No hay un alma en la calle a la hora de la siesta

¿Dónde vive la poesía? Realmente, en alguna casa, donde viven los poetas. Acá la de Jorge Teillier en Lautaro.

El encierro de estos casi dos años me obligó a ver durante meses las mismas paredes blancas con marcas de manos y topones de muebles que no estaban hechos para soportar el exceso de uso. En cuanto se pudo me fui a Temuco, paradójicamente el lugar que más me interesaba visitar era otra casa. Sabía que aún se podía visitar la de Jorge Teillier en Lautaro. Vivo hace varios años a una hora de su tumba y no he ido aún, a veces a una le da el capricho de comenzar por el principio.

/Tal vez nunca debí salir del pueblo / Donde cualquiera puede ser mi amigo/

Y llegué a Temuco. La ciudad de la frontera. Era la primera vez que visitaba este lugar, mi familia del sur, porque todos acá en la ciudad tenemos familia en el sur, vive entre los cerros plagados de pinos de La Unión. Temuco en cambio aún está rodeada de las viejas araucarias, y aunque la expansión de la ciudad es enorme, por primera vez viajando por este país puede ver bosque, esa enorme irregularidad que los eucaliptus por acá no conocen.

El terminal estaba cerrado, después de todo se me ocurrió ir a la casa de Teillier post dieciocho de septiembre. Siempre las ciudades se parecen en las cuadras que rodean los terminales: puestos de dulces hechos con cajones de feria, hombres tomando cerveza en la vereda, ese ritmo ajetreado del lugar que está siempre en movimiento. Ese día era uno que venía del fin de semana largo, lo que no impedía que un par de asados en la vereda tuvieran a varios contertulios abrazados a una radio que hacía sonar cumbias.

El mercado tenía la mayoría de los puestos cerrados así que encaminé al lugar donde salían micros hacia Lautaro. De camino comenzaron a aparecer unas para nada harapientas nubes que en la Quinta región nunca he visto, que me hicieron sacarme de la cabeza la idea de falta de agua que aquí en el norte se traduce básicamente en el miedo a los incendios.

Con la ayuda de las pocas personas que encontré llegué a la calle donde pasaban las micros a mi destino, y aunque iba llena porque los recorridos durante los feriados pasan cada dos horas, solo tres nos bajamos en Lautaro.

Recuerdo esa entrevista que meses antes de su muerte Cristian Warnken en La belleza de pensar le hizo al poeta. El temblor de la mano izquierda y la piel seca del alcoholismo. La frente sudada al final de la entrevista y las evidentes ganas que tiene de que termine. También recuerdo la voz de su interlocutor, tan compuesto, tan seguro de decir lo que está diciendo. Recuerdo que cuando Teillier se refiere a su alcoholismo Warnken se incomoda y lo interrumpe por enésima vez para decirle que seguramente es una forma de proteger su paraíso perdido, su país de infancia. Tellier le dice que no, que es una forma de evasión y quiere hablar de la agrupación de Alcohólicos Anónimos. Dice que el Estado los debería ayudar porque ellos saben más que nadie de qué se trata el alcoholismo y no los médicos. Es sintomática la forma en la que se lleva a cabo la entrevista, la diferencia abismal entre un discurso armado de quien tiene en sus manos la linterna, y el del hombre que va tanteando a ciegas el camino.

/Me importa soñar con caminos de barro/

Una botillería fue el primer negocio abierto, una mujer barría la entrada y un hombre arriba de una escalera pintaba el letrero:

¿De quién? No… no tengo idea. ¿Y la calle Saavedra? Camine cuatro o cinco cuadras hacia allá. No creo, no hay nada abierto hoy día.

Camino, se me cruza un hombre joven que va a arreglado como para un bautizo.

Sí, va bien, camine por allá, ¿de quién? No, no sé.

Llego a la plaza Jorge Teillier con la ayuda de mi celular, donde además hay un café también con el nombre del poeta, pero que está cerrado. En la plaza apenas hay un hombre que pasea con sus hijas. Busco alguna escultura, un nombre, y lo que encuentro es un mural hecho con mosaicos del rostro del poeta a la altura del piso. Nada más. Me siento en el pasto a tomar un poco de agua. Miro al hombre que camina con sus hijas. Ninguno lleva mascarilla y yo me saco la mía que por costumbre llevo aún puesta. Llevamos tanto tiempo en esta dinámica de estar dentro, de respirar para adentro, de no tocar, que sentir el pasto es un alivio. También lo es la amplitud que le da al cielo la falta de edificios, me paro y busco alguna intersección, desde ahí puedo ver dónde termina Lautaro hacia la carretera y dónde termina hacia el cerro.

/El país de los techos de zinc y cercos de madera/

Tengo noticias de que la casa está o estuvo en riesgo de ser vendida por la familia que la habitaba, y que la Municipalidad de Lautaro estaba tanteando el presupuesto para comprarla y levantar un museo, o un centro cultural. Yo me imagino una placa. Pero hay una casa, una que construyeron sus padres y a donde Teillier pudo volver hasta que doña Sara Sandoval y don Fernando Teillier tuvieron que irse exiliados junto con la mayor parte de la familia. Sobre su padre escribe:

O llega a través de barriales/a las reducciones de sus amigos mapuches/cuyas tierras se achican día a día, /para hablarles del tiempo en que la tierra/se multiplicará como los panes y los peces/y será de verdad para todos. / Desde hace treinta años/grita «Viva la Reforma Agraria»/o canta «La Internacional»/con voz desafinada/en planicies barridas por el puelche, /en sindicatos o locales clandestinos, /rodeado de campesinos y obreros, /maestros primarios y estudiantes, /apenas un puñado de semillas/para que crezcan los árboles de mundos nuevos.

Teillier se queda, pero la casa deja de pertenecer a la familia que está quebrada e intentando sobrevivir.

/Ese deseo que le viene a todo el mundo/

La casa tiene dos pisos, la veo primero en una fotografía que busco en mi teléfono para confirmar. Un patio amplio y una reja que se podría saltar sin mucho problema. Me quedo en la puerta de entrada bajo la poca sombra que da un árbol viejo. Últimamente he pensado mucho en las casas, en lo poco probable que alguna vez una tenga una, por ejemplo. Una ventana, por suerte, tiene la cortina semi abierta. Se puede ver un macetero pequeño, y una televisión que creo está encendida. Leo muchas veces donde dice que alguna vez aquí vivió Teillier. Toco el timbre y nadie sale. Me siento en la orilla de la calle y tomo un par de fotos: del árbol, del pavimento y otra vez de la casa.

Los patios colindantes están silenciosos, pero se siente el olor de los últimos asados. Teillier siempre volvió a Lautaro, pero fundamentalmente volvió a esta casa, que es como decir que no le interesó habitar otro lugar, que también es como decir que rechazó el impulso del centro, su orden y menesteres tan distintos, tan de otro ritmo y urgencias.

Camino por calle Saavedra, me desvío, y me encuentro a pocas cuadras en lo que podría ser el centro del comercio, solo unos chinos están abiertos, entro a uno a comprar un regalo para mi hijo que me espera en Viña. Antes de que la micro pase me queda tiempo para una cerveza.

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