Un viaje a la accidentada y volcánica tierra de origen es el que desarrolla en el siguiente texto la autora de Desove, hoy una de las más importantes poetas de la frontera.
Cuando era pequeña me enseñaban el nombre de las cosas: el camino que deja el agua se llama estela, este es babor y ese estribor. Así como los marinos aprenden a leer el mar, yo aprendía a nombrar las cosas; una cartografía en tonalidades grises que comenzaba a configurarse. A las libélulas las llamábamos helicópteros, las veíamos sobrevolar nuestros jardines y las perseguíamos jugando a cazarlas. En la ciudad donde hoy habito, los helicópteros son otra cosa, vigilan la ciudad y nos cazan a nosotros.
De cierta forma los lugares determinan nuestra relación con las palabras, ese primer acercamiento con el mundo nos empuja a significar. Ahora, como si hubieran pasado trece horas y no trece años retorno al barrio donde aprendí el nombre de las cosas: Chaitén.
Es el año 79 d.C acontece la erupción volcánica más famosa de la historia, testimoniada por Pinio «el joven», un abogado y escritor romano, que en sus cartas afirmaba que pudo observar una enorme nube de ceniza con forma de pino. Un testimonio a la distancia sobre cómo el Vesubio destruyó Pompeya, más detalles podrían haber entregado sus habitantes; sin embargo, todos ellos fueron enterrados, aplastados por el colapso de la misma nube con forma de pino, de ellos solo queda un molde que representa un cuerpo, un cuerpo que abrazó el instante. Mil novecientos veintinueve años después, muy lejos de la bahía de Nápoles, en Chaitén, hizo erupción un pequeño volcán del mismo nombre, una nube de cenizas similar a la que observó Pinio, era vista ahora desde Chiloé y Puerto Montt, no hubo cartas con relatos lejanos, la tragedia fue narrada en primera persona por los mismos chaiteninos exiliados de su pueblo; yo, que a diferencia de Pinio había desertado del Derecho, observaba como él, desde lejos, esa enorme nube de cenizas que cubría mi pueblo.
Crecer de cara al mar aporta de forma temprana una noción sobre la inmensidad, recuerdo los enormes temporales de viento y lluvia y cómo en esos días mi padre nos llevaba a la playa a sentir la fuerza de esas ráfagas de 120 km por hora. Una lección práctica contra el tedio. El ímpetu deportivo con que crecen algunas personas me fue negado, a cambio acumulé numerosas caídas en bicicleta que mi madre curaba con compresas de matico. En Temuco planté un matico, creció como maleza, conforme al tamaño de mis heridas. Significar también es apropiarse de las experiencias.
Cuando Charles Darwin en su expedición científica recorrió de sur a norte Chile, en 1834 registró en su cuaderno de viaje el avistamiento del Corcovado en erupción, llamó tanto su atención que lo tilda de «famoso Corcovado» y lo merece. Quién haya visitado o visite Chaitén podrá, si tiene suerte y el clima acompaña, observar un volcán que bien podría ser el mismo logo de Paramount o más acercado a la realidad, imaginar que es ese el volcán que azotó al pueblo, dejándolo deshabitado y en parte destruido; pero no, dicha responsabilidad recae en un montículo menor, sobre el cual algunas personas honestas reconocerán haber ignorado su existencia; a pesar de ello, el en parte ignorado y menor volcán fue el culpable de la evacuación masiva y despoblamiento de la capital de la provincia de Palena. Hasta aquí una historia pública, conocida y lejana.
Abordar la barcaza en Puerto Montt, soportar doce horas de autocontemplación, con suerte dormirás, sin ella comenzarás a planear tu vida, con suerte despertarás en Chaitén, sin ella, la nave se irá a fondear uno o dos días en Auchemó. Ya no le temes a las olas. El vaivén es algo que viene y va, como el tránsito en carretera, como cualquier tránsito. Las mismas palabras que con ternura pronunciamos y significamos, se tejen y destejen en un tramado que llamamos memoria. Cuando espacio, tiempo y sensibilidad se cruzan surge la nostalgia.
Si comes calafate regresarás, decían los antiguos, yo comía hasta mancharme los dientes.
