Cada cierto tiempo observo el caos de la vida posmoderna de cerca. Algún amigo, alguna amiga, algún ex alumno de taller aparece en problemas urgentes de convivencia. Duermen en el sillón mientras les sugiero acomodos que no afecten mi propio ecosistema familiar. Les recibo —un rato— porque podría ser yo.
El último episodio de estos fue un domingo de madrugada. No me pilló dormido, así que pude esperar que apareciera un colectivo en la reja del viejo edificio. En la maleta del auto, la propia y contundente maleta de mi amigo.
Tras el té y la conversación, tras revisar los económicos del domingo en la prensa provincial en busca de un lugar, le pregunté qué traía en la maleta. Generalmente esas emergencias que narro tienen algo de intempestivo, algo de no tener nada. Esta vez, el tamaño del equipaje decía: pude pensar.
Pensar, elegir. En una maleta, por grande que sea, no cabe la vida entera, sino un fragmento, el que queremos llevar con nosotros. En este caso traía ropa, poca, sobre todo libros. Una pequeña y contundente cantidad. La selección en caso de incendios, dijo, un chiste probable en esta geografía.
Un día después mi amigo partía hacia otro lado y dejaba los libros. Una cosa es una biblioteca, otra cosa es la reducción a lo esencial de la misma. En ella había libros independientes al lado de otras ediciones internacionales de grandes autores. Había también ediciones de provincia. Algunas grandes compras hechas en los extrarradios de las ciudades o en sus veredas, donde sobrevolamos en cacería por separado.
¿Qué hace que un joven piense en quizá el momento más crítico de su existencia en libros? ¿Qué hace que piense en autores como Alfonso Alcalde o Gladys González como los más importantes de su vida lectora? ¿Qué verdad hay en la poesía para un joven cruzando el umbral de la adultez?
Hay algo en los libros que supera el modo de producción de los mismos, asunto que inexorablemente hemos revisado en este suplemento, con un código de honor demasiado rígido.
Al cierre del suplemento, el joven lector extiende la biblioteca lejos de donde salió aquel domingo de madrugada. Tiene su propio lugar, es pequeño, los libros se apilan. Para cualquier lector, muchos de los títulos que vi entonces por primera vez, cuando fui a llevarle su biblioteca jibarizada, tenían más valor de los que él había elegido.
Aquellos lomos breves y extensos tenían un mensaje: hagan libros, no importa cómo, hagan libros, por favor. Porque el valor de los libros no es solo económico, autoral, o moral por el trabajo que hay detrás. No es el propio código de honor el que les da valor, frente a un otro que los lee y los llevará consigo hasta las últimas consecuencias. No son tantas nuestras diferencias frente a las zanjas de la realidad.