Mi memoria es un perro obstinado

Damaris Calderón Campos

Verbo Desnudo

74 páginas

Por Matías Ávalos

No lo digo yo, lo dice la ciencia: uno se cansa más en el viaje de ida que en el de vuelta. Eso porque la curiosidad despierta la imaginación y nuestro cerebro no para de tratar de anticipar lo que viene, simultáneamente (o después a escala celular) recopila los datos de ese camino desconocido guardándolo en la memoria. Lo interesante de esto es que, cuando imaginamos y cuando recordamos, la misma parte del cerebro acusa actividad.

Entonces, cuando Damaris Calderón titula Mi memoria es un perro obstinado su último libro, uno tiene que leer que también lo es su imaginación.

Definitivamente es un perro obstinado su imaginación, pues sobre todo desde ella salen los poemas de la autora. No es que las situaciones del poema nunca se relacionen con geografías ubicables, o situaciones cotidianas, pero en general la voz de los poemas llega a un lugar no siempre físico, ni siquiera temporal. Es decir, sí, con el paso de los libros (lleva publicados en ediciones casi una veintena de poemarios) Calderón ha ido incurriendo más en la prosa, pero uno tiene la sensación que, como en esos poemas largos en prosa de Henri Michaux, que lo que se cuenta no es lo que realmente sucede, sino que uno asiste a una especie de lentes con los que revela una realidad detrás.

Como ejemplo de lo que, me parece, está buscando Calderón, tomaré como muestra la serie de tres poemas con la que abre el libro, los tres se llaman «El amor» y empiezan así:

 

—Soy una vieja. Tengo 73 años. ¿Son amadas las viejas?

La pregunta es, ya en sí, pueril. Es como el reclamo de un niño, de una niña. De la niña que ha vuelto a ser vieja.

La pregunta, el deseo, es obsceno en los viejos, en esa carne vencida. Esa carne que cuelga, como una enredadera hacia abajo, hacia la tumba.

La vieja vive con otra vieja, antes amante, ahora, el horror de otro espejo. […]

 

En el siguiente poema se pasa de prosa a verso de manera armónica a partir de algunas operaciones visuales:

 

Soy una vieja. Tengo 73 años. ¿Son amadas las viejas?

La pregunta es, ya en sí, pueril.

Quiero aproximar otra carne, otra cara, al abismo sin fondo que es una vieja.

Me siento, me reclino, me tumbo. El verde está fuera, tras el cristal de la ventana. No me toca. Los pájaros están fuera. (Me los como). Como hace el gato. Y luego me sacudo las plumas. Con rabia. Porque no vuelo.

 

Como notaron, a la primera línea del primer poema le quita, en el segundo poema, el guión de diálogo. Luego, agrega la segunda afirmación pero sin el tropo de la comparación con la niña. Así, lo que al principio se veía como novela, en el segundo se ve como poema. Como si la serie le sirviera para escribir y reflexionar sobre escribir, sin utilizar nunca la palabra escritura. Y en el tercer poema de la serie sigue:

 

Tengo 73 años. Ya no sé si soy una vieja.

No sé cómo es, qué es, lo que ha dejado de ser.

¿Son amadas las viejas? La pregunta es, en sí, pueril.

La pregunta es una zanja al fondo de un pozo.

El jaguar se ubica en la cima de la cadena alimenticia.

Solitario. Sin compañía.

(Salvo cuando se aparea).

Una vieja no es un jaguar. […]

 

Y así el poema continúa, ya compuesto únicamente con versos, hasta entregar lo que estaba destinado a entregar: ¿hay muchos casos más en la poesía chilena donde un autor/a entregue este tipo de procedimientos con tal nitidez? En este libro, Damaris Calderón es como en sus otros libros: generosa; pues no solo tienen una serie de poemas que conmueven al lector que solo busca leer, sino que a ese/a otro/a lector/a que además agradece soluciones para sus propios problemas teóricos, se los entrega claros, luminosos, como si se tratara, además, de una caja de herramientas. Quizá todo buen libro de poemas lo es, una caja de herramientas para la escritura y la vida.

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