Ezra Pound, Louis-Ferdinand Céline, Knut Hamsun y T. S. Eliot son nombres indiscutibles de la literatura universal que llevan consigo el estigma de ser escritores de derecha, lo que no les impide ser leídos y admirados en nuestro medio. A los escritores chilenos, en cambio, no se les perdona; tuvieron que abrirse un espacio en las editoriales independientes o en la autoedición. Mostramos cuatro casos peligrosos que mezclan política y literatura.
“Mientras abra un diario y lea que una mujer mató a sus hijos a hachazos o que un obrero se colgó de una viga por hambre, no creeré en nada”.
—Entrevista a Luis Rivano en Revista del domingo de El Mercurio, 1971.
Cuando comenzó a aparecer la urbe en la literatura chilena, quienes habitaban sus rincones era gente generosa y comprensiva o víctima de la alienación, nunca responsables de su destino. Como personajes de Manuel Rojas, capaces de enseñar sobre la vida y compartir el tesoro de la miseria con otros. La piedad es absorbida pronto por los editores de la época y no tiene problemas de circulación porque muestra relatos que se asumen desde la experiencia para los lectores de buena conciencia burguesa. El modelo alcanza su cenit con “Hijo de Ladrón” (1951); una fisura se le abre tres años más tarde con la autoedición de “Mundo herido” de Armando Méndez Carrasco, retratando a Valparaíso como un lugar rudo y cruel. Será el punto de partida de un conjunto de prosistas llamados “clásicos de la miseria”.
De aquel grupo el único que atravesó las décadas fue Luis Rivano, muerto hace un par de años, el último en entrar al exilio eterno. Su trayectoria literaria comienza al ser expulsado de Carabineros por autoeditar “Este no es el paraíso” (1965), tras no aceptar los cambios editoriales de Zig-Zag, la máquina transnacional de entonces. La novela había ganado un concurso que consideraba su publicación, pero Rivano prefirió la integridad del texto que denuncia la vida de los policías de bajo rango en los cuarteles. Alone, el más importante crítico de nuestra literatura, la recibe apuntando a su singularidad vital — biográfica:
“Curioso caso, desalentador para los hombres y también para las mujeres de estudio, que pasan la vida aprendiendo y ensayando: éste, de golpe, sin saber nada, descubre el más difícil secreto de la técnica, no aburrir, el de tocar instantáneamente, por instinto, el punto esencial, el que hace saltar la chispa e ilumina el contorno”.
Su obra cae en picada en plena explosión de la generación de los cincuenta, a los que llamaba —en la misma entrevista citada como epígrafe— “niños beatos” como Antonio Skármeta, José Donoso u Jorge Edwards. Niños beatos, universitarios que lograron el éxito; qué más derechista que el desprecio a la formación intelectual.
El debut alcanza varias reediciones, como sucede también con “Barrio bravo” (1964) de Luis Cornejo o “Chicago Chico” (1962) de Méndez Carrasco o “El Río” (1962) de Alfredo Gómez Morel. Es el sino de los “Clásicos de la miseria”, crean su propio público pero la academia los desprecia por su lenguaje vulgar (de real uso en las calles, que disuelve la diferencia entre esa lengua con la impresa) y pornográfico. Hay de eso, sin duda; no existe floritura en varios de ellos, pero sí una cuota de amoralidad que no enjuicia violaciones y que incluso avala la práctica homoerótica en la ribera del Mapocho. Como si fuera una vida carcelaria, la relación entre hombres a veces resulta la única forma de afecto, que debe ser disfrazada con violencia por la debilidad que implica.
Mientras Chile se polariza, Rivano construye el corpus de su obra narrativa con otras autoediciones, que alcanzan buena circulación pero no tanto éxito como su primera novela. En alguna de las portadas se ven fotogramas icónicos de películas, evidentemente robados a la industria sin pagar derechos. Aparte imprime cuentos en tamaño oficio con ilustraciones que deja personalmente en oficinas. Con el tiempo esos cuentos conforman “El rucio de los cuchillos” (1973). Son sus mejores años como escritor y los más precarios; tiene hijos, vive al ras, pero sigue actuando como un galán de ojos verdes. Su escritura retoma la experiencia de las calles como carabinero mostrando un mundo de prostitutas, cafiches, mostaceros y sicarios en novelas cortas, complejizados con la fantasía de las mujeres de la noche o la abstinencia (más de derecha en época hippie) del guardia privado de un narcotraficante o el orgullo de los barrios por tener un delincuente famoso. Su obra se puede leer desde el morbo de la ciudad peligrosa —un efectivo producto— o como una denuncia de la vida en los márgenes; una interpretación no contradictoria dejaría incompleta la hondura social del autor.
