MIGUEL NÚÑEZ MERCADO Y GUSTAVO BOLDRINI: la vocación en la sombra del oficio

Por años me sentí perdido. Era normal leer traducciones si no existía una literatura del lugar al que pertenecí: Quillota. Solo una vez que llevaba años viviendo en Valparaíso, cuando ya había empezado a realizar un trabajo territorial, pude encontrar la literatura de la provincia del interior de la Quinta Región. Miguel Núñez Mercado me contestó un correo que era una columna vertebral desde el siglo XIX, en una lista que incluía nombres tan relevantes como Domingo Faustino Sarmiento o Joaquín Edwards Bello, todos compilados en un libro que salió en el tricentenario de Quillota, antologado por él. Ahí estaba Gustavo Boldrini con su primer libro, Quillota, una relación personal (Altazor, 1988), que reúne columnas escritas para El Observador. No es que no existieran los escritores en Quillota, sino que yo no los había visto, no los imaginaba en esos recuadros de columnistas en las páginas editoriales. No sabía que solo a tres paraderos de la casa de mis padres, estaba la fuente.

Boldrini me diría que uno es oriundo siempre del mismo lugar, si no es santiaguino. Me lo diría en Santiago, donde vive en una casa que es un pedazo de la Quinta Región. Traté de juntarlos a Núñez y Boldrini en La Cruz o Quillota. Ojalá reporteando algo. Boldrini explicaría que pasaba solo algunas veces, cada cierta cantidad de años. Núñez evocaría que su colega miraba y él hablaba con la gente. Ambos observan. Boldrini viaja en bus desde la Estación Central a los pueblos y registra en su escritura la gente y lo que llevan en cada crónica sabatina en La Segunda. Núñez espera que los elementos de las casas que visita se comuniquen, que expliquen la presencia de la muerte.

Esta es la historia de una amistad, uno de los valores relevantes de la literatura, de los más gratuitos para los escritores que no aspiran al éxito ni que el otro escriba como él. Las crónicas de Núñez Mercado no siempre han ido firmadas, pese que sostienen un modelo de hacer prensa, noticias policiales sensibles. «En estos diarios locales, como la gente conoce todo lo que pasa, hay que contar la otra, la infrahistoria, la que no se va a contar, si tienen amigos, si se han enamorado». La de Boldrini, en tanto, es una literatura que se va desgranando con el tiempo, abandonando toda convención genérica que va incluso contra la idea tradicional de progreso: «Yo no tengo interés en ser escritor profesional, escribir un libro al año. Escribo por inercia. Soy un tipo bastante solitario y escribo para no olvidarme. La literatura me conecta con gente sin tener que estar con ellos».

Algunos de sus libros llevan el sello de la mencionada Altazor de Viña del Mar, pero la mayoría tiene el del Kultrún, de Valdivia, mítica editorial sur de amplio catálogo. Como esos editores a los que uno jamás les ha visto la cara, Ricardo Mendoza ha llevado adelante un proyecto que acoge completamente a Boldrini.

«Enganchamos por la botánica, la excursión, él es regionalista. Me acomoda, me han ofrecido de otras editoriales, de Pehuén o Tajamar, pero yo no quiero entrar en la dinámica del editor grande. No tengo que ir a ninguna librería, no tengo que firmar libros, ni hablar con la gente, ni contratos, ni hacer lanzamientos con cóctel. Somos cómplices. Para las tapas viene a escarbar mis cuadernos buscando un dibujo, como en Raín [Raín. Crónica del último canoero, 2006], vemos la letra. Es un jugueteo porque nos encanta la edición. Quiero seguir en esa escala de pueblo». A los pueblos de su literatura ni el Estado llega, son zonas de abandono total las que ficciona.

Ambos fueron impactados por la dictadura. Núñez se dedicaría a escribir en panfletos con máquinas compradas con financiamiento extranjero hasta que una bomba la hizo explotar. Aprende periodismo de forma autodidacta en esos tiempos. «La parte cultural fue la que dio el empuje para que la gente se renovara. Había que ser valiente. También lo son los cabros ahora. Era una obligación moral la lucha por la libertad».

Boldrini se escondió en Chiloé, desapareciendo mimético, como sus personajes caleranos en el Longotoma (Kultrún, 2016) de su libro. Patricia Espinosa escribió en Las Última Noticias: «…posee una condición aurática, sublime, con características de artefacto estético, capaz de provocar sensaciones de gozo y someter a la indecibilidad al sujeto que la experimenta».

