«MEZQUINOS BILLETES DE LA REPÚBLICA»: EXTRACTIVISMO, REGIÓN Y LITERATURA CHILENA

Una síntesis de la charla inaugural del V Encuentro del Colectivo Pueblos Abandonados, 29 de agosto de 2022, Casona de la Universidad de los Lagos, Ancud.

Antepuse esta frase: «Mezquinos billetes de la república». La extraje de una novela chilota o de una novela sobre Chiloé, lo que tal vez no sea lo mismo. Es de Gente en la isla (1938), de Rubén Azócar. Me disculpo si les parece metiche volver a esta obra quizá trivial para ustedes, pero creo que es un texto paradigmático en más de un sentido: a partir de él veremos cómo se estructura el relato del extractivismo en general, no el extractivismo estrictamente económico sino el extractivismo lato sensu, contemplado en sus dimensiones de conocimiento y comunicación.

 

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Empecemos con una desmesura: acaso la literatura chilena haya sido por sí misma una empresa extractivista. Las economías de enclave y depredación se escenifican a menudo en los textos. Pero incluso cuando la perspectiva tiende a coincidir con la experiencia periférica, capaz que en términos performativos o paratextuales se estén reafirmando las operaciones ejercidas desde el centro. Tenemos claro que uno puede ser de lo más regionalista en el contenido y a la vez ultracentralista cuando categoriza o mapea. Una pregunta que me parece debiéramos hacernos es si estos fenómenos son fatales, si por ejemplo la única manera de chilenizar es vía Santiago, si lo que uno escribe o lee puede ser chileno sin intervención santiaguina, ¿habrá otro camino de chilenización?, ¿o habrá que insistir en una cartografía autónoma respecto de este todo mayor que nos definiría y controlaría?

 

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¿Qué identidades se entrecruzan en el magín de Azócar? En principio diríamos que la suma de identidades es lo que conforma a este espacio cultural (Chiloé), pero puede que no, puede que los sujetos concebidos como «regionales» sean una identidad distinguible dentro de las taxonomías humanas que ahí se reconocen. Veamos. La primera identidad que no tardamos en reconocer es una identidad nacional: Chile, los chilenos, ellos. Esta es una identidad extranjera. En el universo de la novela, Chiloé no parece ser una parte de Chile, sino un territorio en conflicto con esa otredad vista como un ente usurpador y despectivo. Es una percepción que no se encuentra sólo acá, donde se explica por circunstancias bastante obvias. Puedo dar fe de que se encuentra en el Maule, mi zona, especialmente en los múltiples relatos ambientados en el puerto de Constitución. O sea, tampoco es la lejanía relativa lo que establece la ajenidad de Chile. No es una diferencia de kilometraje. Ya a unos trescientos kilómetros de Santiago, se está —o se estaba entonces— en otro país.

 

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Chile, en Azócar, tiene una agencia económica, la Sociedad Explotadora de Chiloé; tiene un agente político, el malévolo supervillano Ricardo Krausse; y tiene un agente literario, el insoportable escritor Próspero Pedregales. Por acción de la Sociedad Explotadora, los locales deben vender su fuerza de trabajo a cambio de «mezquinos billetes de la república»; esta empresa se apropia además de las tierras, en fin, extrae, tala, externaliza los perjuicios, depreda sin matices. Después está Krausse, portador del saber autorizado y de la ley, cuya conducta chilenizadora tiene una tasa de funabilidad altísima. Es un sujeto funable tanto en materia territorial como en materia de género, lo mismo en materia de sintiencia animal. Y ojo que desde su visión está justificado. ¿Por qué? Porque se halla del lado del progreso, de lo que hay que ser y pensar en ese momento. De seguro si viviera ahora, no hablaría de progreso, hablaría de otra cosa más bonita, más progresista, más al día. Bueno, pero entonces lo legitima el afán de civilizar y modernizar. Lo legitima Chile.

