que narrara este otro lugar.
El 2014 me llamaron de la organización Cismo para hacer un taller para secundarios en el Museo Artequín, que está a unos metros de la Quinta Vergara. Se convirtió en un taller de secundarias, casi todas de liceos, porque los niños se fueron. Y ellas escribieron, aunque una lo hizo mucho más. Javiera Torres escribió una novela corta en un par de meses que contaba la vida juvenil de la periferia viñamarina, juntándose en el supermercado A cuenta para comprar copete, para ir a meterse a una fiesta de población. Así como no iba a escribir Ginsberg de Viña del Mar, no iba a haber un Jumbo en la periferia.
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Todo estaba tan desolado, las pocas personas que circulaban por el sector iban con los bolsos bien pegados a sus cuerpos, apresurados para llegar hasta sus casas. Otros estaban estacionados en las esquinas, tranquilos, esperando que algo sucediera. Pasamos por el lado del colegio Salvador Allende, al terminar de rodearlo vi a un tipo escondido tras unos contenedores de basura, tenía un aspecto de estar ocultando algo. Seguimos nuestro paso, hasta que la Francisca apuntó con el índice la casa del Omar. Tomé una piedra y golpeé la reja un par de veces. Detrás de nosotros pasó una patrulla a toda velocidad. Imaginé que iba detrás del tipo que vi antes, ese tipo de cosas sucedían casi todos los días. Salió el Omar que tenía los ojos notoriamente rojos, a pesar de que estaba de noche.
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Quién diría que esta descripción de la población Glorias Navales me acercaría geográficamente al próximo escritor: Diego Armijo. Lo conocí también haciéndole talleres literarios, edité su primer libro (Glorias Navales, Balmaceda Arte Joven, 2019, 4 prosas experimentales que coquetean con la poesía y la gráfica). Durante el verano fue publicado Carcasa (La Calabaza del Diablo, 2020), novelita ambientada tanto en el mall como el resto de Viña del Mar, su resto, esas poblaciones que no estaban (d) escritas.
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Volver. Glorias Navales. Ya, Viña del Mar, por arriba, lejos de cualquier aspecto de costa, ni arena, ni aire salino, ni turistas —aunque es posible ver autos con patentes extranjeras, recorrer las calles heridas, rápido, sin preguntar cómo llegar al centro—, pero a veces gaviotas, sobre blocks, casas armadas por los mismos habitantes, espacios basurales, una quebrada en toda la expansión del lugar, población en un hundido terreno. La micro que la acerca le da visión, por arriba, bajando, y acercando, de todo. De su casa en detalle, entre las demás, y todo. Bajar en una rotonda que tiene el nombre del lugar, pero son casi invisibles los carteles, alrededor condominios, supermercado y edificios altos, casi tanto como para allí mirar el mar, lejano, pero mirar. Todos esos cambian su dirección, inventan nuevos trazados de mapas, van royendo la Glorias Navales burocrática. Entrar, bajando, doblar por la calle de recorridos de micros, y cruzar la quebrada, junto a tomas, la cancha, un parque acuático, un motel, los blocks, su casa, entrar, entrar, descansar. Antes, mirar por la ventana, los árboles, las casas de desconocidos cercanos, las micros que suben la cuesta, el encierro abierto.
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La desconexión de la literatura era obviar esa mole mall que cambió el radio urbano de la ciudad para escribir del pasado o de cualquier otra cosa, la desconexión era que textos como estos no existieran. Porque los artistas hallan muy ordinario en lo que se convirtió Viña del Mar. Y puede ser, pero lo ordinario es lo común para otros. Quizá, también, se deba a la paranoia viñamarina. Antonio Martínez escribió en el Soy de Éverton (y de Viña del Mar) (Lolita, 2016): «Santa Inés, un cerro popular y parece que terrible, porque ahí vivían los pobres que no entraban en el plan». Una vez que entraron al corazón de la ciudad, al corazón de su literatura, será imposible sacarlos.
Era inevitable escribir del mall, iba a suceder. Lemebel imaginaba Viña del Mar como un mall gigante. Y no alcanzó a ver que del primer mall se pasó al segundo y al tercero. Armijo parte mostrando a una muchacha que trabaja vendiendo carcasas del celular en un largo pasillo y que mira a los empaquetadores del supermercado (lo escribió justo, esa labor parece destinada a morir tras la eliminación de la bolsa plástica).
La historia se enrarece en una corrida, la escena es contemporánea a las sucedidas tras el 18 de octubre. Aún posibles. Ahí se revelan vidas que pasan horas allí, que están congeladas y derivan en la dirección opuesta a los consumidores una vez que llega la hora del cierre. Y no hay micro directa, así que no queda más que tomar la del recorrido más cercano, que a veces se desvía por otros lados antes de llegar. Armijo sabe de vivir en esas dos vidas, en dos ferias, una en el centro y otra en la Glorias. En una es un excelente vendedor de libros, en otra es ayudante del puesto de su papá vendiendo confort y artículos de aseo.
A partir del epígrafe de Pezoa Véliz, podríamos pensar la literatura viñamarina siempre en conflicto social. La literatura que se debe la ciudad es la que se escribirá del lado de adentro del mesón de atención. La otra ya se escribió, la que podría contener, por ejemplo, a Lucía Berlín o María Moreno, joteadas por gente de la corte internacional o cuicos duros, o la del espectáculo de la muerte de los sicópatas. Y pese a los institutos de arte, los nostálgicos que leen en el Castillo Wulff y los escritores enajenados, es otro tiempo, es otra letra la que se llevará a cabo.
¿Dónde estarás Javiera Torres, cuándo Viña del Mar te necesita? La última vez andabas con un marino de la mano. María Luisa Bombal, con su nariz rota en el busto que tiene en el centro, te espera. El silencio es eterno, hay que hacerlo estallar.