Posteriormente Boldrini fue docente universitario, inventado conceptos de ramos que pueden verse como reflejos de su escritura por la amplitud de temas que trata, como uno llamado Suelo americano: «Toda arquitectura tiene que tener un suelo, una casa chilota no se puede parecer a una de Quillota. Toda obra tiene que tener un suelo. Los lugares tienen una pulsión que es la forma para ellos».

Longotoma, que conseguí tras pedirle a mi mamá que si veía a Boldrini le preguntara por ella, aplica esa forma en una voluntad escritural que colapsa la forma novela: «Durante cuarenta años fui y anoté, yo siempre llevo mis cuadernos. Tenía un cúmulo de cosas, de desesperación. Estuve harto tiempo pensándolo, quería contar una historia pero me quedaba afuera toda la parte sensible, toda esa parte que no es cuantificable y que tiene que ver con las emociones. He vivido los lugares apasionadamente. Cada vez encuentro algo nuevo. Vivo en el asombro».

Sin ninguna duda, ellos podrían ser parte de grupos de trabajo de los escritores provinciales. Pero hasta qué punto importa la literatura. Núñez Mercado escribe de ciudades, de fútbol, de crimen, de lo que venga para ganarse la vida, a la velocidad que sea necesaria. El día que lo fui a ver me contaba haber despachado artículos de 4 provincias en dos jornadas de trabajo sin haberlas pisado. Escribió de memoria, porque anduvo antes.  

Boldrini, desde Quillota, una relación personal, permitía ver que hablaba de árboles, de una historia que había caminado:

«Nací así. Tiene que ver con personalidad. He sido holista desde chico, no es que me enseñaron. A mí me gusta todo. Si tú ves mi biblioteca lo único que no tengo es literatura, casi. Hay ciencias naturales, ferrocarriles. Me gusta todo. Estudiaba historia y bibliotecología mientras estudiaba botánica. Nunca he podido distinguir mi quehacer. A mí me interesa todo y creo que todo va junto».

Mientras hoy un escritor espanta una familia y su entorno, el Núñez escolar se acostumbró a rimarle a la reina de Limache, en tiempos que los poetas hacían recitales. Desde chico Boldrini recuerda a su padre estimulándolo para que les leyera sus primeras composiciones. El resto del aprendizaje fue con los hombres venidos por las salitreras a Quillota, al huerto que su padre administraba. Él pasaba en sus casas, aprendió a cazar con ellos. Eso dio paso a la escritura para ¡Chuchetas! Resistencia y esplendor de una Banda de Cuatreros en el Norte Chico (Kultrún, 2010). Núñez aprendió a leer con una colección de libros empastados amarillos, que no combinaban con el papel mural nuevo de la familia Ward, a la que servía su madre.    

La vida de ambos, entonces, se podría leer como la de los dobles. Sostienen el último frente sólido de la literatura de Quillota. Unos dobles, para Núñez, separados por una distancia estrecha: «Yo empiezo a identificar un mundo ahí, en San Francisco de Limache. Sin conocernos, ahí parte mi cercanía con Gustavo Boldrini, porque los límites de Boldrini eran los de San Isidro, del Huerto California. Los míos eran los ferrocarriles y el estero».

Desde Quillota, Boldrini proyecta su escritura en sistemáticas excursiones, mientras Núñez se piensa con el modelo del periodista de condado.

«Hay gente que me mira y se emociona. Esta relación de provincia es bien especial, los personajes los tienes ahí, en la esquina. Es complejo hacerlo acá. Estamos escribiendo historias, la novelas de todos los días, folletines larguísimos».

Se conocieron en la redacción de El Observador. Boldrini, aún escolar, colaboró desde el principio en aquel periódico en la prensa regional de más éxito de Chile continental. El director del diario le presentó a Miguel. Se curaron en la plaza de Los Ceibos, Boldrini no podía tomar el bus. Cuántas amistades literarias en lugar de tener pactos de sangre lo tienen de alcohol. El bus que los alejaba podría ser el de Santiago, pero también el de la sintaxis: donde Núñez coloca un punto seguido y suspende la posibilidad de divagar, Boldrini se deja ir, con puntos y comas y cursivas para seguir la magia que envuelve sus relatos. Uno elige la realidad, el otro la ficciona hasta cierto punto. Porque es muy real y mágico. El hoy crucino trabaja en un estudio pequeño que es su propia embajada literaria para una casa como cualquier otra. Todo lo demás está en la mente, el tremendo archivo de la memoria. La de Macul tiene un estudio fresco y amplio donde la biblioteca se expande como una novela digresiva, con temas diversos, dispuesta a dialogar con la mirada.