 

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Y luego tenemos a Pedregales, el escritor que viene de afuera, del centro, de arriba, quien también llega a extraer provisiones, no provisiones económicas, pero sí provisiones simbólicas y por un tiempo corto, es decir, provisionalmente. Llega a machetear anécdotas y escenografías, para enseguida manufacturarlas y distribuirlas allá, en Chile, donde moran sus lectores genuinos. Es un escritor extractivista, lo anima un deseo de usufructo mezclado con desdén. Ñam ñam, mira qué costumbre más interesante, dice él, y toma sus apuntes y después se larga a escribir, ya de vuelta en casa. La descripción-cameo que se hace de Próspero es más bien irónica, pero la relación que se va estipulando entre literatura y territorio es una relación que lo trasciende. Quizá ni el mismo Azócar de carne y hueso se haya librado de ella. A ver si nos libramos nosotres.

 

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Tenemos además a los huilliches, a los sujetos racializados y apartados por un sistema lingüístico de alternancia dual. Y tenemos para terminar a los mestizos, chilotes y chilotas, héroes de la novela. Podemos decir que aquello que los convierte en héroes es su afán de producir un desarrollo endógeno, de alentar la economía local/regional. Los héroes chilotes en Azócar son los que pelean contra Chile. Son, digamos, como unos García Linera avant la lettre. El beneficio, piensan, debe quedar acá. Y entonces su mirada es de todas maneras una mirada geopolítica: cuando ven a su alrededor no ven a la Pachamama ni a Gaia ni un paisaje preservable como pide la Unesco; no, ven de acuerdo con criterios desarrollistas, ven aserraderos, ven electrificación, ven futuras industrias de cola de pescado.  

 

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Importante: no hay en Azócar algo que se parezca a una jerarquía esencialista. No son sino los mezquinos billetes de la república los que generan el abandono, los que inmovilizan, los que provincianizan. La novela, de hecho, habla más de una vez en forma explícita de pueblos abandonados. Y por cierto que de pronto despunta la crítica velada o modo fuenteovejuna al ordenamiento del territorio impuesto desde el Estado o desde su núcleo.

 

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Una idea fundamental sería que, así como resulta contaminante el extractivismo económico, igual nos contamina el extractivismo simbólico. El primero suele dejar relaves tóxicos en la región o en la localidad, el segundo deja estereotipos, deja tópicos, deja relaves de imágenes con las cuales los locales estamos forzados a convivir. La relación de Gente en la isla con esos relaves, sin embargo, parece no ser tan pasiva, y una muestra de ello es que en este relato los conflictos se resuelven de manera muy material, muy en las antípodas de los imaginarios del Chiloé mágico, y cuando pareciera que es algo de otro mundo lo que causa los males, al final igual caen los disfraces, caen las máscaras, tal como en las aventuras antediluvianas de Scooby Doo o de la agente Scully.

 

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No es una relación pasiva, pero cuidado, miremos lo que dice la siguiente cita: «Rubén Azócar, el hombre que creó Chiloé». Es de una reseña de Diego Muñoz Espinosa. Para Muñoz, Chiloé no existía antes de que Azócar lo escribiera. Fue Azócar el que «le dio un soplo de vida» y, luego, «lo entregó a todo Chile». Chuta, de acuerdo con esto, parecería que Azócar también extrajo. Tasa de funabilidad media-alta. Parecería que su novela también es una provisión, un botín. Tremenda carambola: parecería que este caballero operó en aras de quienes son identificados dentro de su propio artefacto ficcional como los malos, como los villanos explotadores y mezquinos.