Tras el Golpe de Estado, Rivano se convierte en ferviente admirador de la Dictadura, vende de su librería libros políticos a Pinochet —al que nunca atendió directamente— y otros. Comienza a escribir teatro, lo que refuerza la paradoja con su posición política, pues en medio de la época más cruda monta “Por sospecha” (1979), obra que exhibe el abuso policial en los calabozos. Tres detenidos conversan prefigurando un Chile muy actual: un obrero con esperanza en el pueblo, un joven que delinque por primera vez, y un lumpen entregado al crimen. Su diálogo es una forma de esperar las torturas que inevitablemente llegarán.
Rivano facilitaba sus obras a compañías amateur y semiprofesionales de provincia sin cobrar derechos, incluso algunas veces viajando a ver esas adaptaciones sin pedir siquiera el dinero del traslado. Ril Editores ha publicado algunas de sus obras más importantes y su dramaturgia completa. En ella se reconoce el poder de su cinética; sus personajes se mueven como lo harían en la calle.
En los últimos años de vida fue compilada su prosa callejera y veloz por la máquina transnacional, convirtiéndose en una obra que ha circulado en todas las formas y modos posibles. A ese corpus se agregaron dos novelas, una de ellas póstuma. Hoy, por lo mismo, es más fácil encontrar —y más barato— esas autoediciones que forjaron a este amigo en su camino, listo desde el más allá para dar lumazos de realidad.
¿Qué lleva a un poeta a escribir en medio de la Dictadura poemas ambientados en el tiempo del reinado de Luis XIV (1638-1715)? Es imposible saberlo, pero la nostalgia que transmite este libro resulta una vía de escape al período dictatorial, a las calles grises, a los desaparecidos que rodean su confección. Los problemas que aquejan a los protagonistas —referidos con sus títulos de nobleza— de estos versos son los clásicos del ocio, el amor; mientras fuera de los castillos la hambruna se extiende por Francia. Si el “peso de las joyas” fatiga, la publicación de estos poemas parece una provocación para la lectura revolucionaria.
Rememora el cronista Roberto Merino —fundamental para entender la poesía de los años 80—, en su columna de la Revista de Libros de El Mercurio, la excéntrica aparición de Paulo de Jolly: “No llegábamos a entender la necesidad de existir de esos textos de los que hoy apreciamos (…) trabajó con palabras desdoradas, misteriosamente irradiadas por las traducciones, las trasposiciones, los reflejos de mundos muy distintos”.
Bajo la venia de Enrique Lihn, Jolly se puede convertir en poeta. Reparte fotocopias de 10 ó 15 poemas encuadernados en sobres sin costo a algunos colegas. La elegancia de regalar poesía cerca la lectura y genera expectativas. Un completo estudio de Megumi Andraen en la Revista Chilena de Literatura destaca el poema “Louis XIV y los pobres”, que muestra el perfil autoritario y desentendido del “Rey Sol” frente a la gente que vivía en la miseria. Cita declaraciones de Jolly; su libro es un modelo de gobierno dirigido a Pinochet para impulsar el renacimiento de las artes.
¿Debemos atender las declaraciones de los escritores o solo su obra? Especialmente en este caso la separación discurso/estética debería ser más tajante. Azotado por problemas siquiátricos, la serie de poemas acerca de Louis XIV es su obra, porque si bien ha escrito más, algunos señalan su falta de valor. Enrique Lafourcade, en una crónica literaria publicada en El Mercurio en 1987, señala su extrañeza acerca de sus proyectos posteriores. Otras noticias recientes lo describen como el más joven en un geriátrico.
No nos corresponde elegir entre la belleza de la poesía de Jolly y la locura de su discurso, sin la obsesión por aquel lejano reinado jamás habría existido. “Louis XIV” es publicado por Tajamar el 2006, demostrando la resistencia al tiempo. El mismo poeta cuenta que tuvo que pesquisar las fotocopias entregadas en los ochenta para construir el cuerpo de la publicación, con la elegancia de un regalo que se exige de vuelta para construir lectores, mercado y posteridad.
“Con mi obra autoritaria con mi espíritu de sicopedagogo
Con mi afán redentor con mi estilo en la escenografía teatral
Con mi voluntad de hierro con mi arte conceptual con mi fuerza en bruto”
(Libro de guardia).