Al partir, sé que Núñez Mercado seguirá escribiendo, esperando que Boldrini también lo haga. Pese a que ha inspirado personajes de los libros del novelista, parece más adecuado ocupar otra cita de la novela ¡Chuchetas! para la vida del reportero:

«El que vive donde tiene que vivir y es respetado por lo que hace, por humilde que sea, no tiene por qué tener sueños».

Boldrini me abraza, manda saludos a mi madre y después de salir de su casa no sé qué hará dentro de todas las cosas que puede hacer. Quizá escribir o restaurar una puerta que debe entregar en unos días, una de las ocupaciones que le sirvieron para sobrevivir los años grises. Cuántos más habrá como ellos, en cuántos lugares de Chile. Escribo porque pienso que debe haber muchos más. Pueden ayudarme a encontrarnos, si gustan.

Miguel Núñez Mercado: el mundo a escala

¿Qué ha visto en la crónica roja?

Fui a la tragedia de Queronque. Sentí ese olor de tanta sangre, la luz, incluso como si uno pudiera oler la muerte en el aceite de vehículo. Se presta la muerte, es muy, no digo poética, pero la realidad supera la ficción. Yo he visto gente de repente que se ha hecho perfectas las amarras para simular que las han matado. Me tocó una vez una mujer que se pegó treinta y ocho cuchilladas y llevaron al marido preso seis meses. El suicida quiere dejar una culpa, escriben al diario porque es uno de los pocos diarios que lleva suicidios, no debería. Los suicidios son todos iguales, la familia, la novia. Cuántos muertos por amor. El suicida siempre quiere dejar culpa, siempre tiene la culpa otro. A los suicidas comenzamos a retarlos, para evitar la ola de suicidios; poníamos el tanto tanto de 23 años decidió morir por mano propia, cosa que le impidió ver cuánta gente lo quería. Si levantábamos a los suicidas, los en potencia agarraban papa.

Como los poetas suicidas quillotanos.

Es que el quillotano es fanático. Revisando un poco el tema de la literatura chilena hay hartos suicidas. La otra cosa es que los poetas mueren jóvenes.

¿Cuál es la labor de un escritor en la provincia?

El rol del escritor en la prensa norteamericana está bastante claro, todo medio tiene un escritor. Incluso en los periódicos de condado, alguien reportea y el Writer escribe. El New York Times también, una vez entrevisté a Fernando Paulsen y su trabajo era enviar datos y otro escribía. La pelea actual tiene que ver con la calidad de lo que se escribe, porque por la velocidad no vas a ganar. La gente nos presta las historias y tenemos que ser responsables. Tienes que responder a la confianza. Leo diarios antiguos y yo también tengo que pensar en alguien va a leer lo que escribí, es una responsabilidad que me di, una responsabilidad histórica. Entrego antecedentes.

Usted escribió un libro, liberado en Scribd, llamado Punto de vista.

Escribo lo que no puedo escribir en el diario, por ser demasiado poético. Yo no puedo escribir en una nota que un muchacho era bonito, pero cuando voy y veo a todas las muchachas del barrio llorando por él, lo escribo. O escribir del poema de Hernán Miranda Casanova, «Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14», que no podía llevar en la antología, porque tenían que escribir cosas bonitas de Quillota.

¿Por qué decidió investigar sobre escritores del interior?

Es un autorretrato. Yo escribo de escritores porque soy cronista. Siempre los voy a rescatar, es lo que está esperando uno mismo.

¿Alguna vez le han dado ganas de novelar?

Sí, he hecho novelas, con la historia de los sicópatas en capítulos. En Colombia han hecho novelas de mis casos. También en el libro de San Luis de Quillota, la capacidad de amalgamar una sociedad como lo hace el club, o los bomberos, que también lo hacen.

¿Qué le interesa de la crónica?

La crónica tiene la perspectiva de contar la historia de otra manera. La situación no se limita a lo literal. La poesía también es vida, y se puede trasladar a la crónica y viceversa. La crónica es un género enorme. Ha tenido siempre hartas posibilidades.

¿Cuál es su relación con la autoría? No todas sus crónicas están firmadas. ¿Cómo los podremos reconocer en el futuro?

Quizá por el estilo. Lo mío es el reportaje, cuando voy a redactar tengo la frase inicial y la última en la cabeza antes de escribir.

Usted ha trabajado el tema de los Derechos Humanos.