 

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Un tour exprés por los conceptos: ¿qué sabemos o creemos saber del extractivismo en términos esquemáticos y hasta wikisimplones? Sabemos que existe una división internacional del trabajo, con centros manufactureros y periferias primarizadas o exportadoras de naturaleza que suelen devenir, en su apoteosis degradatoria, lo que hoy llamamos zonas de sacrificio. Habría entonces un grupo pequeño que disfruta de los objetos terminados, ya se trate de collares de diamantes o de autos carbonocriminales o de poemas patrióticos. Sabemos que este modelo se reproduce al interior de las fronteras de la nación. Sabemos que habría un extractivismo clásico y un neoextractivismo. En cuanto al discurso, sabemos del tránsito desde una concepción circunscrita, economicista del extractivismo, hacia una crítica a los modelos mentales que lo justifican, es decir, hacia la idea de un extractivismo cognitivo o epistémico, en aquella línea combativa de Rivera Cusicanqui encarando a teóricos manilargos como Walter Mignolo.

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Por intermedio de lxs profesorxs Campos, Ponce y Ojeda, sabemos de otra constante capitalista: una vez intervenido un territorio, por lo común verán densificarse ahí los procesos extractivos y, en consecuencia, la contaminación y otros efectos. El extractivismo actuaría como una colonización territorial aglomerada. Ni las centrales hidroeléctricas ni los pinares llegan solos, sino a partir de una dinámica expansiva que escapa a la evaluación medioambiental. La caca estila amontonarse y ello cobra mucho interés si uno insiste en la analogía entre relave y estereotipo. Así como las industrias acaban generando un relave o un embalse y después otro y otro, algo similar ocurre cuando la fuerte explotación simbólica de un territorio cuaja en tópicos. Es tal la reiteración de una misma imagen espacial que esta acaba emporcando y descomplejizando nuestras identidades. Pregúntenme no más a mí, el talquino, si soy terrateniente o si bailo cueca.

 

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En Chile, al revés de lo que sucedería con el neoextractivismo, las operaciones extractivas literarias tienen sólo al inicio un sentido nacionalizante. Después de 1950 por supuesto que se dan muchas otras formas de tematización provinciana. Está la poesía lárica. Están los parnasos regionales que florecen junto a la presunta descentralización de la dictadura. Y hoy por hoy, la verdad sea dicha, resultaría difícil que un escritor o escritora justificase sus operaciones extractivas valiéndose nada más que de un criterio nacional. No está el horno para bollos patrioteros, hace rato, a menos, claro está, que el genio en cuestión sea militante del Team Patriota o de la Juventud Republicana.

 

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Hay además suficiente material ecocrítico, paltarrealista o agrocuir para cuestionar estas faramallas fundacionales o sus variantes transgénicas. La situación ha cambiado: ya no es como cuando Pérez Rosales felicita a Pichi-Juan («indio borrachón», así le dice) por haber quemado en sólo tres meses buena parte de los bosques de Llanquihue al norte. La situación por supuesto que ha cambiado, el contenido ha cambiado, el mandato ha cambiado, pero el mecanismo (si nos relamemos con los panoramas que campean por el mercado nacional de la narrativa o de la crítica) puede que no.

 

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Planteo tres interrogantes antes de dar vuelta las sillas. Primero: Tras resumir el mecanismo extractivista literatoso, ¿podríamos seguir diciendo que la territorialidad constituye un problema subsumible en otras asimetrías, como las de género, raza o clase? ¿O es, por el contrario, una forma específica de discriminación? Segundo, siempre a propósito de la literatura, ¿cómo se perciben hoy las escalas locales de intelección y experiencia? ¿Podemos decir que hay un reconocimiento para eso? ¿O se le sigue considerando una versión desmejorada, fritanga, de la única experiencia posible, la del centro como equivalente del todo, como sinónimo de «Chile»? Era, por lo demás, algo que geofeministas como Massey y McDowell les reclamaban harto a sus colegas varones: No olvidemos que a final de cuentas todes vivimos una experiencia centrípeta del mundo, una experiencia local. Por último, ¿cómo se podría poner literariamente en práctica una relación menos violenta, menos tributaria, menos extractivista entre la parte y el todo, entre región y nación, entre Chiloé y Chile? ¿Existirá un vínculo que no requiera de paratextos centralistas, ni de Sociedades Explotadoras, ni de mezquinos billetes de la república?