La historia de Chaitén, así como la de muchos pueblos de la Patagonia chilena, es reciente. El poblamiento inicia alrededor de 1920, la fundación del pueblo se declarará veinte años más tarde. De sus aspectos fundacionales Don Alberto Riffo Diaz deja registro en Chaitén tiempos pretéritos, un libro que goza de la fama de extraviarse cuando se presta y que en un arranque de ficción quiero creer que escribió en su casa de Avenida Corcovado, misma que años después compraron mis padres y donde aún viven. Esa fortuna de habitar o visitar la misma casa de la infancia es una situación que no todos los chaiteninos pueden disfrutar. En el año 2008, la erupción del volcán y el posterior desbordamiento de los ríos cercanos, provocó que el pueblo fuera declarado inhabitable, sumado a esto el recuerdo traumático de una evacuación forzosa y masiva causó que muchas familias decidieron jamás regresar; otras, en la porfía patagónica, iniciaron por su cuenta el retorno y reconstrucción, arengados quizás bajo las tres palabras del escudo de Chaitén: fe, pujanza y valor.
El trino del chucao no abandona, a ratos la ceniza ahora polvo retorna a sembrar el terror, el puelche lo refuerza oliendo a azufre. Con tus manos y a pura pala limpiaste tu casa. Quisiste decorarla con helechos y nalcas y encerar el piso de madera, abrillantarlo, que valiera la pena el exilio, porque la casa es siempre la casa y el pueblo tu barrio.
En el verano del 2009 retorné por primera vez a Chaitén, antes de eso todo testimonio fue lejano. Es difícil dimensionar el desastre, cualquier registro externo es inferior a la experiencia. La primera imagen, la playa cubierta de una mezcla de ceniza y barro solidificado que impedía reconocer cualquier vestigio de arena, el mar había retrocedido varios metros, quizás kilómetros. A la vista, un escenario similar a un desierto blanco. La segunda imagen llegó enseguida y más rápido, en ese mismo desierto blanco se podía observar casas enteras enterradas en el barro ceniza. La tercera imagen llegaría al desembarcar y recorrer el pueblo, el río había dividido en dos a Chaitén, cuadras completas desaparecidas, trituradas, convertidas en barro, enterradas donde antes había playa y mar.
Lejos de distanciarme, todas esas imágenes catalizaron en mí y con mayor fuerza una necesidad identitaria, un querer apropiarme de ese espacio y tiempo. Había un poder evocador en cada una de ellas, ese Chaitén en ruinas se volvía un territorio de significación, comprendí entonces que mi propio relato se construía desde esos restos.
(…)
«Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.»
(…)
Escribe Kavafis en Ítaca, un hermoso poema contra la nostalgia, al que vuelvo cada vez que me atacan los lestrigones, cíclopes o el colérico Poseidón. Nada tiene que darme Chaitén que no haya sido ya dado, donde otros vieron escombros, reconocí el inicio y final de mi viaje.
Algo de lárico hay en esta comunión entre la tierra y las palabras, una especie de retorno al Anteo como escribió Tellier, donde los poetas de provincia regresaban al paisaje y describen el ambiente que les rodeaba, una respuesta a esa poesía desarraigada, confeccionada a la medida de otra poesía. Sin embargo, mi retorno a Chaitén es mediado por las palabras, esas palabras que a temprana edad se hilaron en torno al viento, la lluvia y el fuego, un sur austral que a lo largo de este periplo, cargo y traslado a distintas latitudes. Podría decir entonces que mi pacto personal con las palabras se vincula más a eso que Tellier llamó «realismo secreto», ese que es capaz de interpretar los significados y símbolos de una cotidianeidad que transcurre a paso acelerado, pero que elijo observar respetando el mandato patagónico «quién se apura pierde el tiempo».
El signo Chaitén se reescribe, habita su memoria fragmentada y vuelve a enhebrar los hilos para continuar tejiendo su historia. Yo observo ese telar con la sorpresa de quién visita el barrio de la infancia y se sorprende al ver el sitio eriazo convertido en plaza. Este es Chaitén, mi barrio.