Es una de las razones que me tiene en el periodismo principalmente. Yo me he dedicado porque la verdad es clave, el rol de un reportero es sacar la lámpara, poner la luz para que ilumine. No creo tanto en la justicia, pero la verdad es clave para dejarla allí como testimonio. Mi último trabajo tiene que ver con una familia que va arrancando en Cabildo, los carabineros los agarraron y los mataron a todos. Hay una gruta que me llevó a investigar en el cementerio de Chincolco, están identificados los carabineros que mataron a la gente, pero no se sabe el nombre de los muertos. He apoyado investigaciones, he sido testigo y en algunos casos se han logrado condenas y en otros cárcel. Esa es una de las grandes satisfacciones. La gran pelea es a través de la prensa, que los Derechos Humanos sean parte de la vida humana, de la consciencia social. No puede ser que a quien le confié la seguridad el Estado abuse. Ese es un rol que debiese hacerse activo en la prensa.

Trató de evitar esta entrevista. ¿Por qué?

Nunca me he sentido como poeta ni escritor. El cronista es otra cosa, está en el periodismo. Aunque sí ocupo recursos literarios en la crónica.

Boldrini: escribir para conectar

En Quillota nombra una serie de revistas hechas en la provincia, con movida literaria, vanguardia y malditismo de poetas.

Es un mundo que yo no conocí, el de los poetas del año 20, de esa vanguardia. Yo era muy bibliófilo cuando chico, hacía cimarras para venir a la calle San Diego a comprar libros. Recuerdo haber comprado algunos que tenían que ver con quillotanos, pero los quillotanos y los limachinos eran bien costumbristas y no tenían que ver con las vanguardias. Yo creo que uno entró a saber eso por Neruda y especialmente por Rojas Jiménez. No tanto por quillotano, ni por todo el hálito, no de maldición, sino de rebelde que tenía, y él te remitía a la gente joven de los años veinte que no necesariamente era quillotana. Luis Enrique Délano es un poco posterior. Romeo Murga estaba ahí, era un tipo más tranquilo. A mí me enternece la relación que tiene con los estudiantes en términos de cómo se coludían y armaban pequeños rituales, como andar con capa. Recuerdo revistas que fui a ver a la Biblioteca Nacional que se han robado. Había mucha gente, como Lautaro Yankas, Jacobo Danke. Antes estaba Zorobabel Rodríguez en el siglo XIX.

¿Qué significa para usted la literatura?

Mis amigos me dicen cosas de mis libros y eso me hace vivir, es lo que me da la escritura. Yo no paré de escribir desee chico, y no sabía nada, ni que podía haber una carrera, de eso me di cuenta cuando era adolescente y era empedernido lector. Pero tampoco me podía vincular, no iba a escribir como los rusos, no voy a escribir como Dostoievski. Mis libros los escribí porque no daba más, para olvidarlos un poco. A mí Raín me tenía obsesionado, yo fui cuatro veces a ese lugar y al final me estaba haciendo mal en el alma. Ahora estoy en condiciones de escribir lo del mar pero no puedo, tengo que ir una vez a la semana al pueblo chico, antes preparo a dónde voy a ir, leo, siempre le pongo algo de historia que no me sé de memoria para hacer la crónica. Ocupo tres días en hacerla y en otras cosas que andan volando. Yo estoy más vinculado a la gente de la plástica.

Siempre dedica capítulos en sus libros. Guadalupe Santa Cruz le dedicó libros también, uno es Quebrada.

Me siento muy hermano de ese libro, porque le dije a la Lupe tenís que salir, hueaviamos con las quebradas e hicimos una lista. Eso fue en noviembre ponte tú, y en marzo me dijo que estaba listo. Esa reivindicación del pensamiento regional, vernáculo, es impagable. Hicimos el mismo curso algunas veces, le dábamos las dos miradas. La quise mucho. Dedicarle un libro a alguien es conversarle, siempre que estoy escribiendo es una conversa, en cada capítulo. Si tú veís Raín primero aparecen los lancheros. En los ¡Cuchetas! también aparecen varios de los hombres que conocí en el Huerto California.

A veces los hace personajes.

Es un guiño no más. En Raín hay mucha gente, estaba pensando en determinada personalidad de los chilotes. También es un modo de conversar, de quererse. Escribir es una cosa familiar, de lo más íntimo. Los chilotes tienen Raín y aquí no es mucho lo que lo cachan. Longotoma y ¡Chuchetas! quedaron por allá, en la Ligua. He tenido la cueva de sacarme la adquisición de libros en cuatro libros y los distribuyen y encuentro libros míos en la Patagonia. Yo pensé que nunca los iban a distribuir, pero lo hacen. Mi ideal de lector es que sean los estudiantes de los lugares que he escrito.