Mucho se ha especulado por la composición del votante que sufragó por el presidente Sebastián Piñera en la última elección. Es el verdadero misterio de la izquierda ilustrada que no entiende el amor por la cadena, el síndrome de Estocolmo de los habitantes de este país. Quizá en Bruno Vidal exista alguna pista, al arrojarnos a la cara a los proletarios que tuvieron que ejecutar el puño de hierro de la dictadura. Ninguna guerra ha sido peleada por la aristocracia nacional, y, aún con el enemigo desarmado, no se ensuciarían las manos en aplastarlos.
El enemigo: militantes de izquierda en las torturas. Porque Vidal es gráfico, todas las pesadillas de un período están en sus poemas. Las descripciones nos muestran lo insondable de la crueldad que significa el poder, también los momentos excepcionales donde se ejecuta la piedad. El alambre de púa, el soplete, la luma y el corvo son herramientas que marcan rutina en todo el arco de víctimas de un país, sean pobres militantes comunistas, agentes de contrainteligencia, pijes que rotean a los militares, clero e incluso algunos torturados por error.
También aparecen las pesadillas de la derecha: la homosexualidad/homofobia latente en cualquier grupo exclusivo de hombres, que afecta hasta al tocar el perro que a veces debe penetrar a prisioneros. Algunos de los poemas servirían para mostrar casos de “mariposas” que se enderezan gracias a la ternura por parte de los cargos altos, la autoridad de las madres, la patria e incluso la fe en Dios.
La obra de Vidal se comenzó a cimentar en los 80, para ser publicada “Arte Marcial” de manera subterránea a principios de los 90 en Ediciones de Carlos Porter, nombre inspirado por una pequeña calle que intercepta la Avenida Vicuña Mackenna, donde vivía Roberto Merino y Carlos Altamirano. El poeta no coloca a disposición del comercio los libros, sino que elige sus lectores. Esto lo podemos entender por el material explosivo impreso, no obstante, el grueso del conjunto ya había sido premiado por grandes poetas en un concurso de la editorial Sin Fronteras. El debut marca la impronta visual de una bomba de tinta que a veces se derrama entera o se concentra en parte de la página, alternando el tamaño de su fuente y el uso de modos imperativos.
Si la repetición del discurso de las víctimas en poemas, libros de memoria o de investigación periodística adormece nuestra sensibilidad para ellas, el tomar la voz de los victimarios nos sacude y obliga a enfrentar el horror. Un horror expandido y no unívoco, porque los muchachos que a veces no pueden matar tienen apenas 18 años en 1973. Vidal yuxtapone elementos confusos, trampas al lector para su interpretación del hablante lírico, que se presenta en los cuarteles para la fatídica fecha que marcaría el destino de Chile. El “yo” se desliza y disuelve para convocar voces paradigmáticas de un Chile extinto.
El camino trazado se profundiza mientras también lo hace la transición chilena con “Libro de guardia” (2004, Alone), que lleva, pese a ser una autoedición, el nombre del crítico. La circulación nuevamente es restringida. La estrategia de ocultar libros del comercio resulta útil para continuar su misterio. Llega a ser extraño que los medios de EMOL entrevisten a Vidal sabiendo que nadie podrá comprar sus libros.
Se articula un discurso que genera empatía por los jóvenes militares, profundizando la contradicción que provoca la obra. Si hay un souvenir de la memoria, este nunca podrá ser Vidal, pues no resulta desde la derecha (en la que reconoce la imposibilidad de lectura) ni en la izquierda (que sospecha del origen de su voz). Dos años atrás fue publicado “Rompan filas” (UDP), que samplea poemas de “Arte Marcial” y “Libro de guardia”, además de agregar nuevos textos. Por primera vez llega la posibilidad de adquirir el título normalmente. Es una suma del horror revelado, una lectura que no puede sino atravesarse con la voluntad de mirar a la cara el pasado que solo parece estirarse con los años que corren, no permitiéndole descanso.
Vidal nombra la ciudad de Santiago, funda una geografía del dolor y la humillación en un gesto paralelo a las dedicatorias, lo único que podría, desde una perspectiva clásica, ser personal y no discursivo. Su debut está dedicado a Enrique Lihn; el segundo, se entrega a los conscriptos del año 1973; y “Rompan filas”, se dirige a los íconos de la tortura. Si alguna vez olvidamos sus nombres y actos, esta dedicatoria se encargará de recordarlo. El poeta es capaz del sacrificio de portar una máscara asfixiante de dientes apretados que se le adhirió para siempre, como lo demuestra su exasperante uso de Facebook, una forma tecnocrática de catarsis que exhibe groseramente el peso del rol que porta.