Corta, vamos a hacerla corta, el lema es:
el que no vive no escribe
(…)
ayer me botaron de la casa y me dijeron viejo
me quedé perplejo al ver yo mi reflejo
¡corta!, si vivo pa escribir no me quejo
y le chispié los dedos al weveta del espejo
-El Grafy-
Escondido en la casa de mi abuela, me esperaba Barrio Bravo (autoedición, 1955) en un mueble lleno de papeles inútiles, cuentas caducas, sobres rotos. Necesitaba leer cualquier cosa para dormir. Era tan delgado que ni parecía un libro; ochenta y siete páginas que no habían sido tales en su primera edición, la mía—porque es mía, porque ese libro me esperaba a mí— era ya la cuarta. Jamás había visto un libro de esa factura, con tipos móviles encima de la portada, un punto después del título.
Barrio Bravo incluye cuentos sobre allegados, bailarines, mujeres rudas y embarazadas. El libro subía en perversidad realista en medida que avanza. Si parte de la denuncia social, en el tono de la narrativa social chilena, iba tomando tonos escabrosos. Más que una evolución —lo que podría ser propio de la generación de los cincuenta—, era una brutalización.
Una cosa era dormir en una cocina, otra morir de hambre por bailar o perder un hijo por una bronca de lavanderas. El conventillo parecía el purgatorio de condenados porque el verdadero infierno está camino a él, en el cuento final:
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«…nos parece difícil que, aunque viva cien años, una persona después de leer aquello (El Capote), deje de recordarlo hasta el último instante» (Alone, El Mercurio)
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Con el tiempo pude elegir escribir un guion referenciando libremente escritores, y dedicarle un capítulo a los marginales fue mi elección, la familia literaria de Cornejo. Mi referencia a don Luis era el conventillo, pero también ese cuento maldito.
Al insertarlo en la ficción audiovisual terminé siendo parte de «El Capote», y, como jugaba Brasil versus Chile en las eliminatorias, terminé siendo un extra en la pandilla del Flaco Manguera. Traspasar una cita dura, después de 20 años de leída, era fácil. Sostener el brazo de una mujer que se rebelaba a estar sometida en una cancha de tierra a la orilla de Villa Alemana que imitaba el borde capitalino, era otra cosa.
Sentía la ambivalencia del relato, deseo y asco por mí mismo. Un viejo amigo porteño me contaba que los libros de Cornejo y sus colegas, como Armando Méndez Carrasco, eran ocupados por los jóvenes de entonces para masturbarse, pornografía de roneo. Quizá por eso estaba el libro en la casa de mi abuela, alguno de mis tíos eligió mentalmente su propio Gangbang.
«El Capote» es un golpe que vuelve a la vida, que late en lo subterráneo todo el tiempo hasta aparecer en las noticias con otro tiempo, en fu formato de agresión colectiva y definitiva al otro. Ahora debe estar sucediendo en cualquier lugar. Pero a esas casi nueve páginas no podemos reducir una escritura. Así lo testimonian las más de quinientas que suman los dos tomos de Obras reunidas hechas en el cerro Forestal por Hebra.
Al primer ojo me aparece en El último Lunes (1986) un maestro obligado a trabajar enfermo, en contraste con el recuerdo de placer de su hija, que genera la enésima boca que alimentar en una casa a punto de inundarse en las primeras lluvias del año. Ahí se integra el oficio de baldosero, que desarrolló desde chico el autor.
Probablemente Forestal sí tiene que ver con Vivaceta, como también con el borde de Villa Alemana. Y ahora más: en mi rol de extra caminé a buscar cigarros en medio de la pobla, en la que había zombies en cada esquina, me siguió al enrejado clandestino una interminable corte de gárgolas. Entremedio destruimos una caleta para avivar el fuego que espanta el frío de todas las noches de insomnio. Morir citando a Cornejo me parecía el medio chiste.
Iba con el culo apretado, como se camina si no perteneces. Así lo rapea El Grafy en Rillah, cantando desde la Lambert York, una pobla cercana a La Serena. Sus canciones contienen siempre episodios vividos y autónomos, como piezas narrativas breves al estilo de Vico C. Las parábolas de una biblia callejera en el Streaming de Youtube.
Aparecen en ellas gemelos que al trabajar juntos en lo ilegal parecen hermanos —a lo Plata Quemada de Ricardo Piglia—, adictos, mamitas más o menos, pero siempre con el código de nunca sapear; no apunta a nadie El Grafy pero hace la limpieza retórica de su entorno.
A veces coquetea con el flamenco, otra música de los bordes. Hoy que todos los escritores son profesionales, y disfrutan como en el zoológico virtual la existencia de traperos que muestran el punto, la posta de Cornejo sólo puedo ser tomada por los raperos underground. La pulsión no tiene que ver con el éxito.
En sus Tracks se escucha el lenguaje deformado, y en ellos y Cornejo vive una ética similar de trabajo. La cuarta edición de Barrio Bravo informa sus modificaciones, como puedo escuchar los temas de El Grafy con variantes de producción explícitas. A veces se escucha un tambor, porque le puede pegar a la base como lo hicieron los precursores negros, como se hace en la crudeza del sonido.
Rodrigo Carvacho, el mayor especialista en Cornejo, me contó que el escritor, cansado de los problemas laborales que le trajo la dictadura (porque en los años antes del Golpe trabajó en distintas labores cinematográficas y publicó también Los amantes del London Park), decidió exiliarse. Antes hizo un viaje en auto al norte con su familia; ya de vuelta, le dijo a su esposa que “de mi país no me echan ni cagando”.
La edición que tengo de Los amantes del London Park es de la época que retoma la literatura, enfrentando el inxilio, decidido. Tiene suprimido el final excesivamente melodramático que llevaba una de las primeras ediciones de los setenta, la que me conseguí prestada primero.
Los hijos de Luis Cornejo me relataron en el lanzamiento de Obras reunidas que todos colaboraban con la fabricación de sus libros en la casa, para ir a venderlos en la calle. Los últimos años de dictadura apareció la mayor parte de su obra: El último lunes (1986), Show continuado (1987), La silla iluminada (987),…Ir por lana (1989), Tal vez mañana (1989) y La tormenta (1991).
Fue justo el momento de entregarle todo a la literatura. Un año después del último libro se lo comía el cáncer. Para Carvacho fue por la esperanza que tenía en la democracia. Pero los que volvieron no eran los mismos, y no le iban a dar la pasada, porque leerlo no era para dormir, leerlo es abrir los ojos para siempre.
La única forma de mantener la ilusión es la fuerza ciega. Mandinga, alter ego que toma en un disco El Grafy, dice en la canción que ocupo como epígrafe, «yo quiero comer todo el día de esto». Es la misma decisión de Cornejo al volver a producir sus libros y tirar la pala —que alimentó a tantos de sus personajes y a su propia familia cuando era necesario— pa´l lado. El Grafy le canta también a esa pala, cuando falta la comida, y también a la otra en sus relatos. Sin ninguna ilusión más que la individual, con la fuerza del ego que atraviesa a la buena o chocará a la mala con la realidad: palabras sobre el asfalto.