Más allá del paisaje: Archipiélago de palabras

Nuestra redactora visitó la isla y le encargamos que nos contara de este encuentro con la poesía sureña.

Son las 7 a.m., cruzamos el canal de Chacao mecidos por un mar gris que nos recibe calmo pero lluvioso. Llegamos a Chiloé.

Hace diez días me contactó Hernán Contreras (editor de Trizadura, sede Chiloé), para invitarme a una feria titulada Archipiélago de palabras organizada por la Cooperativa Cultural Tempestad. Fue honesto en mencionar que no recordaba quién le había dado mi contacto. Desconozco hasta el día de hoy a quién agradecer por la consideración, me resigné pensando que los contactos en literatura tienen eso de rizomático, echan raíces desde el murmullo. La idea era reunir a editoriales, escritoras y escritores del sur, en un encuentro que duraría tres días, el primero en Achao y los siguientes dos en Castro. Hace tantos años que no visitaba la isla que al darle pocas vueltas a la idea mi intuición arrojó una rotunda afirmación.

Son las 9:30 a.m. con Pablo Ayenao –que se sumó a la comitiva temucana– arribamos a Castro para sumarnos al segundo día del encuentro. Hemos viajado nueve horas y nuestro cuerpo resiente la travesía. Desde el modesto terminal de Castro nos movilizamos a pie hasta la cabaña que nos hospedará durante estos días, al llegar nos recibe Álvaro Pereira, afable poeta valdiviano. El tiempo apremia y a Álvaro parece urgirle cumplir con el horario del programa. Pablo está cansado y el café parece no hacer efecto o –mucho más probable– intuye el escenario que nos espera. En cuanto a mí, no soy un referente en materia de horarios, la cortesía me fuerza a respetarlos, pero me ataca un dejo de angustia cada vez que debo llegar a cierta hora, así que me sumo a la urgencia y rápidamente nos dirigimos rumbo al espacio que albergará la feria: el Centro Cultural de Castro, una hermosa construcción que surgió de la restauración y ampliación de la estructura del antiguo teatro Rex. Llegamos pasadas las 11 AM. Como era de esperar, las editoriales aún están montando sus espacios. Al llegar se presenta Hernán, resulta agradable ponerle un rostro físico a la persona que nos ha contactado, mientras tanto Pablo parece decirme con la mirada que no era necesaria tanta prisa, yo intento distraerlo de su certeza con alguna sandez. El tiempo transcurre y en el cuarto piso de la Casa de la Cultura ya están las editoriales instaladas y lentamente comienzan a llegar las personas.

Hay cierta timidez en nuestros modos, como si los dos años de confinamiento nos hubieran vuelto desconfiados, acaso víctimas del síndrome de la cabaña. Eso podría explicar el comportamiento gregario que estamos teniendo y la forma de agruparnos, parecemos escolares en una fiesta de los noventa, pienso sentada junto a Pablo y Dafne Meezs, en el puesto de Editorial Pululo que custodia Javiera Delgado. Somos el piño de Temuco, de aquí no me muevo.

He dejado de ver la hora, ahora mido el tiempo en vasos de café. Ingresa Rosabetty Muñoz y pienso que así deben sentirse los hinchas cuando ven al goleador de su equipo; sin embargo, como niña criada en la postdictadura, reprimo el impulso y contengo las emociones. La memoria, por el contrario, es incontenible. Es 1995 en Chaitén y la Coté, mi compañera de curso, me cuenta que su mamá escribió un libro y que ella hizo la portada, el libro se llama Baile de señoritas; lectura de Rosabetty Muñoz en la Feria del libro. Ya no veo a la madre de la Coté, esa mujer ahí es la poeta de Ancud, leyendo Ratada. Son esas las imágenes que surgen mientras hablamos de cómo está la familia y la vida en Valparaíso. Sí… me reconoció. Intento, sin éxito, convencer a Pablo que le regale a Rosabetty un ejemplar de Animales muertos, fracaso en mi propósito, «no es mi estilo» me dice y, lo sé, respeto eso.

No ha sido buena idea mezclar la falta de sueño, la inanición y el exceso de cafeína, pero siempre se puede temblar más e invito a Dafne a fumar. Mientras el tabaco se consume aceleradamente y con Dafne –que lleva algunos días de ventaja en la isla– nos hacemos conscientes del frío, nos percatamos de que a un costado se encuentran Amelia Jara, fotógrafa residente en Castro, y Patricia Águila, poeta chilota. Cuando las chicas ingresan al ex teatro Rex, Dafne me comenta lo impresionada que quedó con Patricia en Achao, la claridad de sus ideas y cómo escribía, también quiero escucharla, pienso. Debemos entrar, comenzará la primera actividad y mi compañera de pucho participa. Se trata de una mesa de lectura conformada por María Paz Valdebenito, la ya mencionada Dafne Meezs, Rosabetty Muñoz y Cristián Antillanca. Esa primera lectura me dejó ensimismada, falta de palabras, como si todas las posibles se hubieran ya pronunciado y a la vez feliz. Gracias, le dije a alguien, no supe a quién y de pronto parecía que nuestros seres cautivos abrían las puertas de sus cabañas e invitaban a otros a entrar.

La jornada posterior al almuerzo comenzó con dos potentes conversatorios donde, sin descartar el concienzudo debate, primó el discurso honesto y despojado de vanidades. La isla, en cada diálogo se fugaba de la falsa postal turística y se mostraba desnuda, a ratos dolida, insurgente y de risa estrambótica. Respetando la formalidad del programa, el día finalizó con una amplia lectura, que más tarde, ya alejados de toda formalidad, quisimos celebrar. Nadie quería enfrentar el último round con el estómago vacío, así que como poetas sureños acordamos tener una elegante cena a una cuadra de la catedral de Castro, en los carritos de La reina del completo donde nos zampamos en plena calle ese manjar sin latitud y ya listas nos encaminamos a ese esperado tercer tiempo. Con la lengua suelta por el vino festejamos las lecturas y aplaudimos con entusiasmo las hilarantes anécdotas de Antillanca. La noche finalizó caminando hacia nuestra cabaña pensando en lo que me contó Camila Bastías, quiero abrazarla y a través de ella, también a todas esas personas que por culpa del extractivismo salvaje se ven obligados a migrar.

En comparación con el día anterior la jornada se sintió menos agotadora, la fiesta de los noventa había terminado. El sur –y por supuesto el vino– nos había hermanado en promesas de encuentros futuros, intercambios de libros y proyectos. Continuaron así las mesas de lectura, nuevos conversatorios y presentaciones, todo bajo la energía avasalladora de la isla. Era el último día y no quería relojes cerca. Cambié el café por mate y salí de mi piño araucano a recorrer todos los puestos y si bien no me pude comer ningún milcao y no alcancé a visitar los palafitos, me llevo la poesía sureña: la mapuche, huilliche, la de Puerto Montt, Valdivia, Temuco y por supuesto, Chiloé. Ya es tarde, con Pablo debemos emprender el retorno, la lluvia se desata en Castro, aun así, preferimos caminar. Empapada y ya en el bus, observo cómo se condensa el agua en las ventanas y pienso en esas personas, la de la cooperativa, que a puro pulso levantaron estos días, afuera, en un guiño irónico de la narradora, se siente la tempestad.