Ni muy muy ni tan tan

Necesita alejarse.

                     Por qué a veces se le hace tan difícil salir de su casa por el puro deseo de tomar distancia. Este pensamiento se presenta a la escritora como la abeja de la flor del trébol. Pobre, la rodea, se le lanza encima, no la deja respirar. Es como las flores que le hacían dibujar en la escuela: cinco pétalos y un círculo al centro. El sonido de la abeja también lo aprendió a escribir en la escuela. Bzzz.

                     El temor a que una la pique, se le inflame la garganta, no pueda respirar y muera antes de llegar al hospital, lo aprendió en los paseos familiares de su infancia. En esa época no existían shoppings para llenar el domingo, sí el mandato de llevar a los y las niñas a conocer la naturaleza. Allá iban ellos con otras familias amigas de sus padres al Cajón del Maipo; mientras los y las adultas jugaban a las cartas, los hijos e hijas tenían la obligación de entretenerse con la naturaleza.

                     La niña escritora prefería alejarse del grupo y caminar sola.

         Los adultos levantaban la vista de las cartas para preverla contra las abejas, el exceso de sol, las piedras del camino y algo que no se atrevían a poner en palabras.

                     De esos matrimonios, amigos de sus padres, quedan acaso un par de viudas. Nunca se enteraron de que la niña escritora se entrenaba con ellos en el oficio de contar historias. Tantas pelotudeces que hay que hacer hoy para atraer lectores; cuando la niña escritora se contaba historias usando como personajes a los matrimonios amigos de sus padres, la pasaba tan bien. Si se aburría, cambiaba de personajes, de situaciones, de secretos. O la dejaba y comenzaba otra. Qué importaba si ella era la narradora y única oyente. Cómo disfrutaba al convertir al dentista en amante de su cuñada. Se tenía que turnar: lo besaba como ella, la celaba como él. Para cada situación creaba al menos dos puntos de vista, a veces no quedaba contenta y se obligaba a pensar más profundo: los personajes se desdecían, se contradecían. Como no las escribía, daba lo mismo. En otras versiones la mejor amiga de su madre se enamoraba de un hombre ajeno al círculo de matrimonios, que conocía en el río. Cuando los amantes eran descubiertos, la amiga de su madre era juzgada por la comunidad judía, venía el exilio, la pobreza, la mala fama, las aventuras en países lejanos adonde no llegaban sus miradas.

                     La niña escritora no consideraba a sus historias como un invento, creía tener un poder para observar aquello que no era visible a los demás.

                     Si lo hubiese mantenido solo para ella. Un domingo en                               el taco para volver a casa le contó a la madre que había visto al dentista rozar la mano de su cuñada al pasar. Los padres, siempre a la caza de alguna moraleja, le aclararon tajantes que lo había inventado y que imaginar no estaba entre las actividades de una joven con futuro.

                     Necesita alejarse. Por fin. Sale de casa sin una excusa, da lo mismo qué dirección toma, es un asunto de tomar distancia. A la salida del pueblo sigue el camino de tierra por el que pasan las máquinas que van a cosechar las plantaciones transgénicas. Pasa el barrio nuevo, llega al árbol caído donde generalmente da la vuelta, y sigue.

                                      Una vez a la semana la niña escritora hacía una visita con su madre al departamento de la abuela: en la sala de estar la abuela tejía a crochet y la madre a palillos. La niña tenía para bordar una figura pretizada en un trozo de género tensado por un bastidor y con los colores asignados por números. Entre esas demarcaciones iba la aguja siguiendo los comentarios que hacían madre e hija sobre la vida oculta de las mujeres de la comunidad; los puntos demasiado grandes o chuecos correspondían al momento en el que su madre y su abuela susurraban las partes más escabrosas o definitivamente hacían silencio. Aquello sin nombre —no las abejas, el sol o las piedras— seguía como una sombra a la figura pretizada.

                     En 1995, la escritora —ahora no tan joven— recibió su primer premio en los Juegos literarios Gabriela Mistral en la categoría cuento largo. La nombro así porque hoy una escritora que publica joven tiene 22, 25 años. Ella tenía 32 y todavía no publicaba. Pero había escrito y terminado un cuento largo. Igual le extrañó que un jurado que venía de la época de Pinochet premiara la historia de una mochilera que llega sola a un caserío en el desierto de Marruecos, y siente atracción por una niña de 8 años.