A eso ayuda que lo edite Kultrún.

Raín se vendió en Castro, en Lautaro, en Valdivia. Ricardo distribuye. Hay una poeta chilota que es muy buena, que se ha quedado allá y me encanta, la Rosabetty Muñoz. Hay gente que se quedó en las provincias y muerde. En Coyhaique hay también muchos escritores, Ricardo los edita. Es una cosa maravillosa, no hay muchos poetas en Chile. Está también Elvira Hernández.

Un fragmento de ¡Chuchetas!: «La sangre salpica en el lugarejo en Las Paredes, camino a El Cobre, allí, al lado de la cama, un día de agosto, un día en que un hombre llora la pérdida de sus animales de trabajo, de crianza, sus animales de montura; Cereceda no puede dormir, y se sueña y vigila y es despertado nuevamente, violentamente, en las cercanías del Fundo San Lucas, en el meollo de la almohada, en la Ruta F-30, viajando arropado desde Papudo a la Carretera 5 Norte». Hay un fraseo particular en sus obras. Una magia que es difícil de precisar en una pregunta. ¿Usted es consciente de ella?

Soy apasionado de la palabra, y quiero que ella sea la protagonista. Muchas veces hay frases en mis libros que todavía no sé qué quieren decir, pero me gusta. Insisto, es el puro goce de la palabra. Quisiera volverla a la fuente. Paso anotándolas, quiero que lleguen al momento etimológico, al momento más verdadero que tuvieron, a su nacimiento, casi una larva. Creo que no existen los sinónimos, las palabras son precisas. Eso lo cuido. Cuando tú hacís eso llegai a situaciones de belleza, casi mareantes. Hay frases que me explotan miles de cosas, que no tienen nada que ver con lo que estoy haciendo. Escribo en éxtasis, casi levitando. Me dejo llevar por las palabras del lugar. No sé qué hacer con mis libros. Antes quería hacer una novela. Mis libros son altamente vivenciales. Tampoco me pillan. Hay un capítulo de las sombras de los árboles, del boldo, del maitén, del ulmo, quién va a creer eso, parecen invenciones; las huevas, no son invenciones. Así todo, todos los temas están probados, los viví. Viví una magia que no es convencional en mis derroteros.

¿Eso aplica a sus crónicas?

A veces mis amigos me quieren llevar en auto, y para mí el terminal es sagrado. Los lugares te dicen una palabra. Por ejemplo Quinta de Tilcoco, y el sonido te dice algo, mapudungún. Pero no es que buscai las palabras, ya las tenís adentro. Es como los chilotes que ven un pájaro y saben que tienen visitas, no piensan que por el pájaro tienen visitas, ya lo tienen integrado. Empezai a recorrer, los reconocís desde todo lo que has hueviado.

¿Se las imagina en un libro?

No, de ninguna manera, no me las imagino. Hay cosas que no puedo hacer, se suprime mi yo. Como usar el conocimos o conversamos. Hay cuestiones del periodismo que a mí me coartan mucho. Empecé a escribir El alma navegante. A veces pienso que me está quedando acronicado. Siempre está eso, si el periodismo afecta la literatura y la respuesta es disímil. También hay que reconocer que hay gente que no tiene ninguna intención de ser escritor y escribe la raja. El Pancho Mouat, Merino.

¿Conversa con la gente?

No mucho, no me gusta. Hago poco de etnografía. Hay pueblos que odio, pero en mis crónicas nunca me los voy a cagar, nunca voy a decir pueblo infame, porque la gente de los pueblos chicos vive en el horror del centralismo, e ir y cagárselos es de una crueldad tremenda. Todos tienen un cien por ciento, y a veces hay un 2 por ciento; hay que exacerbar eso. Lo de la ética puede ser. Joaquín Edwards Bello dice no hay que escribir nada que la gente no sepa. Yo no ando arreglando el mundo cuando escribo crónicas, busco lo festivo porque las regiones son regiones, huevás menoscabadas por esas miradas que quieren encontrar el cien por ciento en las cosas. A lo mejor es ético, a lo mejor es paternalista, pero no me los cago. Hay pueblos de los que quiero irme inmediatamente, pero no me los cago. Hay que buscarse un tema, lo que les gusta a ellos.

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