                     Sus amigos insistieron en acompañarla a la premiación en el salón de honor de la Municipalidad. Antes de entrar se tomaron una foto en la estatua de Pedro Valdivia. Los jurados se fueron acercando sigilosos y de a uno, con la actitud de quien se escapa de misa para ir al bar. El más joven tenía 53, los otros 68, 73 y 74, todos poetas muy formales y correctos que dejaron escasa huella de su paso por la literatura chilena.

                     Ellos también quedaron extrañados. Esperaban conocer a la escritora que narraba con inocencia o desvergüenza el deseo de una mujer —seguro ella misma— por una niña de 8 años en un pueblo del desierto. Aunque la no tan joven escritora fue con chaqueta, era roja, le quedaba grande, y no sacó las manos de los bolsillos del pantalón.

                     La imaginación también fracasa, digámoslo.

                     Al finalizar la ceremonia se le acercó el quinto jurado. La escritora tenía el pelo crespo y unos ojos celestes, casi transparentes; como la describió un escritor, era inteligente, culta y bella. Y a diferencia de los viejos poetas, la no tan joven sí había oído nombrar sus libros.

                     Su casa quedaba en un antiguo sector de clase media de Vitacura. Sí, la escritora no tan famosa invitó a su casa al primer premio de cuento largo. La niña escritora no tan joven estaba más nerviosa que en la Municipalidad y ahí sí que estuvo nerviosa. Era diciembre y hacía muchísimo calor. Todavía llevaba puesta la chaqueta roja.

       En el número indicado había una casa de familia y un lindo jardín. En el camino imaginó muchas cosas salvo una casa de familia con un lindo jardín, y un timbre. Le salió a abrir la escritora no tan famosa en traje de baño del color de sus ojos.

Cerca de la piscina había una mesa redonda con un quitasol parecido al de la terraza de su casa sin piscina. Antes de su aparición la escritora no tan famosa tomaba sol y en una silla de playa volvió a tenderse. La niña escritora no tan joven se quedó sentada bajo el quitasol; creyó recordar que al invitarla, la otra mencionó algo sobre una piscina pero no se le pasó por la mente que se refería a eso.

Se aleja.

Por este camino rural sacan los sojeros la cosecha hacia el puerto.

Hay algo indefinible que produce la infancia.              

La escritora no tan famosa le ofreció a la no tan joven prestarle un traje de baño para que pudiera refrescarse. La no tan joven se moría de vergüenza de mostrar su cuerpo en el traje de la otra, no entendía lo que estaba sucediendo. Cada tanto, la otra bajaba morosa los escalones de la piscina, el agua estaba tan fresca, decía entre braza o braza, volvía con la piel mojada.

La escritora no tan joven quiso saber cómo era escribir una novela y publicar un libro. La no tan famosa le preguntó sobre su viaje a Marruecos; ¿no tuvo miedo de ir sola, tan lejos?, ¿alguien más sabía que estaba ahí? Le estaba preguntando por las abejas, el exceso de sol, las piedras del camino, el sol, y algo más que no ponía en palabras. Volvió de la cocina con una botella de vino blanco helada y un sombrero de paja con una cinta del mismo color de sus ojos y del traje de baño, parecía tan romántica que la no tan joven escritora se atrevió a contarle sus dificultades para escribir, se le entrecortaba la voz al recordar su desesperación por escribir, y su temor a no llegar a ser una escritora. A las 6 de la tarde en punto aparecieron los dos hijos y el marido; los tres encontraron adorable que la madre hubiese invitado a la ganadora del primer premio en cuento largo a la piscina. Lo que les extrañó fue que con ese calor tuviera puesta la chaqueta roja.

Sigue alejándose.

Ya no se ve el pueblo. Puede ir hasta el cruce. O volver. En el campo que tiene al frente el agua lluvia formó una mini laguna, hay dos pájaros, más grandes que una garza o un pato, no conoce la especie. La relación que tienen entre ellas o ellos no es de amiguis o de pareja. Están en el charco, podría decirse que lo comparten, tal vez sin ponerse de acuerdo, cada una está en su aire, se dan la espalda o se acercan, conversan, gritan, cuchichean, extienden las alas, no alzan el vuelo, permanecen en la laguna sin ponerse de acuerdo.

Al mirar el agua a través de sus largas patas, a la escritora no tan joven no tan famosa se le aparece la piscina de aquel caluroso diciembre de 1995. Seguro el agua estaba fresca.

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